Plaza Pública

El bucle de la mediocridad

Una científica brasileña trabaja en el laboratorio de Inmunología del Instituto del Corazón de la Facultad de Medicina de la Universidad de Sao Paulo.

Algo va mal en este país cuando algunos políticos ponen el grito en el cielo ante el cierre de bares y restaurantes y no han movido jamás un dedo para que se invierta en ciencia e investigación. Reclaman proteger a la hostelería, pero no han mostrado la menor preocupación ante la fuga de científicos hacia otros países, obligados para continuar sus investigaciones a buscar fuera de España una oportunidad que aquí no se les brindaba, debido a la precariedad de medios y condiciones laborales. Por supuesto que valoro al sector de la restauración y considero que hay que protegerlo e incentivarlo, pero en su justa medida pues, en este momento, la prioridad es salvar vidas y ello se consigue reforzando el sistema público de salud y a nuestros científicos, para que pronto tengamos una vacuna made in spain. Me rebelo ante la miopía de la derecha que, más atenta a destruir cualquier atisbo de comprensión o entendimiento institucional, olvida que es imprescindible investigar, que es lo que lleva al final a que un país prospere. La ciencia no da beneficios inmediatos, como toda tarea que requiere de tiempo y formación, pero es la que marca la diferencia a medio y largo plazo.

Esta visión alicorta constriñe las posibilidades de una nación y la sentencia a convertirse en un país de servicios. Y, como durante todos estos años no hemos hecho los deberes, ahora cualquier innovación de calado hay que importarla porque la industria nacional ha sido abandonada a su suerte, careciendo de incentivos para crear nuevas estructuras, abrir otros horizontes y llevarnos a una competencia de alto nivel que haga a nuestros productos indispensables.

La salud es un buen ejemplo de lo que digo. La derecha ha promocionado a las empresas privadas en detrimento de lo público, mermando en medios humanos y materiales lo que era una sólida fórmula de atención sanitaria. Resulta paradigmático el caso de los centros de salud en comunidades como la de Madrid, ocupada por el PP desde hace demasiados años, con sus profesionales al límite de salarios y recursos.

En un país en el que la Seguridad Social se sostiene con las aportaciones mensuales de cada trabajadora y cada trabajador y de la Administración, no es de recibo que se privatice y deteriore el sistema público mientras florecen las ofertas de sociedades médicas que mediante pago –demasiado elevado para muchas familias– aseguran una más rápida asistencia. Ni tampoco lo es que las solicitudes de ingreso en residencias de mayores se acumulen en los despachos oficiales hasta que el peticionario desiste… por fallecimiento. O, como se ha podido ver, que sea inexistente el control público sobre esos centros concertados y subvencionados con el dinero de todos hasta el punto de que los ancianos y ancianas que no tengan familia que se preocupe por su estado dependan de la mala o buena voluntad de quienes les atienden.

Poderosos laboratorios

Si ya es cuestionable que todo suceda en situación de normalidad, es intolerable cuando sobreviene una catástrofe como la pandemia en la que nos encontramos, que nos ha sorprendido con la guardia baja, a pesar de lo cual no se corrige el rumbo.

Han dilapidado la riqueza humana, han expoliado los recursos nacionales hasta el punto de que ahora dependemos de los ajenos. Lo vimos cuando no teníamos ni mascarillas ni respiradores, cuando los sanitarios estaban ahogados por el trabajo y echábamos en falta a todos los profesionales que han emigrado hartos de contratos provisionales que no les permiten tener ni presente ni futuro. Y lo comprobamos en la situación actual, con el suministro de vacunas, en manos de las multinacionales farmacéuticas que tienen la sartén por el mango y se permiten decidir –como siempre– sobre la vida y la muerte, sobre quién recibirá antes y en qué condiciones la pócima salvadora.

Decía Ramón Lobo en un artículo publicado hace pocos días en infoLibre: “Acabamos de descubrir –más o menos escandalizados, según la adhesión de cada uno a los principios sagrados del libre mercado– que las grandes multinacionales farmacéuticas basan su beneficio en nuestra mala salud. No es algo nuevo. Afecta a la vacuna del covid-19 y a cualquier tipo de medicina, desde las necesarias a las inútiles. El negocio no se asienta en la curación del paciente, sino en el despilfarro forzado y sostenido en el tiempo”. Es así de crudo. Lo sabíamos de antes, pero, como relata el cuento del hondureño Augusto Monterroso, cuando nos despertamos el dinosaurio seguía allí.

