Plaza Pública

El odio

Manifestantes contra el Gobierno hacen el saudo fascista al paso de los líderes de Vox.

Gutmaro Gómez Bravo

Vivimos en la etapa más violenta de la historia. Da igual que no sea cierto, lo que importa es que el mensaje llegue con rapidez. El origen más cercano de esta forma de pensar puede situarse tan sólo hace dos décadas, cuando el mundo cambió para siempre. Los atentados del 11-S pusieron fin a lo que quedaba de la guerra fría y marcaron la entrada en un nuevo siglo plagado de incertidumbres. Estos acontecimientos y los que siguieron inmediatamente después fueron retransmitidos en tiempo real y a una escala global, cambiando nuestra percepción del mundo de forma radical. Del mismo modo se podría decir que el mundo es hoy más seguro. Nada de aquello importa ya, no genera controversia, se ha normalizado y convivimos con ello. Hasta que ocurre algo que despierta una multitud adormecida y genera una respuesta social contundente. Ocurrió con la violencia policial en Estados Unidos contra la población negra, mostrando la división ante un verdadero problema histórico y social: el racismo. En España, el fin de ETA y el comienzo de la normalización de la sociedad y la política vasca, suponen un hito incomparable que aún no ha sido valorado del todo. Pero, desde el mismo momento en que pasa desapercibido, cede sus atributos a otras cuestiones del presente. Un hábito adquirido, el de la analogía, que ha pasado a la lectura de violencias que no tienen caracteres políticos pero que se juzgan como tales en función del momento. Hasta hace relativamente poco había un consenso fuerte en mostrar rechazo público ante la violencia de género y otro tanto ocurría con la homofobia. Ambas son cuestionadas ahora y, para gran perjuicio de las víctimas, se atribuyen a posiciones e intereses ideológicos.

Los llamados delitos de odio son contrarrestados con los viejos miedos de la sociedad tradicional, generando una alarma cada vez más rápida y extensa. El papel de las redes sociales en esta nueva dimensión del miedo es enorme, su formato es, sobre todo, visual, pero sus temas siguen saliendo del sustrato de la violencia política contemporánea. Detrás del odio está el miedo. A esta conclusión llegan películas y series de ficción que muestran el funcionamiento de esa psique irracional, como Homeland y otras anteriores como El odio, a través de una mirada marginal, interracial, con la violencia entre las bandas de las grandes ciudades de fondo.

Esas mismas imágenes usadas contra los extranjeros y especialmente contra las menores inmigrantes, estaban ya presentes en Las Uvas de la Ira, o en Tumulto en julio, de Caldwell, ambientada también en la Gran Depresión, cuando los vecinos de un pueblo linchan a un joven negro acusado de una falsa violación. Una buena parte de los memes actuales sobre lo bien que viven los extranjeros y lo mal que vivimos los españoles, estaban ya en los carteles de la propaganda nazi que apelaban exclusivamente a la seguridad de la “comunidad nacional”. El totalitarismo usó distintas vías para su acceso al poder, pero partía de una misma raíz común: el recelo y la desconfianza hacia un fenómeno social entonces novedoso, el de las masas, que emergía como un nuevo actor en la sociedad contemporánea. Un siglo después se observa el mismo rechazo a aceptar una sociedad cambiante, plural y diversa. La inseguridad alimenta un proyecto político desestabilizador que viaja a lomos del apocalipsis digital y que conecta con las claves emocionales de un pasado fuerte, violento, autoritario y dictatorial.

El miedo y la violencia muestran así esta relación particularmente compleja. Una violencia que busca recuperar el orden, la estabilidad o el equilibrio. El miedo se puede transformar en violencia cuando una comunidad se siente amenazada, pero para que esto ocurra, históricamente, debe dotarse de instrumentos claros para su organización. En cualquier caso, se definen y moldean a través de discursos; discursos que exageran lo colectivo frente al otro y que, en múltiples ocasiones, son la herramienta clave en el desencadenamiento de la violencia. El miedo puede ser un motor pero al mismo tiempo se puede convertir en un objetivo, es decir, el uso de la fuerza puede buscar la extensión del miedo. La primera busca generar miedo social. La comunidad, ante la amenaza exterior, se contrae hacia sí misma, refuerza sus lazos sociales y se moviliza. La segunda, en cambio, se dirige contra el enemigo, busca la parálisis del otro, su deformación social, política y cultural.

Los discursos del odio, en definitiva, no sólo preceden a los delitos, se alimentan de ellos, de las prácticas violentas, de las expectativas que generan y de los lazos sociales que estrechan. Por extraño e inmoral que parezca, se legitiman y extienden a través de estos usos a lo largo del tiempo. La normalización del discurso de odio, por tanto, dota de capacidad organizativa a una serie de actores que antes no la tenían y aumenta su expectativa social a través de otro elemento con el que conectan públicamente: el pasado.

Los partidos políticos: regular su funcionamiento, cambiar su cultura

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Allí encuentran todo lo que buscan, las claves emocionales para proyectarse hacia el presente: la dictadura como glorificación de la fuerza y la eliminación de los enemigos para cohesionar el grupo. Utilizan para ello un lenguaje agresivo cargado de imágenes hirientes, despectivas, hacia las víctimas y sus familias a las que tildan de criminales. Estas y otras acusaciones similares han llevado la realidad a una agenda de polarización política y a una gigantesca operación de confusión que aleja la posibilidad de que las generaciones más jóvenes construyan un nuevo relato, con su lenguaje y sus propias claves del pasado pero, sobre todo, del presente.

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Gutmaro Gómez Bravo es profesor titular de Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid y director del Grupo de Investigación Complutense de la Guerra Civil y del Franquismo.

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