Plaza Pública

Ya está Enrique Morente en Barcelona

Enrique Morente junto al mítico guitarrista Sabicas.

Lluís Cabrera

No quiero asumir ni aceptar que las horas que pasé el 15 de diciembre de 2010 en Granada fueran las últimas en compañía de mi maestro Enrique Morente.

Quedamos alrededor del mediodía, como otras veces, en la puerta principal del Teatro Isabel la Católica. Al aparecer Enrique llevado a hombros por unos costaleros de fuste, no pude contenerme y me lancé hacia él para acompañarlo hasta el interior del teatro.

Una vez instalado el féretro en el centro del escenario, desde abajo, Aurora Carbonell, su esposa, con voz entera grita: "¡Ya está Enrique Morente en Granada!". Alguien lanza con voz de tenor: "¡Viva Enrique Morente!".

En mi interior, temblando y roto, asentí con la cabeza para dar a entender que eso es lo que yo quería, que Enrique siguiera viviendo en Granada, o donde fuera, pero que siguiera viviendo.

Me senté en la tercera fila para estar cerca de él y los suyos contemplando la boca del escenario. Una caja de robusta madera, sobria, sin adornos ni complemento alguno. En las cuatro esquinas cuatro velones apoyados en otros cuatro candelabros, daban luz al ataúd, y al fondo, una foto de Enrique en el Patio de los Leones de su querida Alhambra. En los laterales unas sillas regias servían para que los suyos pudieran mantenerse echados. A la izquierda en la parte “de alante” otro retrato de perfil del maestro. La falda del escenario desprendía el perfume de las flores, tantas y tantas flores arremolinadas que se dieron cita procedentes de no sé cuántos sitios.

Cuando el teatro abre sus puertas, el rimiero de personas que con un silencio sepulcral pasaron a decirle adiós a Enrique era inmenso. En punto, a las cuatro y media de la tarde se celebra una liturgia de carácter cívico y civil. Escenario y teatro abarrotados, igual que los alrededores del edificio. Después de la lectura de un texto y el recitado de unos versos, se levanta de su silla Estrella Morente Carbonell, sin que nadie comprendiera de dónde le vino la voluntad, para cantarle a capela a su padre con voz quebrada. En ese instante el teatro tembló. Los que se apretujaban en el escenario acompañaron a Estrella con quejíos, llantos, alaridos y ayes. El público puesto en pie, irrumpió con un atronador aplauso para que quede grabado, en los tiempos de los tiempos, en la memoria de Enrique. Un adiós unánime salido del alma en un acto colectivo de intensos escalofríos, una alegoría a nuestros ancestros y un canto a los principios de los siglos.

Conocí a Enrique Morente Cotelo principiando 1970. Por aquel entonces trabajaba en Barcelona, ciudad a la que me trajeron seis años antes, en una empresa familiar del textil que, coincidencias de la vida, gustaba de la escucha mañanera de Radio Juventud. Así, el programa Romero y su tocadiscos fue el culpable incitador para que un adolescente quedara prendado de la voz de un joven cantaor.

De esta casualidad nacería en el barrio de Verdún la Peña Cultural Flamenca Enrique Morente, en una época en la que primaba el color gris plomizo. Juntamos todos los papeles para poder legalizar la agrupación y al ser alertados en el Gobierno civil de que sin la autorización del cantaor no podíamos utilizar su nombre, fue cuando la energía me dio prisa y no paré hasta conseguir la dirección de Enrique. Ni corto ni perezoso, un día de invierno de 1969 me presento en la emisora con la intención de solicitar a Ricardo Romero las señas de Morente. Unos nueve años antes, el cantaor había dejado su Granada natal por Madrid, ciudad donde tablaos y cafés concentraban buena parte del trabajo de los artistas flamencos. El atrevimiento dio frutos y el locutor, a través de la compañía discográfica, accedió a dar respuesta a mis deseos. Recuerdo una advertencia de Ricardo Romero al despedirnos. "Luis, debéis saber que Enrique Morente tiene estudios universitarios, por tanto, mantened cautela y tened cuidado". Al poco tiempo comprendí el calado de la frase.

