Entre la hoz y el martillo y el águila imperial

Juan Manuel Aragüés

La guerra de Ucrania se asienta, del lado ruso, en una iconografía que no puede menos que causar estupor. Estos días, tras la retirada de las tropas rusas de algunas zonas de Ucrania, podíamos ver hoces y martillos dibujados en los muros, al tiempo que en las vecinas zonas en las que se votan los referendos de anexión a Rusia, estatuas de Lenin presidían los colegios electorales. A ello se suman banderas rojas ondeando sobre los tanques rusos en la primera oleada de la invasión. Una iconografía que convive, al parecer sin problema, con las imágenes del presidente ruso, Vladímir Putin, con la bandera oficial del país, en la que se encuentra el águila imperial de los Romanov, y con símbolos religiosos de la iglesia ortodoxa. Comunismo y zarismo, imperio e internacionalismo, religión y ateísmo, todo se mezcla en un imaginario que, a nuestros ojos, resulta tremendamente difícil de conciliar.

¿Cómo es posible amalgamar símbolos tan dispares en el imaginario de un país? ¿Cómo es posible que el zarismo y la religión convivan, en lo iconográfico, con los símbolos de la Revolución que pretendió acabar con ellos? Quizá esa extraña simbiosis permita entender una parte del perfil de una sociedad, la rusa, atravesada por una historia de despotismos, el zarista, el estalinista, que han arrasado con cualquier cultura democrática y que han alimentado, eso sí, un potentísimo nacionalismo. Aunque desde fuera pueda parecer contradictorio, la simbología amalgamada encaja bastante bien en una sociedad construida desde el autoritarismo, el espíritu religioso y el nacionalismo.

Ciertamente, pudiera objetarse que los símbolos del comunismo encajan mal en una narrativa de ese tenor. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el comunismo en Rusia fue rápidamente vampirizado por el estalinismo y que este, manteniendo los símbolos de la Revolución y su parafernalia, construyó una sociedad despótica y profundamente nacionalista en la que el internacionalismo fue sustituido por un imperialismo de nuevo cuño. Putin no es sino la extensión de ese despotismo estaliniano, del que formó parte, aderezado con formas neoliberales en lo económico y con la reivindicación del pasado imperial y de la religión en lo ideológico.

La actual guerra es la expresión del choque entre dos imperialismos, el ruso y el norteamericano, que nos han hecho regresar, de manera enormemente irresponsable, a los tiempos de una guerra fría que cada vez se va calentando más

Querer ver a Putin, como hace una parte de la izquierda, como rescoldo de lo que representó la Revolución de Octubre es puro delirio. En primer lugar, porque esa Revolución ya fue convenientemente amortizada por Stalin, verdadero enterrador de los ideales de la misma y ejecutor de buena parte de sus protagonistas. Algo a lo que resulta dramático que se siga cerrando los ojos desde posiciones de izquierda. En segundo lugar, porque Putin, lo podemos ver diariamente, se cobija en los símbolos que le unen al pasado zarista y religioso, aunque consienta a los que le vinculan a la época soviética como nostalgia hacia un tiempo de grandeza. Pero Putin, en realidad, es la expresión de una especie de zarismo neoliberal. Quizá por ello Macron le mire, en realidad, con una enorme envidia.

La descalificación del putinismo nada tiene que ver con una posible alabanza de quienes, desde Occidente, luchan contra él. Algunas de las críticas aquí realizadas bien valdrían para nuestras falsas democracias mediáticas, en especial la española, todavía anclada en sus estructuras y aparatos de Estado, como Rusia, en el antiguo régimen. Qué decir de una OTAN que ha sido siempre, y lo seguirá siendo, el brazo armado del capitalismo y de los intereses de Estados Unidos. La actual guerra es la expresión del choque entre dos imperialismos, el ruso y el norteamericano, que nos han hecho regresar, de manera enormemente irresponsable, a los tiempos de una guerra fría que cada vez se va calentando más. Se hace muy difícil en estas circunstancias declarar la bondad de un bando frente a la maldad del otro. Y como es habitual en estos casos, la única salida es superar la alternativa que se nos ofrece y buscar otro marco para abordar el conflicto. Quizá si ponemos el acento en el sufrimiento de los pueblos, en primer lugar, y sin ninguna duda, del ucraniano, y ahora, con la movilización, del ruso, podamos atisbar hacia dónde dirigir nuestro discurso. Y contribuir a recomponer esa alianza que, secularmente, habían mantenido rusos y ucranianos y que sus actuales dirigentes se empeñan en dinamitar.

En todo caso, sería buena cosa para la izquierda que quienes miran con simpatía a Putin observen con detenimiento los símbolos de su poder y comprendan, de una vez, que este nuevo zar, profundamente homófobo, patriarcal, antiecologista y neoliberal, surgido de las entrañas de quienes enterraron la Revolución de Octubre, nada tiene que ver con la izquierda.

 

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Juan Manuel Aragüés es profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza.

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