Plaza Pública
El mejor regalo de Reyes de mi vida
Llamándome Jesús María se entiende que para mí las fiestas religiosas cristianas tengan una significación que no tendría si me llamara Floreal o Prometeo. Lógicamente soy más de las Navidades que de la Semana Santa, que ”vaya semanita” la de aquellos días de Herodes y Caifás, cuando el Imperio Romano, antes de Calígula, and long time ago before Trump... Cuando se es niño, también en la dolorosa y sangrada España de la dictadura nacional-católica, donde estén las fiestas navideñas, y especialmente el día de los Reyes Magos, que se quite la semana del Cristo crucificado, que comienza con la entrada en Jerusalén al son de cánticos y con palmas el domingo, y al día siguiente, ”Lunes de Autoridad”, Jesús manifiesta ante el pueblo y la naturaleza su poderío y expulsa a los mercaderes del templo De Dios ("Mi casa, casa de oración será llamada"). El martes la tuvo con los líderes religiosos de su tiempo y después con los fariseos, quienes le preguntan sobre el tributo y Jesús responde mostrando una moneda: “Dad, pues, al César lo que es del César; y a Dios lo que es de Dios”. Pero ya el miércoles, la cosa se empieza a poner mal: que si una cena, que si una delación... Para terminar el jueves y viernes detenido, torturado y ejecutado en menos de 72 horas, y sin habeas corpus; menos mal que el domingo “se levantó y echó a andar” mi homónimo Jesús, hijo de Dios y de María, cuyo padre y tutor legal era carpintero de Nazaret (Palestina).
Todos tenemos mágicos recuerdos de esas noches y días de Reyes Magos. Cuando se es padre o madre, aún más alegría preparar los regalos y ver irse a dormir sin rechistar a la chavalería y la emoción de los niños y las niñas abriendo paquetes al despertar, antes de tiempo, la mañana de Reyes. Yo he visto el esfuerzo de una madre ucraniana al comprar en el chino “todo a cien” de la Puerta del Ángel (Madrid) su camión de plástico, su muñeca de plástico, sus acartonados “juegos reunidos” y otros presentes para su prole. Y lo ha hecho con la misma felicidad, o mejor dicho con más felicidad que una madre o padre, como yo, con recursos económicos haciendo compras en un centro comercial. Todos los niños y las niñas merecen sus presentes de ”oro, incienso y mirra”, por sencillos que sean o hechos a mano, si uno tiene que elegir el gasto entre comer o regalar. Incluso yo le añadí a mi hijo, con 8 y 9 años, un poco de carbón dulce para explicarle la emulación de ser bueno y por ello recompensado; y hasta guardo la última carta a los Reyes Magos que envió (y no llegó a sus majestades de Oriente, porque su padre no la entregó a sus pajes).
Queda claro, pues, que yo soy muy de los Reyes Magos. De hecho, aunque entiendo en las familias con miembros emigrados que se aproveche Nochebuena para sustituir la ausencia el día de Reyes, y yo he participado de ello, Papá Noel no es santo de mi devoción, aunque vista de rojo (¡y mira que yo lo soy y no solo visto!). Pero no puedo con el del reno desde que me enteré que originalmente su traje era verde, hasta que se cambió al color rojo, porque pagaba la multinacional de refrescos que maltrata a sus trabajadores, como en la fábrica de Fuenlabrada, y el Tribunal Supremo condenó por la violación del Derecho al Trabajo y de la Libertad Sindical. Así que no, no soy de Papá Cola, y sí de los Reyes Magos.
De los regalos de mi vida, además de algún regalo de la pareja de uno (ese perfume, esa prenda o esa pluma), recuerdo de mi infancia dos regalos que no se me borran. Uno, y primero de todos los recuerdos, fue un juego de carpintero, con su cajita y sus herramientas para trabajar la madera, cuando yo debía de tener 4 años, porque aún vivíamos en el barrio santanderino de Polio y no nos habíamos trasladado a la Colonia Virgen del Camino. El otro, mis primeras botas de fútbol con cordones (creo que fue el único zapato al que me gustaba dar betún/grasa por mucho que mi padre se empeñase en que disfrutase con el resto de calzados, dentro del plan formativo de disciplina semanal –¡escuela jardín, escuela taller!–).
