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Escrito hace veinte años

Luchadores talibanes en el aeropuerto de Kabul

En noviembre de 2001, el brutal atentado de AlQaeda contra EEUU era la herida más reciente que había sufrido la humanidad. En octubre, el presidente Bush había iniciado lo que llamó "Guerra contra el terrorismo" y en pocos días la invasión militar de EEUU aplastó a los talibanes afganos.

No se sabía entonces, pero esto fue el comienzo de una guerra que duraría 20 años, no obtendría ninguno de los objetivos que se había propuesto, consumiría más de 8 billones de dólares, produciría casi 400.000 muertes en la población civil afgana y terminaría vergonzosamente con la retirada ejecutada por Biden el presente año, sin siquiera consensuarla con los aliados (entre ellos, España) que habían participado en tan funesta aventura. America first!, otra vez.

Con el título ¿Soldados a Afganistán?, el día 16 del mes citado de aquel año, escribí en el diario Estrella Digital el artículo que me permito poner hoy al alcance de los lectores de este foro. Ahora que en Europa se desconfía de la OTAN, se ve lejano a EEUU, se mira con recelo a Rusia y no se sabe cómo abordar la expansión de China, es interesante comprobar lo poco que veinte años de guerra, muerte y destrucción nos ha hecho avanzar.

Reproducción literal del texto citado

"En la euforia bélica que la caída de Kabul ha desencadenado desde Afganistán a Washington, hasta el Gobierno español ha sugerido con entusiasmo la posibilidad de enviar contingentes de tropas para la futura fuerza de pacificación que haya de crearse en Afganistán. Esto, supuesto que la paz llegue allí en algún momento y pueda pensarse en reconstruir lo que más de dos décadas de guerras continuas han arrasado. Y suponiendo, también, que tropas de países tan remotos y extraños como España, Italia o el Reino Unido tuvieran algo que hacer en el complicado mosaico étnico de ese país, donde ni siquiera los propios afganos han sabido organizarse en forma coherente y autónoma durante varios decenios.

Sin embargo, antes de dispersar los no muy numerosos efectivos de combate de las Fuerzas Armadas Españolas desde los Balcanes hasta Asia Central, no sería malo tener aseguradas, al menos a un nivel mínimo, las hipótesis menos favorables de lo que pudiera suceder bastante más cerca. No vaya a ocurrir que, intentando contribuir a sacar las castañas del fuego a afganos o kosovares, nos encontremos con la sorpresa de no poder ayudar del mismo modo a ceutíes o melillenses, recientemente amenazados, y en forma no muy velada, en la Asamblea General de Naciones Unidas por el ministro marroquí de Asuntos Exteriores.

No es que ahora peligre más la seguridad de las dos ciudades españolas del norte de África, pero cabe imaginar otras hipótesis que pondrían en una muy difícil tesitura al Gobierno de Madrid. Recordando la aventura austral de los dictadores argentinos, encabezados en 1982 por el nefasto Galtieri, no se puede considerar descabellada la posibilidad de un golpe de mano marroquí contra alguno de los islotes mediterráneos de soberanía española, al modo como las tropas argentinas ocuparon por sorpresa las Malvinas. El Peñón de Vélez de la Gomera, el de Alhucemas o las rocas conocidas como las Chafarinas serían unos interesantes objetivos militares y propagandísticos, que reclamarían la inmediata atención internacional.

España se encontraría, de la noche a la mañana, con un grave problema entre manos: ¿Respuesta militar inmediata y contundente, al estilo británico, para recuperar el territorio ocupado? ¿Represalia armada contra Marruecos? No sería fácil explicar a la opinión pública la necesidad de arriesgar una guerra con Marruecos por unas rocas inhóspitas e innecesarias, pero su abandono ante una acción de fuerza unilateral sería un mal presagio para ceutíes y melillenses y, por extensión, para todos los españoles.

Por otro lado, una respuesta militar como la que llevó a la recuperación de las Malvinas requiere unos planes bien previstos, unos medios fuertes y bien coordinados y un respaldo político y diplomático que no se obtiene en unas pocas horas. Añádase a esto que demorar la reacción militar más de lo necesario sería visto por los demás estados como una implícita concesión al Gobierno de Rabat del carácter colonial y, por tanto, reversible, de los islotes. Argumento que, más pronto que tarde, se haría recaer sobre las dos ciudades autónomas, con consecuencias mucho más funestas.

La guerra nuclear que no puede ser ganada

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Se asegura que nunca es probable una guerra entre democracias, pero no hay que olvidar que Marruecos no lo es. Del mismo modo como los generales de la Junta Militar argentina buscaron distraer la atención de su pueblo en la aventura bélica que les llevó al derrocamiento, un autócrata que une el supremo poder político a su cualidad de máximo dirigente religioso podría sentirse inclinado a distraer, mediante un conflicto exterior militarizado, la creciente inquietud de sus súbditos, a quienes aquejan el paro y la pobreza e irrita la extendida corrupción de los gobernantes, y a los que llegan los ecos de un islamismo cada vez más efervescente.

La OTAN podría inhibirse sibilinamente en este caso, aludiendo a que una acción contra Marruecos, en apoyo de España, está fuera de los límites geográficos del Tratado. Y no están en absoluto garantizados los apoyos que se podrían recibir de EEUU y Francia, con intereses en Marruecos que no coinciden con los propios, incluyendo su posición frente al conflicto del Sáhara Occidental. Así pues, sería recomendable tener los ojos bien abiertos y no ponerse en la situación en que fuera preciso repatriar, a toda prisa y en condiciones de máxima urgencia, a las tropas de choque españolas que estuviesen patrullando el Indokush, a fin de proteger lo que nos es más próximo, inmediato y vital. La seguridad bien entendida empieza por uno mismo".

Con muy ligeras modificaciones, lo que se escribió hace veinte años podría ser hoy de aplicación. Con una diferencia: la irrupción de la pandemia de la covid-19 y la palpable evidencia de una emergencia climática que pone en peligro las bases materiales de nuestras culturas y nos obligan a ampliar el punto de mira de nuestras preocupaciones y buscar coincidencias, entre sangrientos terroristas y exaltados neofascistas, que permitan sobrevivir al género humano en condiciones soportables.

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