Enrique Morente junto al autor de este texto, el periodista Mingus B. Formentor y Manolo Sanlúcar.

Unos meses después, cuando viajé a Madrid y me encontré con Enrique en la cafetería Zara de la Gran Vía, me pidió papel y bolígrafo para así, de puño y letra, dar su consentimiento para que la peña llevase su nombre. Entonces pude cerciorarme de que su escritura era propia de un joven curtido en los avatares de la universidad, la que por las circunstancias del momento obligaba a buscarse la vida. Ricardo Romero y la mayor parte del mundo flamenco de aquellos años pensaban que Enrique Morente disponía de bagaje universitario por ser un joven inquieto y curioso, que dudaba y hacía preguntas.

En sus entrevistas, algunas podemos ver y oír en la colección Rito y Geografía del Cante, ya dejaba entrever que él no se iba a conformar con ser un calco exacto de los más veteranos ni de los maestros de los que aprendió. Sus opiniones eran ilustradas porque se basaban en el estudio de su intuición, y cultas porque explicitaban respeto a los caminos recorridos, al mismo tiempo que dejaban ver su querencia a mostrar personalidad propia y a no permitir que el peso de los cánones impuestos por la ortodoxia se convirtiera en su propia prisión.

También la advertencia de Ricardo Romero mostraba otra arista que no me costó descifrar. La década de los setenta disponía de tres palancas en las que nos apoyábamos los que creíamos que con nuestro empuje íbamos a acabar con la dictadura de Franco y sus compinches: fábricas, barrios obreros y universidades. Ricardo me dio a entender que él sabía por qué habíamos escogido a Enrique Morente para titular a nuestra peña: no éramos ajenos a las tres palancas sino todo lo contrario. El artista granadino compartía el ideario, por eso estuvo de acuerdo en la iniciativa, por eso se alegró de que la agrupación portara su nombre.

Una agrupación llamada peña en un barrio obrero de la zona norte barcelonesa que gozó de buena salud durante ocho años, 1970-1978. Densas veladas flamencas sabatinas donde disfrutábamos escuchando cante grande, tanto como nos alejábamos del tipismo y el tópico que tanto dañó y sigue dañando al quehacer del alma andaluza. Ocho años de trasiegos intermitentes junto a Enrique Morente por barriadas de L'Hospitalet, Cornellá, Badalona, Santa Coloma... organizando conciertos con la complicidad de personas ligadas a asociaciones de vecinos, centros sociales y entramados de carácter cultural.

No fue moco de pavo la experiencia y aprendizaje que me ofreció mi maestro, un chamán, al que en ese tramo de tiempo lo acompañaron, guitarra en ristre, Manolo Sanlúcar, Manuel Cano, Manzanita y el Payo Humberto. Además de las tradicionales veladas de los sábados, los recitales por las periferias, la conexión con Salvador Távora del grupo de teatro La Cuadra de Sevilla, en aquella entidad flamenca, bajo el paraguas legal que nos ofrecía, impulsamos una escuela social con profesores de enjundia: Pasqual Maragall, Josep Maria Balcells, Angels Pascual, Joan M. Bas, Manel Rius...

Por entonces muchos proyectos, anhelos o acciones fueron posibles gracias al apoyo de los sacerdotes proletarizados de la iglesia católica. Lo mismo ocurrió con el devenir de la Peña Morente de Verdún. El párroco Manel Folch Ribas accedió a que construyésemos un local en los sótanos de la Parroquia de San Sebastián en la calle Viladrosa 100, la que los vecinos denominaban La Milagrosa. También estuvo de acuerdo el bueno de Manel Folch, a una sugerencia de los morentianos: representar en el interior del templo las dos primeras obras de La Cuadra, Quejío y los Palos.

