La crisis ucraniana y el fin del ensimismamiento europeo

Xoán Hermida

Hace ya mucho tiempo que el paradigma izquierda versus derecha no sirve para explicar en su totalidad lo que acontece en el mundo. La dicotomía, nacida de la revolución francesa, es demasiado plana para mostrar un mundo con realidades complejas y multidimensionales. Los movimientos surgidos en las últimas décadas en América Latina, en el mundo árabe o en Europa tienen más que ver con las contradicciones democráticas que con las clásicas. En algunos casos ligadas a los defectos democráticos de las democracias liberales, en otros simplemente con las demandas de derechos humanos.

Entre el 1989 y el 1991 se acabó un mundo bipolar y comenzó la globalización. Quizás era el momento para que las democracias hubieran repensado qué mundo querían construir y las izquierdas se hubieran tomado un tiempo para refundar sus señales de identidad. Pero no fue así. Los gobiernos se centraron en reconstruir los mercados, aparcando la construcción política de la Unión Europea reduciéndola a una especie de Unión Temporal de Empresas (UTE). La mayoría de la izquierda postcomunista, en lugar de hacer una reflexión profunda y poner en tela de juicio los pilares sobre los que habían asentado su alternativa al capitalismo, prefirió huir hacia adelante y refundar el leninismo ("enfermedad totalitaria del marxismo", parafraseando al propio Lenin)

Veinte años después de la caída del Muro de Berlín, en una nueva fase de la globalización con la presencia de China como nuevo competidor y de Rusia como matón, las contradicciones nos explotan en la cara de la Europa post-pandémica.

Las contradicciones existentes y el contexto sirven para explicar causas, pero no pueden servir para mantener una equidistancia "pacifista" o para blanquear los propósitos expansionistas de un autócrata, rodeado de oligarcas enriquecidos en la subasta de la URSS, cuya pretensión es volver al dibujo estratégico de la Conferencia de Yalta. Dejar hacer a Vladimir Putin, no significa construir una Orden Internacional más justa sino volver a los peores momentos de la primera mitad del siglo XX.

Por supuesto que existen múltiples causas de la guerra más allá del carácter imperialista y expansionista del gobierno de Putin. Todas ellas sirven para explicar la actual situación, pero ninguna puede servir para justificar una invasión de un estado soberano o un genocidio de una sociedad civil.

Iósif Stalin no era precisamente un humanista y se estima en varios centenares de miles las víctimas propias y extrañas de su reinado de terror. La política de Winston Churchill fue responsable de una hambruna en la India que se estima que provoco 1,5 millones de muertos. Ni Franklin D. Roosevelt ni ningún demócrata en el mundo dudó en la alianza mutua para derrotar al nazismo. A ningún historiador se le ocurre poner en el mismo nivel de responsabilidad de la guerra a los países aliados y a las potencias de eje. Mucho menos no señalar como máximo responsable de la II Guerra Mundial a Adolf Hitler y su gobierno.

Seguramente el nacionalismo ruso pueda tener la sensación de derrota tras la caída de la URSS, del mismo modo que en la Alemania de los años veinte existía la idea de humillación tras el Tratado de Versalles (1919) que infringía duras limitaciones a dicho país como perdedor de la I Guerra Mundial. Rusia, a diferencia de la Alemania de los años veinte, no fue derrotada por enemigos externos, ni se le impusieron condiciones que limitaban su capacidad de soberanía. Su modelo totalitario fue enmendado por sus propios ciudadanos, y el país aceptó incorporarse al modelo democrático y a la globalización liberal, al calor de la que muchos de los actuales oligarcas próximos al Kremlin amasaron grandes fortunas. Otra cosa diferente es que la falta de cultura democrática, el shock social del tránsito del estatalismo al capitalismo, la corrupción política y la descolonización de su antiguo espacio de control, de la que únicamente los dirigentes rusos son responsables; expliquen el caldo de cultivo de un nacionalismo gran ruso y la llegada al poder de Putin. Al igual que en su día hubo un caldo de cultivo para un nacionalismo alemán, este no puede servir para justificar sus ataques a los derechos civiles, en el interior, y los ataques a los derechos humanos de sus vecinos, en el exterior.

De seguro que hay una minoría rusa en Ucrania descontenta con los gobernantes de Kiev, del mismo modo que existía una minoría alemana en Los Sudetes descontenta con la política de Praga, pero alterar unilateralmente y por la fuerza la frontera es, además de una vulneración del derecho internacional, un atropello a los derechos de las poblaciones ocupadas.

Seguramente existan minorías ultranacionalistas ucranianas, pero en términos generales el modelo de convivencia en la actual Ucrania no está alterado, formando parte de los acuerdos constituyentes tras la caída de la URSS —incluido el referéndum de independencia—, cosa que no se puede decir de la Rusia post-soviética.

Defender los derechos nacionales de una supuesta Ucrania de mayoría rusa funciona desde la lógica xenófoba de la defensa de las "naciones étnicas" y no desde la lógica de sociedades multiculturales propias del mundo interrelacionado actual.

