Alemania, en el punto de mira
Aprovechando la guerra de Ucrania, algunos quieren matar varios pájaros de un solo tiro. Alemania, primero. Se veía venir desde hacía días. La campaña de repudio a la política exterior alemana se ha extendido a las últimas dos décadas, desde Gerhard Schröeder a Angela Merkel y ya salpica al canciller Olaf Scholz. Lo que empezó como una indignación espontánea frente a los tejemanejes lucrativos de Schröeder, se ha transformado aceleradamente en un chantaje moral orquestado internacionalmente desde Washington, varias capitales europeas, centros de pensamiento y opinión mainstream: “Alemanes: ¿dónde están vuestros valores?”. La rumorología en torno a una “nueva Alemania” después de Ucrania está dando alas a un resentimiento agazapado: el de un neoliberalismo renano que no se atrevía a decir su nombre.
Es muy cierto que el ahora denostado modelo “corporativista”, así como la “realpolitik” impulsada desde las corporaciones alemanas en las últimas dos décadas, ha crecido en un aire un poco viciado, falto de ventilación. Pero ese modelo tenía al menos una enorme virtualidad geopolítica para el siglo XXI, muy simple: mantener a Moscú (y a Beijing) enganchadas con Europa. Los planteamientos germanos frente a las malas compañías, a veces demasiado tibios, o su inacción, funcionaron como una extraña pinza con el euroagnosticismo británico, antes del Brexit. Pero el cable umbilical alemán con Eurasia y Pacífico nos ha servido a menudo para contrarrestar los excesos de cierto aventurerismo anglosajón de las cruzadas “democráticas” en Irak, Afganistán, Venezuela y ahora China. Nos ha servido para poder imaginar al menos un sentido distinto para la ubicación geopolítica de Europa. Y ese es un valor no menor.
Merkel aún tuvo tiempo de intentar salvar los acuerdos de Minsk II después de 2015, de elevarlo a un asunto de Seguridad Nacional alemana, y de toda Europa, antes de que Putin enloqueciera. Pero no lo hizo
Los alemanes debieron haber “europeizado” más la relación con Rusia, no parcelarla como si fuera algo exclusivo. Después de que Schröeder se marchó en 2005, seguramente el corporativismo de las industrias automotriz, energética o de alta tecnología permitía mayor margen político para hacer otras cosas. Se podía haber sacado más provecho a la dependencia con Gazprom, utilizar ese vínculo con paciencia estratégica, como una palanca para cambiar la actitud de Rusia hacia Europa. Merkel aún tuvo tiempo de intentar salvar los acuerdos de Minsk II después de 2015, de elevarlo a asunto de Seguridad Nacional alemana, y de toda Europa, antes de que Putin enloqueciera. Pero no lo hizo. Ese fue quizá un gran error histórico; pero no solo de Alemania, sino de los veintisiete.
Luego no hubo más tiempo. La brutal invasión de Ucrania marca el camino a un nuevo rumbo, a una nueva moral. Ahora, el fin de los tabús explícitos de Versalles 1918 o de la ley fundamental de Bonn 1949 podría mejorar la salud mental de la Unión Europea. Pero no debemos hacerlo al precio de repetir esquemas del pasado o de vaciar repentinamente los códigos de concertación social. Esta operación que se nos viene encima es no solo un intento de socavar la autonomía de Berlín, alineándola rígidamente con EEUU, como en los viejos tiempos de la Guerra Fría (mientras la errática democracia norteamericana continúa bajo la amenaza de Trump). Es también el pretexto para empezar a desmantelar todo un engranaje económico y social alemán, el cual, para bien y para mal, ha servido de base para una difícil solidaridad intra-europea. No deberíamos olvidarlo.
Así que todo este ruido no hace presagiar nada bueno para la autonomía estratégica de Europa. No es esto lo que los jefes de Estado y de gobierno europeos firmaron en el otro Versalles, el de marzo pasado. Esto es otra cosa. Podría dejar a Macron solo ante el peligro y a Francia ante sus propios demonios. Puede que la Unión Europea haya iniciado sin darse cuenta un viaje hacia ninguna parte. ¿La alternativa es dar portazo a todo lo anterior y comprar gas de fracking y aviones F35 a Estados Unidos?
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Vicente Palacio es doctor en Filosofía y director de política exterior en la Fundación Alternativas.