¿Del Estado-Nación al Estado-Civilización?

Emilio Menéndez del Valle

Tras el final de la Guerra Fría y el derrumbamiento de la Unión Soviética, Occidente llegó a la conclusión de que sus valores (los de la democracia liberal y representativa, libre mercado, libertad de expresión…) adquirían relevancia universal. Se trataba de la victoria definitiva del sistema liberal y democrático ante el totalitarismo soviético. Un optimismo un tanto osado condujo a Francis Fukuyama a proclamar “el fin de la Historia” (las ideologías, que han sido sustituidas por la economía, ya no son necesarias).

Por su parte, Samuel Huntington predicaba que el concepto civilización universal, en el que Occidente disponía de superioridad cultural y modernidad, sería fuente de conflicto al exigírsele a otras sociedades que imitaran las prácticas e instituciones occidentales. En suma, el universalismo era la ideología de Occidente para confrontar otras culturas y éstas acabarían sintiéndose amenazadas.

En este contexto, el Estado-nación aparece como una creación de Occidente y el Estado-civilización es la alternativa. Es sabido que el Tratado de Westfalia de 1648 puso fin a las guerras que durante décadas habían asolado Europa y dio lugar al inicio de un nuevo orden basado en el principio de la soberanía nacional, que incorporaba el de la integridad territorial, fundamento de la existencia de los Estados, frente a la concepción feudal de que territorios y pueblos constituían un patrimonio hereditario. Es decir, a raíz de la Paz de Westfalia, el Estado-nación comenzó a sustituir gradualmente a los imperios. Cabría preguntarse si los actuales Estados-civilización, aunque los principales no sean europeos, algunos de ellos herederos de importantes, milenarios imperios, pretenden retornar a un período anterior a Westfalia.

El Estado-civilización sustenta su legitimidad no en la nación sino en su herencia civilizacional, la de los antiguos imperios, en valores y códigos culturales tradicionales profundamente arraigados (¿supuestamente?) en la conciencia de su pueblo y de las élites gobernantes. Se trata de una historia larga e ininterrumpida, que ostenta una identidad distinta y que rechaza los intentos ajenos de imponérsele un sistema de valores que le es extraño. A diferencia de Occidente, donde la democracia es condición sine qua non de la legitimidad institucional, en los Estados-civilización se trata de un mero matiz (haya democracia, crecientemente deteriorada como en India, o no la haya, como en China). En ellos la función institucional consiste en preservar la civilización, sobre la base de la lealtad de los ciudadanos (más bien súbditos). Los civilizacionistas recalcan la superioridad espiritual y cultural del Estado-civilización frente a la pretensión de exclusividad occidental. El civilizacionismo es la cara opuesta del universalismo, que, sostienen, borra las diferencias culturales.

En los últimos años, precisamente después del fin de la guerra fría, los Estados-civilización han logrado una creciente presencia en las relaciones internacionales. China, India, Rusia y Turquía son los principales.

El politólogo británico Martin Jacques fue pionero con su libro de 2009 Cuando China gobierne el mundo: el fin del mundo occidental y el nacimiento de un nuevo orden global (existe versión ampliada de 2014). Zhang Weiwei, director del Instituto de China de la Universidad de Fudan y destacado ideólogo del Partido Comunista, lo tiene claro: “China es única y excepcional porque es un Estado-civilización”. Weiwei es autor del libro La oleada china: el surgimiento del Estado-civilización (2011) y curiosamente elogia en él a Jacques y reproduce alguno de los párrafos de éste: “Hay muchas civilizaciones, pero China es el único Estado-civilización. El Estado chino tiene una relación con la sociedad muy diferente a la del Estado occidental. Tiene una autoridad natural, una legitimidad y un respeto mucho mayores, aunque el Gobierno no reciba ni un solo voto. Esto se debe a que los chinos ven al Estado como guardián, depositario y encarnación de su civilización. La legitimidad del Estado está profundamente arraigada en la historia china”.

