Ayuso y el ultranacionalismo de Lamborghini Pilar Velasco
Periodo de adaptación
A esta altura de septiembre quizás ya hayamos sobrevivido a la parte extrema del periodo de adaptación. Los niños pequeños lo tienen de manera oficial al entrar al colegio, nos atraviesa a todos aunque de mayores no lo tengamos pautado. En nuestro clima, el tiempo acompaña la transición, como cuando te vas de un sitio y justo llueve y piensas así no me da tanta pena. Todo pasa es quizás la mayor verdad y de ese piso que no sacudía el calor de la enésima ola no queda ya nada, queda ya tan lejos, ¿era este? El año en nuestro país estacionalísimo empieza en septiembre, ya ha empezado. Nuestros tiempos son de agenda escolar.
Si tienes hijos esa última frase es cierta del todo. En la semana y algo que va de curso he llevado a mi hijo al colegio una hora, y luego hora y media, a media mañana. Cada día me dejaba un animal –el miércoles un oso polar, el viernes una vaca lechera– para que me guardara mientras él entraba tan pancho, sin mirar atrás, en su nueva clase. Ese rato apenas me servía para constatar todo lo que no tendría tiempo de hacer y para pensar cómo lo hace tanta gente que lo tiene más difícil. En la puerta del cole, una respuesta de ciudad pequeña, de una ciudad donde casi todo el mundo es de aquí: mayoría de abuelos.
En nuestro clima, el tiempo acompaña la transición, como cuando te vas de un sitio y justo llueve y piensas así no me da tanta pena. Todo pasa es quizás la mayor verdad
Ya no saben qué reclamo poner en el metro de Madrid para que la gente harta de la hostilidad creciente de la capital se mude a una ciudad mediana o pequeña como esta. Les dicen: venid, aquí nos sobra espacio. Yo diría: volved, aquí tenéis a los abuelos. Criar con los abuelos cerca es otro mundo. Uno todavía humano, uno medianamente posible. Vivimos en el mismo sistema –si no uno peor– que cuando una persona trabajaba y otra (la mujer) cuidaba a las criaturas y a los mayores y llevaba la casa. Ahora esas dos personas trabajan de sol a sol. Las criaturas y los mayores y la casa siguen requiriendo exactamente los mismos cuidados. La cuenta es obvia: no sale. Hay un montón de gente sintiéndose mal a diario por no llegar o por no llegar como le gustaría porque el sistema es imposible. Hay que nombrarlo como tal para que no se nos olvide, para que apuntemos las culpas –sacudamos la frustración– en la dirección correcta.
Que los niños tengan un periodo de adaptación al entrar en el colegio parece sensible. Que tantos padres y madres tengan que gastar los días de vacaciones que ya no tienen para cubrirlo sólo deja desnudo este sistema al que si tiras por un lado se le ven los pies, y si cubres los pies le entra una pulmonía. Compartir la vida con un niño ofrece una conexión absoluta con la existencia. Si lo llevo a la playa en julio, mi hijo buscará el mar después a través de cada ventana. Si un martes aparece un arcoíris en el salón, al día siguiente entra corriendo a ver si ha vuelto. Le pones un escalón para usar la taza y asistes a un “¡Adiós, pis!” detrás de cada tirón concentrado de la cadena. Maldito mil veces el sistema que nos haga pensar que en esos momentos –lentos, inolvidables, tan mágicos– deberíamos estar haciendo otra cosa.
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