El enemigo público, de James Cagney a Yolanda Díaz
El bandido, el proscrito, el bandolero son figuras con un fuerte arraigo en la cultura popular. Bien sea por el espanto que provocan sus tropelías o por ese aura romántica de quien desafía la ley en una sociedad injusta, lo cierto es que estos personajes rebeldes han despertado tradicionalmente una fuerte atracción plasmada en coplas de ciego, baladas o novelas baratas. El historiador británico Eric J. Hobsbawm estudió el fenómeno, aunque mucho antes que él Hollywood ya se había percatado de su potencial para atraer al público. No es extraño que en 1911, Laurence Trimble eligiera como argumento de una película, hoy desaparecida, las andanzas de Billy El Niño, uno de los bandidos más cinematográficos de la historia. Como tampoco nos sorprende que Sam Peckinpah recuperase en plena contracultura su leyenda en Pat Garrett y Billy The Kid (1973) siguiendo la estela del éxito obtenido unos años antes por George Roy Hill con las aventuras de Butch Cassidy y Sundance Kid, interpretadas por Paul Newman y Robert Redford en Dos hombres y un destino (1969).
Este bandido legendario no tendrá problemas en abandonar el caballo, aunque no las pistolas, para adaptarse a la vida urbana y plasmar la dura realidad de la Gran Depresión de los años 30. El forajido se transforma así en un nuevo personaje para un nuevo género cinematográfico: el gánster. Y con él se popularizará un subgénero que se apropiaba de un concepto surgido de la revolución francesa y que el estalinismo aprovechó como acusación inapelable: el enemigo del pueblo. Eso sí, el cine americano le introducirá un ligero matiz que rebajará su carga revolucionaria y lo rebautizará como “enemigo público”. El realizador William A. Wellman fue el primero en utilizarlo en El enemigo público (1931), filme que catapultaría a la fama al gánster por antonomasia del cine negro, James Cagney.
Unos años más tarde, W. S. Van Dyke y George Cukor repetirían éxito con Manhattan Melodrama (1934), película que en España se estrenaba como El enemigo público número uno. La repercusión del filme fue tal que el mismísimo John Dillinger no quiso perderse la proyección programada el 22 de julio de 1934 en el cine Biograph de Illinois. Dillinger era un auténtico “enemigo público” que había visto acrecentada su fama atracando bancos –en un momento en que miles de americanos pobres veían sus vidas arruinadas por los banqueros– y protagonizando espectaculares fugas de la cárcel. Al acabar aquella sesión, el popular gánster caería acribillado por la espalda a balazos por la policía a las puertas del cine. Esa trágica muerte acrecentó su leyenda y, como una siniestra paradoja, le abrió un hueco también en el cine: en 1945 se estrenaba la primera de las películas sobre su vida; en 2009 Johnny Depp lo encarnó por última vez en un filme de Michel Mann con título inevitable: Enemigos públicos.
En España, la tradición del bandolero viene de lejos y los viajeros románticos que visitaban el país se empaparon bien de ella. Diego Corrientes, Luis Candela, José María El Tempranillo, Juan Palomo, los Siete Niños de Écija. La lista es interminable y se prolongó hasta entrado el siglo XX cuando la Guardia Civil dio muerte en 1934 a Juan Mingolla Gallardo, alias Pasos Largos, considerado el último bandolero de la Serranía de Ronda. La figura estaba tan asentada en el imaginario nacional, reforzada por coplas y tonadilleras, que el franquismo no dudó en aprovecharla tildando de “bandoleros” a las partidas guerrilleras que mantuvieron desde el monte la lucha contra la dictadura.
Por el contrario la figura del enemigo público, siguiendo el canon hollywoodiense, es menos frecuente. Quizá ello se deba a que la primacía del mundo rural en España hasta décadas recientes dificultó la aparición de referentes urbanos de villanos. O quizá se explique porque la inclinación franquista a considerar un potencial enemigo público a cualquiera hacía complicado que surgiera ese personaje concreto al que señalar. Pese a ello hubo una gran excepción aunque, eso sí, muy alejada tanto de la estética clásica del abrigo ajustado, el sombrero borsalino y el terno cruzado estilo Príncipe de Gales, como de la simpatía seductora y sexy de Dillinger.
El 5 de mayo de 1965 tres quinquis ejecutan un robo en la joyería del número 252 de la calle Bravo Murillo, en Madrid. El atraco es aparentemente sencillo. Llegan al establecimiento en una destartalada motocicleta. Una vez allí solo tienen que romper el escaparate de una pedrada y llevarse todos los relojes y joyas que puedan. Pero el golpe se complica. El estruendo de la pedrada alerta a un vigilante. En la precipitada huida se escucha un disparo y el guardia jurado cae muerto. Días más tarde la policía localiza a dos de los atracadores en un bar, los ladrones consiguen darse a la fuga pero en la persecución los agentes realizan varios disparos, uno de los cuales acaba con la vida de una niña de seis años. Poco después dos de los quinquis serán detenidos, aunque el tercero permanece en paradero desconocido. Un consejo de guerra les condenará a la pena de muerte, conmutada posteriormente por la de cadena perpetua.