"Estamos vivos de milagro", una de las frases ocurrentes de mi maestro, según él aprendida a través de la transmisión oral de la tradición popular, se me clavó como alcayata en mi cabeza al llegar la mañana del 1O de diciembre a la Clínica La Luz de Madrid. Unas palabras de esperanza y deseo al mismo tiempo: que quien pueda haga un milagro pa que el hombre más honesto y más cabal, pa que mi maestro al que tanto he querío, quiero y querré, siga vivo.

El vacío y el vértigo, la angustia y la ansiedad de la soledad no buscada, el laberinto y la duda que produce el oscuro deambular de la vida, los momentos críticos que en un tris pueden decidir que se acabó, a mi lado tuve el calor y la cercanía de un ser muy grande, Enrique Morente, mi hermano mayor, el que más me enseñó y del que más aprendí, el que permaneció conmigo todo el verano de 1989. Durante la canícula de ese año compartimos varios proyectos: Seminario Internacional de Flamenco Carmen Amaya, Begur (Girona) en el Mas Pinc, la casa donde murió en 1963 la artista gitana, catalana universal; conciertos de Don Agustín Castellón Sabicas y Enrique Morente en el BarceWomad y en el FIMPT de Vilanova i la Geltrú, y la grabación del doble LP Nueva York-Granada de Sabicas & Morente, obra póstuma del catedrático de la guitarra flamenca que en abril de 1990 falleció en Nueva York, ciudad donde residió alrededor de 50 años. Tres acontecimientos que fueron posibles gracias al apoyo de la Olimpiada Cultural, la gran olvidada de los Juegos de 1992. En Begur se juntaron una banda artística de mucho cuidado: Sabicas, Diego Castellón, Matilde Coral, Manolo Sanlúcar, Enrique Morente, Montoyita, el Negri, Antonio Carbonell, Juan Triviño, Chacarela, "el Parranda", Matilde Coral, Aurora Carbonell, Mayte Martín, Chicuelo, Juan Ramón Caro, Julián "el Califa", Cecyl Taylor, los Sabri Brothers, un cuarteto de música popular china... y una niña que apuntaba al baile, Estrella Morente.

La grabación y mezclas del trabajo en Madrid duraron un mes, el de agosto entero en el estudio de Carlos Martos. La simbiosis Sabicas & Enrique revolucionó el ambiente flamenco y fueron muchos los que visitaron el lugar donde se estaba construyendo la obra. Pero los momentos más emotivos, los que por su impronta perduran, fueron los que vivimos en la intimidad que ofrece estar alrededor de una mesa, comiendo, bebiendo, charlando, riendo, tocando y cantando. Un grupo peculiar en la casa de los padres, José Montoyita y Rosario Muñoz, Enrique, su esposa Aurora y sus hermanos, Pepe, Antonio y Vicky, Sabicas, su hermano Diego, las pequeñas Estrella y Soleá y el que escribe y María Isabel, su compañera de fatigas, las mismas que yo estaba pasando por aquella época.

Muy pocos, entre ellos Enrique Morente, sabían el alcance y el desgaste que desde un año antes sufrían mis arterias coronarias. Durante el verano de 1989, yo todavía andaba convaleciente de "lo mío", un arrechucho grande que tuve en Berlín acompañando en sus actuaciones a una banda formada por jóvenes jazzistas barceloneses. Un año de repuntes, males de cabeza, recuperaciones a medias, recaídas y vuelta a empezar. Los meses de julio y agosto de 1989, faenando junto a Enrique pude comprobar en primera persona cómo se preocupaba de mí, las atenciones psicológicas que me ofreció, sus lecciones serenas al tratar de mi trance y el alto valor que para él tenía la amistad.

Cuando tu salud estalla y tu estado emocional se quebranta, los desequilibrios se agudizan y necesitas a alguien cercano que te escuche y atienda. Es cierto que hasta aquel verano la tarea recayó en mi esposa. Transcurrido un año parecía que mi organismo volvía a coger ritmo y que las aguas habían vuelto a su cauce. No fue así y algunas cuestiones muy mías no se las debía comentar ni a mi compañera. Por eso hoy debo honrar la memoria de mi maestro y al mismo tiempo reivindicar su honestidad y calidad humanas. ¡Qué afortunado fui, Enrique!