En el ámbito de la política exterior es evidente que la República Popular trata de diseñar un nuevo orden global en base a sus valores civilizacionales y no es el único Estado-civilización que lo pretende. No solo en las relaciones internacionales en general, sino también en las instituciones internacionales. El caso de India es paradigmático. Al tiempo que pregona sus valores civilizacionales en diversos encuentros, conferencias y organizaciones internacionales, pretende obtener un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Ello me conduce a la siguiente reflexión. Las Naciones Unidas nacieron en 1945 tras la derrota del totalitarismo nazi en la segunda guerra mundial (pero no del de la URSS, cofundador de la organización) como organización sustentada (a pesar de la presencia de Moscú) en los valores y principios democráticos y liberales del Estado-nación. La ONU actual, con la presencia de varios Estados-civilización y de muchos Estados-nación carentes de instituciones democráticas que son cortejados por aquellos, no es la de 1945. Hay quien sostiene que es aceptable que, en las relaciones internacionales, los Estados-civilización se rijan por sus estándares, distintos de los de Occidente, pero dado que un orden mundial estable requiere normas aceptadas por todos (por cierto algo a lo que tanto Pekín como Moscú habían dado su aquiescencia hasta no hace mucho en interés de todos) no es exagerado dudar del éxito del proyecto. Porque, a la vista del avance de los Estados-civilización, ¿es posible consolidar un orden internacional en que coexistan y cooperen Estados-nación con aquellos que tienen como fundamento societario y político un sistema de valores tan diferente del occidental? Un sistema que no cree en la inviolabilidad de las fronteras, la no injerencia en los asuntos internos de otros países y en la inadmisilidad del uso de la fuerza para solucionar los conflictos?

¿Es posible consolidar un orden internacional en que coexistan y cooperen Estados-nación con aquellos que tienen como fundamento societario y político un sistema de valores tan diferente del occidental?

En este sentido, la guerra de Ucrania y la actuación de dos Estados-civilización, China e India, como referencia. China afirma querer mediar entre los contendientes e India hace aspavientos. ¿Es factible, sincero, tal propósito o la naturaleza civilizacional-sistémica de Pekín y Nueva Delhi, no muy alejada de la de Rusia de Putin, hará que la neutralidad imprescindible en todo mediador impida la tarea? Situaría a Rusia en tercera posición, tras China e India, en sus pretensiones civilizacionales. Putin lleva tiempo manifestándose en esos términos. Ya en 2013 dijo que Rusia ha sido siempre un Estado-civilización y que es representante de una civilización euroasiática, de la que, entre otros, Ucrania y Bielorrusia serian partes integrantes. De ahí que sostenga que rusos y ucranianos constituyen un mismo pueblo y que hable de la “hermandad espiritual ruso-ucraniana”. Claro está que si tales argumentos no convencen a los ucranianos, la visión civilización-imperial del sátrapa le legitima para absorber Ucrania por la fuerza, de la misma manera que la visión civilización-imperial de China legítima a aquella para absorber por la fuerza a Taiwán.

Bruno Maçaes, ex secretario portugués de Asuntos Europeos, relata su conversación en 2018 con Ram Madhav, secretario general del partido Bharatiya Janata (BJP), hinduista y racista, que gobierna la India y que, en línea con los argumentos de Martin Jacques, le espetó: “De ahora en adelante, Asia gobernará el mundo y eso cambia todo porque en Asia tenemos civilizaciones en lugar de naciones”. Shashi Tharoor, político y escritor indio, miembro del Partido del Congreso y ex secretario general adjunto en la ONU, dice que “en la India, la lucha por el alma del país tiene lugar entre quienes celebran la diversidad de la India y desean preservar la idea de nación basada en el nacionalismo civil y aquellos que, en nombre de la civilización, buscan suprimir esa diversidad y promueven la uniformidad basada en el legado milenario del hinduismo”.