Yo de niño he visto llegar a los Reyes Magos en helicóptero y pararse en la superficie del depósito de agua Avellano de la Bajada de la Teja, mi calle, para llevar regalos a los niños hospitalizados en Santa Clotilde que gestiona la Orden de San Juan de Dios. Puedo asegurar que la luz brillante del anillo de Melchor me iluminó, en el camino del depósito al hospital de los hermanos hospitalarios, mientras corríamos a recoger los caramelos lanzados. Tengo más dudas respecto del recuerdo del helicóptero, pero a nuestros ojos de niños y niñas de barrio de clase obrera (que no bajábamos a la cabalgata del centro) la llegada dos días antes del día D era el acontecimiento esperado, y que no llegaran en carroza sino aterrizando en helicóptero en tu barrio era la hostia... Igual lo soñé, igual alguien lo contó, no sé; pero así lo recuerdo.
Si traigo a la memoria estos recuerdos de la infancia es porque en este centenario año 21 del XXI, que deja atrás el empandemoniado y nada feliz año veinte veinte, he tenido el mejor regalo de Reyes de mi vida.
El pasado lunes 4 de enero, mi padre, que en marzo cumplirá 93 años, ingresó en la residencia donde está mi madre (91 para 92) desde julio de 2020, y han pasado juntos la noche y el día de Reyes, y todo su tiempo por venir. Un regalo bien merecido por los dos y mágico ha sido para sus hijos, tres varones y la pequeña. Después de casi setenta años de vivir juntos y crear una familia numerosa, era insufrible tanto para él como para ella estos seis meses de separación, de distancia y solo contacto digital por videollamada.
Como mis padres, esta generación superviviente y luchadora ha visto de todo. Fueron niños y niñas durante los tres años de guerra por la felonía de unos militares, que luego además se supo que les gustaba recibir dinerito por casi todo (no entrar en la II GM, una comisión por allá, un desvío de abastecimientos por aquí...), con la bendición de unos príncipes de la Iglesia, monseñores y cardenales de la Santa Madre Iglesia, y a instancias de monárquicos filofascitas y capitales y terratenientes, reaccionarios de toda la vida de Dios, que se llevaron por delante incluso a capitales e industriales, también de su clase, pero de ideas republicanas y liberales (la protagonista de la serie Dime quién soy es la hija de una de esas víctimas, también capitalistas, del golpe de estado del 18 de julio de 1936).
Niños y niñas, mis padres, como toda esa generación, cuyo día de Reyes de 1937 y 1938 no les trajo ni presentes ni siquiera carbón dulce, pero sí obuses, disparos, y hasta bombas sobre la población civil (sobre esos niños y niñas de Santander, de Guernica, de Málaga...), por parte de la Legión Cóndor nazi y la aviación italofascista. Niños y niñas en la guerra, que crecieron aceleradamente en la posguerra del hambre y la devastación causada por aquel alzamiento militar, al que la sección española de la Internacional Católica llamó Cruzada Nacional. Y que crecieron y se hicieron adultos bajo la dictadura franquista durante cuatro décadas. Y tras el verano democrático de la jubilación y los viajes del IMSERSO, después de la transición de la dictadura a la democracia, esta generación de niños y niñas de la guerra, hoy ancianos y ancianas, se comen una pandemia mundial. De la gestión política multinivel gubernamental ya hablaremos en otra ocasión. Hoy no me da la gana que la mala hostia que me puede entrar al reflexionar sobre ello me estropee este hermoso día de Reyes para mí y mi familia, este 6 de enero de 2021 en el que recibí el mejor regalo de Reyes de mi vida.
Posdata: a punto de terminar la redacción escucho ”unos disparos” en las ondas, como aquella tarde de 1981. Esta madrugada del siete de enero de dos mil veintiuno no es en Madrid, sino en el Capitolio de Washington D.C. Otra noche en vela y pendiente, no de que alguien (rey, papa o arzobispo de Canterbury) salga en tv, sino de que la más longeva y robusta democracia se afirme, y yo pueda ir a dormir... Uf. Casi no hay final feliz. Pero sí, el Congreso de los Estados Unidos ha certificado la elección del presidente Joe Biden. The end.
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Jesús Montero es coautor del ensayo 'Asalto a los cielos. Mi vida junto a Pasionaria'.