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Sabra y Chatila, memoria de una masacre

Teresa Aranguren

La operación se llamó Paz para Galilea y el gobierno israelí la presentó como la respuesta a un atentado fallido contra su embajador en Londres, aunque el objetivo real, según lo expresó el primer ministro, Menahen Beguin, era acabar con la estructura de la OLP en Líbano, establecer un gobierno afín en Beirut y quedarse en suelo libanés por tiempo indefinido. Era el 5 de junio de 1982 y la invasión acababa de empezar.

Apenas diez días después, el ejército israelí ya había llegado a Beirut y cercaba los barrios del oeste de la capital donde vivía la mayor parte de la población palestina, incluido Yasser Arafat y toda la dirección de la OLP. El cerco iba a durar más de dos meses, durante ese tiempo la aviación israelí bombardeó a diario la ciudad pero no logró alcanzar a ningún miembro de la dirección de la OLP. Para mediados de agosto las víctimas civiles, palestinas y libanesas, se contaban por miles.

En los salones del hotel Triumph, reconvertido en hospital de campaña en aquel Beirut cercado,  ví por primera vez heridos por bombas de fósforo; uno de los médicos palestinos que los atendía había estudiado la carrera en Santiago de Compostela y me explicó en un español casi perfecto “no podemos hacer nada por ellos, estas heridas no tienen cura, el fósforo sigue quemando la carne por dentro hasta llegar al hueso”.

En los medios de comunicación se hablaba del inminente asalto final que tendría que ser por tierra y que, aunque sin duda acabaría con la resistencia palestina, causaría demasiadas bajas en el ejército israelí. Para evitarlo, los gobiernos europeos y la diplomacia estadounidense, con el presidente Reagan a la cabeza, se puso en marcha. El 20 de agosto, con la mediación del enviado estadounidense Philip Habib, se alcanzó un acuerdo que estipulaba la salida de las fuerzas de la OLP de Líbano bajo protección internacional y el compromiso del Gobierno israelí de que su ejército no entraría en Beirut oeste.

El segundo objetivo de la invasión se cumplió tres días después; el 23 de agosto Bashir Gemayel, líder de la extrema derecha maronita y jefe de las falanges (grupo fundado por su padre, Pierre Gemayel  en los años treinta siguiendo el modelo de las juventudes nazis), fue nombrado presidente del país. El partido de Bashir Gemayel, así como el llamado ejército del sur dirigido por Saad Haddad, eran los grandes aliados de Israel en Líbano, y de hecho durante la invasión actuaron a las órdenes del Alto Mando del ejército israelí.

Preámbulo de una matanza

La evacuación de los combatientes de la OLP se llevó a cabo del 28 al 30 de agosto bajo protección de una fuerza de interposición franco-italo-americana. Entre ondear de banderas, abrazos y lágrimas, los fedayín salieron de Beirut en barcos franceses con dirección a Tunez. Uno de los evacuados me dijo entonces: “nuestra gente se queda aquí sin protección”. 

La fuerza internacional de interposición se mantuvo hasta el 13 de septiembre, cuando los últimos soldados franceses abandonaron Beirut. Al día siguiente, Bashir Gemayel fue asesinado en un atentado contra la sede del partido Kataeb en el que murieron otras 24 personas. La noticia de su muerte se dio a conocer en la tarde del 14 de septiembre. Esa noche y hasta bien entrada la madrugada, los mandos militares israelíes mantuvieron una reunión con oficiales de las falanges libanesas, entre ellos Eli Hobeika, jefe de los servicios de información del Kataeb. Según declararía posteriormente Ariel Sharon, fue en esa reunión donde se decidió la entrada de los falangistas en los campos de refugiados palestinos.

En la mañana del 15 de septiembre –este jueves se cumplen cuarenta años–, el ejército israelí comenzó a desplegarse en los barrios de Beirut Oeste y al día siguiente, jueves 16 de septiembre, tenía cercados los campamentos palestinos de Sabra y Chatila. Su puesto de mando estaba en la azotea de un edificio de siete plantas, junto a la embajada de Kuwait, a 200 metros de la entrada a Chatila.

No había luz en todo Beirut pero las estrechas callejuelas de los campamentos permanecieron iluminadas por las bengalas que lanzaba el ejército israelí. Dos días y dos noches duró la matanza

A media tarde el general Drori comunicó por teléfono con el Ministro de Defensa, Ariel Sharon: “Nuestros amigos están entrando en los campamentos”. La respuesta de Sharon fue escueta: "Felicitaciones". La matanza comenzó en torno a las seis de la tarde.

Este es el testimonio de UM Ahmed Farhat recogido por la periodista palestina Leila Sahid y publicado en el nº 6 de la “Revue d´etudes palestiniennes” en 1983.

“Hacia las cinco de la mañana un grupo de hombres armados entró en la casa. Nos dijeron que teníamos que salir fuera. Estábamos en pijama. Yo llevaba a mi hijo Sami en brazos y Salwa cogió a Laila, la más pequeña…Cuando estábamos fuera le preguntaron a mi marido de dónde era. Él les dijo que éramos palestinos y que él trabajaba reparando teléfonos. Nos dijeron que nos pusiéramos en fila mirando a la pared y que no volviéramos la cabeza ni a la derecha ni a la izquierda. Entonces comenzaron a disparar. Escuché a mi hijo Sami decir Baba (papá) justo un momento antes de que su cabeza estallase en mis brazos. Yo recibí varios disparos en la espalda y perdí el conocimiento. Cuando desperté, los hombres se habían ido, Salwa, mi hija mayor, estaba herida pero podía moverse, me ayudó a incorporarme, Suad tenía varios tiros en la espalda, sangraba mucho y no podía moverse, se ha quedado paralítica, mi marido estaba muerto y Layla y Sami y Farid y Bassem…todos muertos”.