El sistema establecido nos lleva a que dependamos de otros, tanto para los asuntos cotidianos como para los excepcionales. Difícilmente un gobierno conservador dedicará su gasto a la investigación cuando su tendencia es nutrir las arcas de las multinacionales y apoyar sus beneficios. Me remito de nuevo a Lobo: “Para las grandes multinacionales farmacéuticas, el covid es el premio gordo, una mina de oro que puede reportar ganancias mil millonarias. La razón de ser de estas compañías no es la salud mundial, sino garantizarse un entorno legal y financiero favorable para desarrollar su negocio”. No puedo estar más de acuerdo.

Los que tienen el control

En estos días damos las gracias por pertenecer a la Unión Europea, que está coordinando la adquisición de vacunas y la distribución en vez de tener que buscarnos la vida solos –como tantos otros países– para lograr las dosis necesarias en el libre mercado. Si esta última situación debería hacernos reflexionar y rebelarnos ante la injusticia que supone, tampoco es ajena a la crítica desde nuestra privilegiada posición: contratos sin todos los flecos atados, retrasos en las entregas, posición preeminente del país de origen de la producción sobre los demás. En suma … de nuevo vernos en manos de quienes tienen el control. Ursula Von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, decía el viernes pasado en una entrevista con un grupo de medios europeos que había subestimado “la complejidad del proceso y las necesidades para una producción rápida en masa”. Consideraba impensable que los países de la UE no hubieran ido al unísono y también recalcaba las lecciones aprendidas para el futuro. Sí, pero lo importante es que esas lecciones hagan que cambien las cosas y que no concluyan en un recuerdo vago del que solo recordemos que sucedió, como tantas otras veces.

Tendremos que analizar cómo funcionan las patentes y el impacto que tienen en el control de las vacunas; lo que significa comerciar con ellas hasta casi extorsionar a los gobiernos; la desigualdad entre ricos y pobres; la falta de universalidad de este bien escaso. Temas pendientes que se me antojan la asignatura a abordar en cuanto tengamos un respiro, o incluso antes, porque de nuevo ocurre que en la crisis vemos los defectos, pero cuando se imponga la normalidad, tenderemos a olvidarnos y es este un asunto demasiado importante para volver a enterrarlo.

Hace unos días recibí con estupor la noticia de que la Organización Mundial de Comercio se negaba a la liberalización de las patentes de las vacunas, y para peor vergüenza, que España, la UE y otros países del Norte habían votado en contra. La liberalización está prevista para situaciones excepcionales, por supuesto, como ocurrió con el SIDA tiempo atrás. Entonces debo preguntar: ¿acaso una pandemia no es una situación excepcional? Todo indica que detrás del telón de argumentos poco claros, de contratos secretos o publicados a regañadientes llenos de tachas, están los intereses de las grandes corporaciones. Esta pandemia es un negocio demasiado bueno para dejarlo escapar, ¡qué importa que se contagie toda la humanidad!, ¡qué importan las vidas humanas que se perderán!, lo importante son los beneficios y que quienes puedan pagar estén vacunados y a salvo. Esta actitud avergüenza a toda la especie humana, y debe tener una respuesta desde la vertiente de la justicia, de una justicia que traspase fronteras, equivalente en su respuesta a la incidencia universal de la pandemia. No podemos permitir que se imponga de nuevo la discriminación por el origen o ubicación de las víctimas.

Lesiva desigualdad

Hay personas a las que nos indigna lo que sucede y por ello nos hemos puesto a trabajar de inmediato. Me honro en pertenecer al Grupo de Puebla, la organización creada por líderes progresistas de América Latina y Europa, conformada por intelectuales, filósofos y juristas entre los que me cuento en el Consejo asesor. En este colectivo preocupa mucho lo que está sucediendo con la pandemia, desde un escenario como es América Latina, sumida en una situación de grandes diferencias sociales que han llevado a la fractura de la solidaridad en demasiados lugares. Esa solidaridad es la que ahora este grupo pretende implantar ante la crisis profunda existente que la pandemia ha llevado al límite. También reivindicamos la innovación, la ciencia y la tecnología como prioridades del gasto público.

Escribo estas líneas desde Madrid, convertido en un observatorio privilegiado de estas prácticas mezquinas. Aquí, la Comunidad regida por el PP antepone el cuidado del comercio y la hostelería a la salud y a la ciencia. Las reglas del mercado son la Biblia para estos títeres políticos. Tenemos que reaccionar ante tanta incongruencia: una sociedad que no tiene como objetivo avanzar en el conocimiento, se verá siempre esclavizada por otros más poderosos. No permitamos que nos encierren en el bucle indecente de su propia mediocridad.

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Baltasar Garzón es jurista y presidente de Fibgar

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