Del artista y su obra: Por qué los trapos sucios de Neil Gaiman no te impiden seguir disfrutando de sus libros
Vaya por delante que Neil Gaiman no es ni será el último artista famoso en caer de su pedestal. En esta ocasión, el aclamado escritor británico —autor de famosas obras de la literatura fantástica como Sandman, American Gods o Coraline—, ha sido derribado de los altares de sus fans por una denuncia por violación y varios testimonios de violencia sexual difundidos por The New York Magazine. El crudo contenido de las acusaciones ha tirado por tierra la imagen de autor progresista, comprometido con el colectivo LGTBIQ+ y el movimiento «Me Too», que Gaiman se había labrado durante años. Ahora resulta que tú también, Neil.
Las reacciones dramáticas de sus lectores no se han hecho esperar, aunque las plataformas de vídeo han sido aún más rápidas. Netflix se ha apresurado a anunciar que la segunda temporada de Sandman será la última y Prime Video ha cancelado la grabación de la temporada 3 de Good Omens, que concluirá con un episodio especial. Los espectadores se lamentan, pero lo entienden. ¿Cómo seguir viendo esas series después de conocer el lado oscuro del autor? Ya no digamos seguir contribuyendo a que se enriquezca con ellas.
Mientras tanto, los lectores de Gaiman miran desolados su colección de libros y se preguntan si podrán volver a disfrutar leyéndolos, o peor, si se sentirán cómodos dejando que los lean sus hijos. Me imagino a los fans de Harry Potter que en su día se consternaron con la deriva tránsfoba de J.K. Rowling dándoles palmaditas en la espalda, con el aire comprensivo de quien ya ha pasado por ese trance. La decepción colectiva ante la caída de un artista reconocido mundialmente es inmensa; y la reacción del público, quizás demasiado desproporcionada.
Cada vez que aflora un escándalo vinculado a un creador famoso, ya sea en el ámbito del arte, el cine, la música o la literatura, revivimos una vez más el eterno debate: ¿Es necesario separar la obra del autor?
El público, el artista y su obra
El año pasado salió a la luz que Alice Munro, reputada cuentista canadiense, protegió a su segundo esposo tras conocer que había abusado durante años de su hija menor, Andrea, que fue quien reveló los hechos tras el fallecimiento de la escritora. ¿Debemos dejar de leerla? ¿Arrancamos su nombre de los libros de literatura? ¿Dónde termina el autor y empieza la responsabilidad del público para con su obra? Porque, admitámoslo: negarnos el derecho a disfrutar de un libro por culpa de los pecados de su autor implica cargar sobre nuestros hombros una responsabilidad inmerecida.
Cada vez que aflora un escándalo vinculado a un creador famoso, ya sea en el ámbito del arte, el cine, la música o la literatura, revivimos una vez más el eterno debate: ¿Es necesario separar la obra del autor? Sin embargo, tal vez la pregunta que deberíamos hacernos es otra muy distinta. Y es que, al margen del dinero que le proporcionan al artista sus derechos una vez que se divulga su obra, ¿acaso ésta sigue perteneciéndole del mismo modo una vez que ha sido expuesta al público?
Cada libro que lees te pertenece
En su ensayo El acto de leer (1976), el teórico literario alemán Wolfgang Iser exponía que "el texto literario sólo adquiere vida cuando es leído". Décadas antes, el novelista británico Joseph Conrad, ya había anticipado esta idea al afirmar que “el autor sólo escribe la mitad del libro, de la otra mitad debe ocuparse el lector". Durante décadas, son muchos los pensadores que han ahondado en lo que conocemos como Teoría de la Recepción, según la cual el significado de una obra literaria no es estático ni depende únicamente de la voluntad de su creador, sino que va cambiando a lo largo del tiempo en función de la experiencia estética de diferentes generaciones de lectores.
Es más fácil entenderlo si aplicamos esta teoría al caso de Neil Gaiman. El británico publicó el primer número de Sandman en 1989. Imaginemos que tú, lector o lectora, leíste por primera vez esta novela gráfica en 2013, en un contexto social, político y cultural completamente diferente, pero también con la carga de una personalidad, emociones, conocimientos y recuerdos individuales que hicieron única tu interpretación y tu experiencia lectora de ese libro. Resumiendo: el Sandman que publicó Gaiman en 1989 se transformó en otro Sandman distinto cuando lo leíste.
Por ese motivo, ese libro que atesoras en tu memoria es solo tuyo, con independencia de lo que su autor haga o deje de hacer. Y seguirá cambiando contigo de forma única cada vez que lo releas, porque tú también habrás cambiado. Una vez que un creador expone su obra ante el mundo, ya hablemos de literatura, de música, de cine, de Neil Gaiman o de Alice Munro, esa obra deja de pertenecerle y pasa a ser propiedad del público, que la completará con su interpretación. Sorpresa: no hacía falta separar a la obra de su autor, porque ya lo estaban.
Ética y creación, no confundir
Entonces, ¿van a influir los supuestos delitos de Neil Gaiman en cómo vamos a interpretar su obra a corto plazo? Posiblemente. ¿Debe pagar por ellos si se demuestra su culpabilidad? Por supuesto. Ahora bien, ¿es preciso cancelar a un autor cada vez que descubrimos que no es el ser de luz que imaginábamos? Recomiendo prudencia en este asunto porque, si algo nos ha enseñado la historia de la humanidad, es cuán elevado es el número de artistas que, durante siglos, han canalizado sus demonios internos a través de la creación. Un cribado de grandes artistas basado en su ética personal podría dejarnos sin nada que admirar.
Creo que la escritora Carmen Domingo resume muy bien este dilema cuando afirma que “imaginar un mundo de la creación construido por 'personas de bien' no solo es ingenuo, sino incluso nefasto para la creación. La ética, como la ideología, no es garantía de calidad estética". Pero a esto yo añadiría algo más: reclamar desde la izquierda la cancelación de creadores cuya conducta o cuyos valores no se ajustan —o dejan de ajustarse— a los que se defienden desde este espectro político implica una suerte de censura que, lamentablemente, no se aleja mucho de la que ejercen los partidos de extrema derecha cuando cancelan los conciertos o las obras teatrales de artistas de ideología contraria.
La expresión artística debe juzgarse con independencia del autor. Es de ingenuos autoobligarnos a disfrutar únicamente de obras creadas por artistas cuya pureza moral sea impoluta, o aplicarles a todos un test ético que quizás nosotros mismos no pasaríamos. Admiremos la obra y que sea un juez, si procede, quien condene al autor. No eres peor persona por querer seguir leyendo los libros de Neil Gaiman. Y, si él acaba en la cárcel, tenlo claro: la culpa no es de Sandman.
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Eva Díaz Riobello es periodista y escritora. Ha trabajado en El Mundo, El País, Europa Press y como comunicadora en el Tercer Sector. Actualmente forma parte del equipo de redacción de la revista literaria ‘Quimera’.