Me recogías, no dejaste que la desmesura se apoderara nuevamente de mí, me enseñaste contención, me acompañabas y tu sentido me ayudó a tirar palante. He pensado largo y tendido respecto a la cornada que arremetió contra mi salud. Estoy seguro, hermano Enrique, que mi mejoría se produjo, en parte, por tu proximidad. No sé si eras consciente pero tu magnetismo y energía sanaban. En mi caso, en el verano de 1989, así fue, así lo viví y así lo sentí. Un chamán, Enrique, eso eras, el patriarca al que la comunidad acude "pa" lo bueno y "pa" lo malo.

Me viene a la cabeza la primavera de 1989, cuando aceptas venir al Seminario Internacional de Jazz que se celebró en Castelldefels (Barcelona). Allí coincides con Max Roach y su gente: M'Boom Repercusión + Quartet de Cuerda + Quartet de Jazz. Una semana de enamoramiento musical y artístico, de convivencia en un hotel pegado a la playa y las fuerzas desbocadas que cada noche desplegaban velas en unas jam sessions que te impactaron muy mucho. Durante aquella estancia decidimos que harías algo con Max Roach. Fue posible en setiembre de 1992, escondidos en un caserío rural a las afueras de Cazalla de la Sierra (Sevilla). Diez días de ensayos con Max Roach, sus músicos y tú Enrique con los tuyos: los Habichuela, Pepe y Juan, Raimundo Amador, el coro de mujeres flamencas... Allí se acrisolaron las músicas y los cantos que se escucharon en el Teatro la Maestranza de Sevilla bajos los auspicios de la Bienal, la de José Luis Ortiz Nuevo, la que coincidió con la Exposición Universal de 1992. Anécdotas variadas y variopintas, dormir poco, comer algo y trabajar de lo lindo. Una de las durezas del proyecto fue que había que compaginar lenguas a troche y moche. De tanto traducir a Lola Huete y a Mingus B. Formentor les entró dolor de muelas... ¡Qué nervios, cuánto riesgo, qué atrevimiento! La Maestranza se vino abajo y en la memoria de las dos mil personas concentradas quedará incrustado otro de tus dichos: "La sensatez para el arte no es una buena compañía".

Enrique, en diciembre de 1989 estrenaste tu particular versión de la Misa Flamenca en Fuenlabrada (Madrid). Tú, el gran hacedor y voz solista; un numeroso coro de voces masculinas; tres guitarras, Montoyita, el Paquete y Agustín Carbonell; Javier Colina y José Antonio Galicia, la rítmica jazzera; Chacarela con su particular manera de entender el baile, y otros...

En 1997 te pedí que trajeras a Barcelona tu Misa Flamenca. Era posible hacerlo, se podía estrenar en el pórtico de la catedral durante las fiestas de la Mercè. Accediste con la condición de darle otro aire, así nació el Oratorio Flamenco que se ensayó en el Raval barcelonés en los cuartos del Taller de Músics y en el Jazz Sí Club. Menudo jaleo, de nuevo metidos en un sin vivir y girando tuercas. Dos coros, uno flamenco formado por José Miguel Vizcaya Sánchez Chiqui de la Línea, Ginesa Ortega, Estrella Morente, Miguel de la Tolea, Blas Córdoba y Miguel Poveda; el otro con la participación de cinco integrantes del coro Lieder Camera, Ignasi Piñol, Pau Bordas, Antoni Trigueros, Tomas Maxé y Lluís Blanco. Percutiendo batibombas, el Negri, Antonio Carbonell, Jordi Rallo y Guillermo McGuill; a las cuerdas, el Paquete, Carlos Caro y Cucurel·la; al piano, Chano Domínguez, al baile La Tolea y su sobrino Miguel. Y tú Enrique en el centro, cantando y dirigiendo.

