Plaza Pública

¿Qué pinta una cruz en un cementerio civil?

Cementerio civil de Gestalgar

Es sólo un rectángulo minúsculo de tierra. Hasta hace unos años no era nada. Un sitio cerrado a cal y canto que no sabíamos para qué servía, para qué había servido, si es que alguna vez había servido para algo. Recuerdo que en la fachada del cementerio, a la izquierda, había una puerta de hierro, con un candado ya oxidado de tanto tiempo sin abrirse. Nadie se preguntaba qué se encerraba tras esa puerta. Para qué. Los cementerios no son para hacer preguntas, a lo mejor sí para enterrar las respuestas antes de que salten las tapias y busquen acomodo en las huertas cercanas y en las montañas que los cercan, como orgullosas murallas de silencio.

Alguien decía que ese sitio sin nombre era donde enterraban a los recién nacidos que se morían sin haber sido bautizados. La muerte es algo inaudito, un lío de calendarios cruzados en que los días se confunden, la sensación de que, como decía José Saramago, siempre llega antes de tiempo. Supe de una de esas muertes cuando a una familia que vino a Gestalgar para arreglar paraguas y sartenes se le murió su niña recién nacida. Fuimos al entierro todos los críos y crías de la escuela, y el ataúd, de color blanco, era poco más grande que una caja de zapatos. Nunca recordé dónde la enterraron. Tal vez en ese rectángulo que se pasó los años lleno de brozas y huesos de animales muertos. Pero luego, alguien nos dijo que no, que el lugar destinado a los recién nacidos que se morían enseguida estaba entrando en el recinto a la derecha. Y que lo que había tras la puerta de hierro, ese sitio que se adivinaba lleno de suciedad y de abandono, era el cementerio civil.

Hace unos años el primo Miguel, entonces concejal socialista del pueblo y una de las personas más buenas que he conocido en mi vida, se empeñó en abrir la puerta de ese cementerio clandestino. Lo que habitaba entre esas paredes era el olvido. Estábamos en un no-lugar, en una cruelísima geometría de memoria machacada, en el rincón más ignorado de una muerte hasta entonces cruelmente desapercibida. Un día, Vicente Vicente Ortiz, militante comunista al que llamaban no sé por qué tío Zapatero y se exilió en Francia a finales de los años cuarenta, me dijo que su hija Manolita, cuando venía al pueblo, pasaba por delante de ese cementerio inexistente y lanzaba un ramo de flores por encima de la tapia. Su abuelo y su bisabuelo estaban enterrados allí, y nadie lo sabía. Nadie sabía nada de nada hasta que pasaron muchos años. Lo primero que te quitan las tiranías es la memoria, las ganas de hacer preguntas porque las respuestas te las dan hechas, como en un examen trucado para favorecer a unos cuantos de la cuerda de los examinadores. También te roban, esas tiranías, el significado de las palabras para que no sintamos ninguna pena por quedarnos mudos.

Cementerio civil de Gestalgar

En ese rectángulo lleno de mierda es donde enterraban a los rojos y a los que se suicidaban. Eso supimos. La iglesia y la dictadura paseada bajo palio dictaban sus normas de obligado cumplimiento: no sólo para la vida, también para la muerte. Eran los rojos y los suicidas muertos clandestinos, extraviados en la legislación oscura de un tiempo hecho pedazos. Y después del duelo celebrado entre silencios, muchas veces custodiado por los guardias, volvía a cerrarse la puerta de hierro con la violencia del desprecio, con ese desbarajuste moral que distribuye a su antojo la seguridad de que hay muertes buenas, que se lo merecen todo, y muertes execrables, que no se merecen nada. Hace unos días, me enviaba Pilar del Río un texto que había escrito para el prólogo de un libro sobre la memoria democrática que se iba a editar en Andalucía. Y ya ven qué casualidad cuando hablaba de su descubrimiento de lo que era un cementerio civil: “Había, sin embargo, algo que desentonaba, inapropiado para la solemnidad del recinto, una especie de corral adosado en el lateral izquierdo, un trozo de monte trasplantado junto a la tapia, plagado de montículos irregulares y de hierbajos, ignorado, feo. Obviamente pregunté qué era eso y tuve una respuesta contundente: el sitio donde se dejan los muertos que no van al cielo”. Es como si estuviésemos hablando del mismo sitio, como si no hubiera ninguna distancia cuando hablamos de las vidas deshechas y las muertes ocultas en tumbas invisibles.

Luego se murió Franco y hubo un momento en que los cementerios civiles se añadieron a los “normales”. Se derribaba el muro que separaba ambos recintos y a partir de entonces teníamos dos cementerios en uno. En esa nueva “normalidad”, las cruces y los ángeles seguían dominando el territorio. La estatura moral de unos muertos seguía imponiéndose sobre la estatura casi miedosa, encogida, de los otros. En mi pueblo, el muro que separa los dos cementerios está lleno de nichos. O sea: imposible derribarlo, imposible juntar los dos cementerios. Creo que es mejor así: el recuerdo sigue en su lugar de siempre, el que ocupaba cuando fue rescatado del olvido. Una noche de hace casi ocho años se murió Miguel y, al recordar ahora aquellos días, me viene a la memoria su inmensa envergadura de hombre bueno, en ese “buen sentido de la palabra”, que decía Antonio Machado.

Cuando se inauguró el cementerio civil, vinieron a Gestalgar el tío Zapatero y su familia. El ayuntamiento abrió una ventana -en el lugar de la puerta con candado- para que pudiera ser visto el interior, con sus ramos de flores y esa placa que los hijos, nietos y bisnietos de Vicente colocaron enfrente. Ahí, los nombres primeros de esa familia y, bajo esos nombres, una inscripción: “Primera piedra para la III República”. Nos hace falta, más que nunca, ese optimismo. Al lado de esa placa, otra en que sale el nombre del abuelo de Pili Rubio, que tampoco fue enterrado “en sagrado” porque era rojo, como tantos hombres y tantas mujeres en aquella época ocupada por el terror y por el miedo. Por eso ahora se respira en la tierra limpia y esponjosa un olor a dignidad recobrada, a tiempo restaurado, a nombres que nunca tuvieron el gozo de verse escritos en la memoria de piedra que sella los últimos adioses.

Dicen que, según la nueva Ley de Memoria Democrática (por cierto, ¿qué se ha hecho de ella?), el Valle de los Caídos será un cementerio civil. Sí, un enorme cementerio civil. La muerte violenta era la bandera izada al aire fascista de la dictadura. Miles de asesinados yacen en los subterráneos del monumento que homenajea a la barbarie. La diferencia -aparte las dimensiones- entre ese inmenso cementerio civil y el tan modesto de mi pequeño pueblo de la Serranía valenciana es que en el nuestro no hay ninguna cruz. Y no es ésa una diferencia insignificante. Al menos, eso creo yo. No sé si ustedes.

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Alfons Cervera es escritor. Su última novela: Claudio, mira, editada por Piel de Zapa.

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