El excepcionalismo civilizacional de Narendra Modi, actual primer ministro de la India (BJP), es tan “excepcional” que deja en fuera de juego a 200 millones de personas, miembros de la “minoría” musulmana. El juego de Modi y del BJP estriba en “nosotros, hindúes” (algo más de mil millones) contra “los otros” (200 millones de musulmanes y varios millones de cristianos y de otras confesiones). No le quedan a la zaga sus ministros a la hora de expresar su entusiasmo civilizacional. Así, el de Asuntos de Exteriores, Subrahmanyam Jaishankar, en septiembre de 2021: “La democracia india está culturalmente enraizada. India es un Estado-civilización que reaparece en el escenario mundial. La calidad y la moralidad de la democracia va más allá de los números. Se hallan en la transición de la sociedad india a una identidad más profunda, más culturalmente arraigada, una identidad más auténtica. La democracia se enriquece con este proceso”. Un breve apunte paralelo India/Turquía: el neosultán Erdogan -a la cabeza de un país al que Occidente ha empujado a la contradicción de ser miembro de la OTAN, pero no de la UE, a pesar de su aspiración a integrarse hace un par de décadas- juega ahora a integrar el Estado-civilización turco en el pasado imperial otomano. Mientras espera confiado el resultado de la segunda vuelta electoral, continúa haciendo lo posible por borrar la herencia de Kemal Ataturk, impulsor del Estado laico. Por su parte, Modi ha renegado de Jawaharlal Nerhu, primer presidente de Gobierno de la India independiente en 1947, al que considera occidentalizado y por tanto “intruso civilizacional”, así como del mahatma Gandhi, el gran conciliador e integrador de todas las etnias y confesiones y por ende ajeno a la empresa excluyente del BJP.

Conclusión. Como sostiene Shashi Tharoor, el concepto de Estado-civilización es iliberal. Implica que se debe rechazar cualquier intento de abrir paso a ideas “importadas”, como la democracia y los derechos humanos, porque son ajenas a la civilización en cuyo nombre se está construyendo el Estado. El Estado-civilización es territorio inhóspito para las minorías religiosas o étnicas o los disidentes porque son considerados intrusos en una civilización a la que no pertenecen. Tómese tan solo anecdóticamente, pero Christopher Coker, en su libro de 2019 El surgimiento del Estado-civilización, nos recuerda que en la China milenaria el Mesías de Handel y el Requiem de Verdi están prohibidos y que en la Rusia de Putin Netflix es considerado subversivo.

No quisiera terminar sin referirme a lo que denomino “paradoja Macron”, al discurso pronunciado en la Conferencia de embajadores, agosto 2019, que estimo peculiar. El presidente de la República Francesa se expresó textualmente así: “Probablemente nos hallamos en el proceso que conduce al fin de la hegemonía occidental en el mundo… ante la emergencia de nuevas potencias. China ante todo. Y Rusia, cuya estrategia, reconozcámoslo, ha sido desarrollada con gran éxito en los últimos años. La India emergente… todos no sólo potencias económicas sino también políticas, que se consideran a sí mismas genuinos Estados-civilización, que no solo han alterado nuestro orden internacional sino también reconfigurado el orden político y el pensamiento político sobre el mismo. India, Rusia y China tienen hoy mucha más inspiración de la que tenemos nosotros. Poseen un enfoque lógico del mundo, una filosofía genuina y una inventiva que nosotros hasta cierto punto hemos perdido…”. No comment? Tal vez esta posición de Macron explica en parte la extrañeza y suspicacia que en algunos círculos produjo su entrevista con Xi Jinping de hace unas semanas. ¿Es la suya una postura “cultural-política derrotista”? ¿Implica una cierta subordinación hacia los Estados-civilización? ¿Renuncia a sumarse a la batalla en pro de la modernidad y la secularización logradas por el actual Estado-nación, alejado de toda veleidad imperial? Hace unas semanas Javier Cercas tuvo el privilegio de mantener en París una interesante conversación con el presidente de la República. Habría sido una ocasión para trasladarle estas preguntas.

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Emilio Menéndez del Valle es embajador de España.

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