Como no tuvimos suficiente ración en 1997, al año siguiente nos inventamos otro berenjenal. Me hiciste saber que habías oído la fineza de un coro búlgaro de voces femeninas. Enrique... siempre el canto, los cantos, el metal, el sonido de la voz, el trenzado de cuerdas vocales, el eco de las campanas y de las madres asomadas al balcón voceando a sus hijos. Una de tus obsesiones, no la única. La marcha nos condujo a Sofía sin ti, un resfriado inoportuno cambia los planes y no puedes viajar. Te sustituye en el envite José Miguel Vizcaya. Siete días trabajando con The Bulgarian Voices "Angelite" bajo la batuta de Valentin Velkow. El precipicio lo salvó Chiqui, que al volver de Sofía te entregó la grabación de los ensayos; su voz jonda y la de ellas en el juego polifónico. Con el material sonoro pudiste pillar la inspiración para, con la ayuda de Joan Albert Amargós, dar forma al concierto que lideraste, de nuevo durante las fiestas de la Mercè, otra vez en el pórtico de la catedral de Barcelona y habiendo vivido otra semana de intensa relación con la gente del Taller de Músics mezclada con quien faenaba contigo: el Paquete, Montoyita, el Negri, Bandolero, Mariano Martos y dos coros unidos, el "Angelite" y el flamenco de Estrella Morente, Miguel Poveda, José Miguel Vizcaya, Juan el de la Vara, Blas Córdoba y Manuel Calderón. Y tú, Enrique, en el centro, cantando y dando a conocer un proyecto conmovedor que posteriormente pudieron acoger en otros lugares.

"Están cayendo chuzos de punta", de nuevo salta en mi recuerdo otra de tus ocurrencias. Chuzos de punta que la tomaron contigo en 2010. ¿Desde cuándo, Enrique, y por qué tanto silencio? Quizá fue tu extremado pudor el que te transportó hacia tus adentros, ese interior en el que alguna vez indagué y mostraba algún gajo de tristeza. Al entregarte generoso a los demás con tanta clase, respeto y educación, tu rostro no desprendía preocupación. También es posible que la torpeza no me permitiera observar tu mirada, siendo los ojos, como dicen, el espejo del alma. Esta incertidumbre me atormentó aquel 23 de noviembre durante tu recital en El Molino y en el tapeo posterior, en una cervecería del Paralelo barcelonés, junto a Pedro Barragán, Mingus B. Formentor y Javier Pérez Andújar.

¡Qué grande eres, Enrique! Ante el requerimiento de Mayte Martín aceptas de buen grado bendecir el ciclo flamenco del Molino recuperado. ¿Te acuerdas de las aspas del tuyo en Santa Fe (Granada) en la única representación del Loco romántico, la versión teatralizada del Quijote de Morente? El martes 23 de noviembre ofreces tu último recital al servicio, como en tantas ocasiones, de una causa noble; los susurros de tu ronca voz favoreciendo que el Paralelo de Barcelona coja nervio cultural, el que perdió y el que esperamos recuperar. Pero también, si me permites la licencia, cantando en un cabaret, apoyando al music hall y a la vida de la noche, porque como muy bien decías, por la noche las cosas se ven y se viven de otra manera. ¡Qué grande eres, Enrique!

La postrera vez que hablamos fue el 28 de noviembre, alrededor de las ocho y media de la tarde. Una llamada, ese día te adelantaste tú, y la necesidad compartida de echar un rato. Escuchar por el hilo tu manera de hablar junto a las barbaridades de mis desvaríos, hacía troncharse de risa hasta al aparato del teléfono. Por el fino humor de tus chascarrillos o por los desmelenes de mis travesuras, los dos riendo a carrillo partido, tosiendo y hasta faltándonos la respiración. Dos chiquillos, que dirían los cuerdos.