No había luz en todo Beirut pero las estrechas callejuelas de los campamentos permanecieron iluminadas por las bengalas que lanzaba el ejército israelí. Dos días y dos noches duró la matanza. Durante dos días y dos noches los que intentaron huir fueron obligados a volver atrás.

Los testimonios de varios soldados israelíes citados por el periodista israelí Amnon Kapeliouk en su libro Enquete sur un masacre (Editorial Le Seuil, París ) coinciden en que sus órdenes eran “no dejar salir a nadie de los campamentos” y que se tuvo conocimiento de la matanza desde la misma tarde del jueves:  El mismo jueves a la caída de la noche llegaron a nuestro puesto varias mujeres del campo de Chatila. Estaban histéricas y gritaban que los falangistas recorrían las calles matando a los niños y a las mujeres y llevándose a los hombres en camiones... Informé a mis superiores pero me dijeron que no me preocupase que todo iba bien. Me dieron la orden de decir a las mujeres que volvieran a sus casas… Volví a intentarlo de nuevo y redacté un informe pero me dieron la misma respuesta: todo va bien...”.

Al mediodía del sábado 18 de septiembre pudieron entrar los primeros testigos, entre ellos el escritor francés Jean Genet, quien en su estremecedor relato “Cuatro horas en Chatilla escribe: “El primer cadáver que vi era el de un hombre de unos cincuenta o sesenta años. Habría tenido una corona de cabellos blancos si una herida (un hachazo, me pareció) no le hubiera abierto el cráneo... Estaba tumbado en una callejuela inmediatamente a la derecha de la entrada del campamento de Chatila que está frente a la embajada de Kuwait. ¿Cómo los israelíes, soldados y oficiales, pretenden no haber oído nada, no haberse dado cuenta de nada si ocupaban este edificio desde el miércoles por la mañana? ¿Es que se masacró en Chatila entre susurros o en silencio total?...”.

No hay cifra oficial de víctimas. Entre 700 y 3.500 muertos, se dice. Pero ¿quién en Beirut iba a estar interesado en contar los cadáveres hacinados en las callejuelas de Sabra y Chatila? ¿El recién nombrado presidente, Amin Gemayel, hermano del asesinado Bachir y nuevo líder de las falanges? ¿El ejército israelí, cuyos mandos habían coordinado y puesto en marcha la operación y cuyas bengalas habían iluminado los campamentos mientras los falangistas hacían su trabajo?

El primer ministro israelí Menahen Beguin acuñó en esos días una frase de extremo cinismo: “Unos no judíos (goyim) han matado a otros no judíos, y vienen a culparnos a los judíos”.

Las atroces imágenes de los cadáveres amontonados como fardos en las calles de Sabra y Chatila conmocionaron a la opinión pública. Hubo airadas protestas, una de las más masivas en Tel Aviv, pidiendo el procesamiento de los responsables de las matanzas y el fin de la invasión israelí de Líbano. El presidente estadounidense Ronald Reagan mostraba abiertamente su indignación y exigía responsabilidades a su homólogo israelí. Finalmente, el 28 de septiembre, se anunció la creación de una comisión de investigación encabezada por el juez Kahane, presidente del Tribunal Supremo israelí. La comisión recogió testimonios de militares y políticos israelíes y también de periodistas y diplomáticos extranjeros; no realizó ni una sola entrevista ni recogió testimonio alguno de los supervivientes, libaneses y palestinos, de las matanzas. El escritor francés Ilan Haleví, de origen judío palestino –sus padres pertenecían a la antigua comunidad judía de Palestina anterior a la colonización sionista–, realizó un detenido análisis de los trabajos de la comisión en su libro Israel, de la terreur au masacre d´Etat, en el que destaca el testimonio de los médicos occidentales, dos británicos y un norteamericano, que estaban en el Hospital Gaza de Sabra. Las declaraciones de estos médicos que testificaron también ante una comisión internacional independiente que se constituyó en Oslo, la Comisión Nórdica, apuntaban –señala Halevi– a la presencia de agentes del Mossad, “gentes en vestimenta civil, con actitud de mando, que hablaban en inglés y en alemán pero no en árabe”. La comisión desestimó ese testimonio. En su informe final, la comisión Kahane atribuyó al ministro de Defensa, Ariel Sharon, y a otros siete altos mandos del ejército israelí una “responsabilidad indirecta” en las matanzas. Sharon tuvo que dimitir de su cargo pero se mantuvo como miembro sin cartera del gabinete. Años después sería primer ministro de Israel. En diciembre de 1982, la Asamblea de Naciones Unidas determinó que las matanzas en los campos de refugiados palestinos de Beirut constituían un crimen de genocidio.

Nadie ha sido juzgado nunca por los crímenes cometidos en Sabra y Chatila hace ahora 40 años.  

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Teresa Aranguren es periodista y escritora.

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