Ucrania es fruto de las contradicciones de la caída de la URSS, no es una democracia homologable en todo a las europeas, por eso su larga espera para la integración en la Unión Europea. Incluso hasta hace unos días había quien, no solo en Rusia, ponía en tela de juicio su existencia como nación independiente, pero en la resistencia política de los últimos años, y en la armada de los últimos días, se habría forjado su ideal democrático y se había ganado, ante la historia, su derecho a la existencia (jugando el mismo papel que la guerra de la independencia contra los franceses tuvo para España).

El actual presidente Volodimir Zelenski y su gobierno han mostrado una valentía inesperada para unos europeos acomodados que habían olvidado que las libertades se conquistan. Su partido ganó unas elecciones liderando un movimiento regeneracionista y democrático con similitudes con nuestro 15M. El parlamento ucraniano es de los pocos donde las fuerzas populistas de extrema derecha no consiguieron escaños.

Esta nueva guerra de independencia sitúa las grandes contradicciones del mundo global, que no es otro que la lucha entre la razón y la oscuridad, entre la democracia y el totalitarismo, y su desenlace va a ser clave para el futuro de Europa

Esta nueva guerra de independencia sitúa las grandes contradicciones del mundo global, que no es otro que la lucha entre la razón y la oscuridad, entre la democracia y el totalitarismo, y su desenlace va a ser clave para el futuro de Europa.

Y es, en ese sentido, cuando se hace necesario empezar a hacer una revisión crítica de los pasos no dados por la Unión Europea en los últimos años. La caída de la URSS y el desmembramiento de los regímenes de la Europa del Este coincidió con fuertes liderazgos en las tres locomotoras del proceso de construcción de la Unión. La política (Francia) con François Mitterrand, la financiera (Gran Bretaña) con Margaret Thacher, y la industrial (Alemania) con Helmut Kohl. A pesar de sus diferencias políticas, existía una clase política convencida de la idea de una Unión política. El consenso europeo se sustentaba en un acuerdo tácito por el que la izquierda asumía los ideales del liberalismo político y la derecha asumía los principios socialdemócratas del estado social.

El inicio de la globalización fue hegemonizado por EE.UU., con cada vez una mayor competencia de China y una Europa, a cada paso más menguante, que iba desentendiéndose de un papel protagonista necesario para amortiguar las contradicciones de un mundo cada vez más multipolar.

A los grandes líderes europeos de los 90 les fueron sustituyendo burócratas y tecnócratas en los primeros años del siglo XX y, posteriormente, algún populista "simpático" como Boris Johnson en la segunda década. Ha llegado el momento de afirmar, con claridad en el caso alemán, importante por su papel económico, que los liderazgos de Gerhard Schröder —comisionista de oligopolios rusos—  y de Ángela Merkel han sido nefastos para la cohesión política y social europea, nefastos para su propio país, y han alimentado un eje Berlín-Moscú que ha atado de pies y manos a la Unión en su dependencia geoestratégica.

En los últimos veinte años las poblaciones europeas han querido mantener un espacio democrático —cada vez más débil— a costa de desentenderse de los derechos humanos en el resto del planeta. La ciudadanía europea ha querido disfrutar de un espacio ecológico con estándares más altos, a costa de crear un "nacionalismo verde" del que disfrutar mientras otros países periféricos se encargaban del tratamiento de sus "residuos" o dejando en países como Rusia la producción de energías, externalizando el impacto al cambio climático. Las sociedades europeas han preferido importar materias primas, mientras se recortaban los sectores primarios, aunque ello supusiera un gran impacto ambiental y social provocado por los alimentos viajeros. Los pueblos de Europa han abrazado un "antimilitarismo" irresponsable, eludiendo construir un modelo de defensa europea y encargándole a EE.UU. nuestra "seguridad".

El resultado de toda esta fiesta está ahí. Una Europa envejecida demográficamente y cerrada a los flujos de entrada de población exterior necesarios; desindustrializada y dependiente energéticamente y en insumos claves de terceros países; sin soberanía energética y alimentaria; anestesiada políticamente y con un crecimiento preocupante de populismos y nacionalismos; y por primera vez en su historia con movimientos centrífugos como el Brexit.

En esta segunda fase de la globalización, debemos aceptar que el mundo tal como lo conocimos va a dejar de existir. Europa debe retomar la agenda política abandonada en los últimos años. Los dirigentes europeos deben asumir sus responsabilidades y entender que, si Europa quiere sobrevivir, como el espacio más importante de libertades y derechos de la historia, debe dejar de ser el “parque temático de la democracia” para pasar a ocuparse de la profundización de la misma, abordar su construcción nacional, construir un modelo económico sustentable; y asegurar la defensa de los derechos humanos más allá de sus fronteras. Volviendo su modelo a ser un referente atractivo para el mundo como lo fue durante toda la segunda mitad del siglo XX.

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Xoán Hermida es historiador y doctor en gestión pública. Analista político, director del Foro OBenComún

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