Trataba de explicar que el 28 N mi maestro Enrique me llamó por teléfono para parlotear con la excusa de las elecciones catalanas. ¿Está Lluís Cabrera? Esa pronunciación en catalán de mi nombre muestra el gran respeto que siempre te merecieron las decisiones que toman los individuos. Me preguntabas desde Madrid por la complejidad del resultado electoral. A esa hora más bien los sondeos a pie de urna, que es como lo verbalizan los entendidos. Una cosa, Luis, en la pantalla salen muchas hormigas, ¿tantos partidos hay en Catalunya? Sí, Enrique, es probable que nos representen siete u ocho colores. Bueno, mientras más mejor, más divertido y más donde escoger, respuesta del maestro.

Las elecciones fueron el pretexto. En realidad Enrique quería hablar conmigo porque no estaba contento de su actuación en el Molino. Quiso dar el do de pecho pero no pudo, estaba hecho cachos. El mismo día 23 de noviembre por la mañana, análisis clínicos, viaje en AVE a Barcelona, pruebas de sonido y a torear. Luis, estuve a punto de llamar a Mayte pa decirle que no estaba en condiciones de cantar, pero había adquirido el compromiso y si das tu palabra has de cumplirla, más aún tratándose de una compañera. Las pruebas me las tienen que volver a repetir, duelen, sufro... esto no me gusta un pelo. Enrique me confesó que acababa de hablar por teléfono con José Manuel Gamboa y asegurándome que después de conversar conmigo, no quería comunicarse con nadie más, excepto con su familia.

Enrique Morente entra en la Clínica madrileña La Luz el 3 de diciembre, pocos días después de nuestra última conversación, para jamás volver a ver la luz. Mi maestro adoraba la noche, lo que no se debió imaginar ni tampoco recibir aviso de esa intuición que poseía a raudales, es que no es lo mismo la noche que la oscuridad.

Quiero que sepas, Enrique, que no me voy a resignar. Cada vez que esté con los míos en Arbuniel (Jaén) te esperaré a ti, a Aurora y a tu familia. Necesito la sorpresa de vuestra visita, sin avisar, sin protocolo, sin boato, sin dobleces, na más como sois, sencillos y cercanos. Lo habitual entre nosotros, tal y como siempre sucedió.

¿Cómo voy a hacerme a la idea de que ya no estarás para hablar de nuestras cosas, tomar un trago con tapa, subir al nacimiento de Arbuniel y allí recibir la energía de aquel cielo estrellado que sin la luz del día se refleja con tanta intensidad en el manantial y en el cerro?

¿Te acuerdas de aquella noche, los dos en compañía de Aurora y María Isabel, callejeando por la parte vieja de la aldea, al atardecer de aquel verano, platicando y siguiendo la ruta de los bares hasta que cerramos el último a las tantas, y ellas incitando a la recogida ya que tú querías seguir buscando un sitio pa la última? Al quedarnos solos te insistí en que no quedaba nada abierto en Arbuniel y que había que retirarse a descansar, y tú taciturno alegando refunfuñón que la posibilidad de encontrar espacio pa la última copa siempre había que dejarla abierta.

¡Qué grande eres, Enrique! En un rincón cazaste la luz de una bombilla encendida. Allí vamos, Luis, ya verás cómo nos podrán servir algo. Efectivamente, al costado de uno de los bares un paisano regentaba una especie de garito, un bujío que ni yo tenía noticia de su existencia. En aquel recodo estuvimos hasta que el cansancio nos tumbó. Cuando te tumban sí es verdad que te sirven la última. El 13 de diciembre, coincidiendo con el día de la patrona que nos conserva la vista, a mi hermano Enrique le sirvieron la última en la Luz de Madrid.

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* Un extracto de este escrito fue publicado el domingo 19 de diciembre de 2010 en el diario La Vanguardia bajo el título “Ya está Enrique Morente en Granada” 

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Lluís Cabrera es autor de numerosas obras sobre flamenco y jazz, impulsor en los años 70 de la Peña Flamenca Enrique Morente de Barcelona y fundador de Taller de Músics.

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