Pero un año más tarde la historia dará un giro inesperado. Durante su traslado a Madrid desde un penal de Santander, uno de los condenados logra escapar saltando de un tren en marcha. Se trata de Eleuterio Sánchez, alias el El Lute. Durante trece días conseguirá burlar a sus perseguidores mientras su fama crece en los periódicos. No será la última vez que atraiga toda la atención mediática. La Nochevieja de 1970 volverá a fugarse de la cárcel del Puerto de Santa María. El Lute se convierte en leyenda y el franquismo, ávido de desviar la atención de las crecientes protestas obreras y estudiantiles, acrecentará su fama declarándolo el enemigo público número uno hasta su detención definitiva en junio de 1973. Entonces, influenciado por los consejos del comunista Simón Sánchez Montero, con quien coincidiría en prisión, optó por replantearse su vida, estudiar la carrera de Derecho en la cárcel y convertirse en un ejemplo de reinserción social. Vicente Aranda llevó a la pantalla sus aventuras en dos películas protagonizadas por Imanol Arias, El Lute, camina o revienta (1988) y El Lute II: mañana seré libre (1987) que culminaron una fama en la cultura popular que ya había llevado al grupo de música disco Boney M a dedicarle una canción en 1979.
Existe un ámbito donde el recurso a lanzar la voz de alarma frente al enemigo público sigue gozando de buena salud. Me refiero, claro, al discurso de la derecha política española cada vez que está en la oposición
Esta relevancia del enemigo público tuvo durante la Transición su protagonismo en el subgénero del Cine Quinqui. En aquellos tiempos de cambio político y crisis económica la figura de ese personaje marginal y violento era un valor para obtener audiencias y encarnar miedos sociales que los periódicos se encargaban de mantener vivos en la sección de sucesos. En cierto modo, Aranda culminó una saga que arrancaría con Perros callejeros (1977) de José Antonio de la Loma, que cultivaría el realizador Eloy de la Iglesia con títulos como Navajeros (1980), Colegas (1982) o El Pico (1983), sin olvidar Deprisa, deprisa (1981) de Carlos Saura o la nueva incursión en el género que hará De la Loma junto a su hijo con Yo, El Vaquilla (1985). Pandilleros suburbiales de tres al cuarto, con olor a tabaco negro, heroína y banda sonora de Los Chunguitos. Marginación desesperada muy alejada del glamour hampón del Cotton Club.
Desde entonces la cultura popular española se ha mostrado muy descreída ante los enemigos públicos, posiblemente porque los candidatos aparecidos en los últimos tiempos no encajan ni con el imaginario castizo ni con el hollywoodiense. Es difícil imaginar a Luis Roldán, Francisco Correa, Rodrigo Rato, a Villarejo o al rey emérito convertidos en leyendas del cine negro. Pero pese a ello existe un ámbito donde el recurso a lanzar la voz de alarma frente al enemigo público sigue gozando de buena salud. Me refiero, claro, al discurso de la derecha política española cada vez que está en la oposición. De hecho, confiados en los buenos resultados de taquilla que tradicionalmente ha tenido este argumento, han acabado por convertirlo en su único guion contra la izquierda. Es así como la derecha ha hecho de España el país con mayor número de enemigos públicos per cápita del mundo: José Luis Rodriguez Zapatero, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Irene Montero; todos acaban anatemizados como enemigos públicos. Y los medios afines, es decir, casi todos, se encargarán de refrendarlo en sus titulares y tertulias.
La última en sumarse a esta larga relación es la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. Hace unos días, el carpetovetónico líder de la ultraderecha, Santiago Abascal, no dudaba en advertirnos de lo peligrosa que era, a su juicio, esta mujer cuyo historial delictivo incluye crímenes tan deleznables como haber subido el Salario Mínimo Interprofesional, consolidar derechos de los trabajadores con su reforma laboral, reducir la precariedad en el empleo, evitar miles de despidos con los ERTE o bajar el paro. Si en el caso de Abascal no sorprende este empeño, en línea con la tradición franquista antes señalada de transformar a los guerrilleros en bandoleros o de desviar con El Lute la atención de las luchas contra el régimen, más llamativo resulta que el mediático portavoz y tuitero oficial de ERC, Gabriel Rufián, asuma sin complejos el mismo argumentario. Rufián incluso va más allá y no vacila en afirmar que, para él, la candidata de Sumar es incluso mucho más peligrosa que el ultraderechista Abascal. Y junto a él algunos representantes de la autoproclamada izquierda inmaculada se apresuran a bendecir sus palabras y unir sus índices en las redes sociales para señalar a Yolanda Díaz como el enemigo público número uno a batir.
Ante esto no vendría mal recordar las enseñanzas de Henrik Ibsen. El dramaturgo noruego ya nos advertía a finales del siglo XIX, en Un enemigo del pueblo, que hay más motivos para desconfiar del dedo acusador que de las intenciones reales del acusado. Visto lo visto en esta campaña electoral del 23J, leer o releer esta obra puede ser más necesario para la salud democrática de este país que el cara a cara en Atresmedia.
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José Manuel Rambla es periodista.