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Volver a la Antonio Machado

Fachada de la Librería Antonio Machado.

Fernando Baeta

Volver a entrar en la librería Antonio Machado de Madrid, casi 100 días después, es como traspasar de nuevo las puertas del Museo del Prado, del Louvre de París, del Pérgamo de Berlín, del Británico de Londres, del MET de Nueva York o la Galería degli Uffizi de Florencia. Y no me importa si hay quien piensa que desvarío.

Las librerías, como ésta del número 17 de la calle Fernando VI, son lugares mágicos e infinitos donde siempre hay un tesoro escondido a la vuelta de la siguiente estantería. Y es lógico que suframos algunos arrebatos de locura transitoria cuando nos tropezamos, como sin querer, con toda la imaginación y conocimiento que el hombre ha sido capaz de concebir; cuando salen a nuestro encuentro todas las vidas que otros han vivido y que nos ayudan a enriquecer y quizá comprender la nuestra; cuando nos embarcamos en todas las aventuras equinocciales que nos hubiera gustado realmente vivir; desvariamos un poco, sí, cuando comprendemos que es imposible abarcar todo lo que nos rodea, leer todo lo que debería ser leído. No hay nada que se pueda comparar a una librería. Es la suma de todo. Es el paraíso.

Lo primero que se recupera al volver a la Antonio Machado es el olor a libro nuevo, un olor que no percibimos en los que ya tenemos en casa y que sin embargo en estos templos de anaqueles abarrotados se hace tan evidente que casi se puede masticar. Este olor nace de la mezcla entre el papel, la tinta y el pegamento y se debe, fundamentalmente, a la fusión entre la lignina, compuesto químico que procede de la madera y es pariente lejano de la vainilla, y la tinta con la que se imprime el libro. Un gozo este olor que se diluye en la historia que tenemos entre manos hasta convertirse en parte de ella. Dicen que hay algunas editoriales que hasta tienen su propia fórmula especial para que el olor que desprendan sus obras tenga un toque personal y diferente al del resto.

Después del olor, es la vista la que nos recuerda que hemos vuelto. Es imposible, de entrada, abarcar todas las portadas que quieren llamar nuestra atención. Hay que estar atentos para que no se nos escapen los amores imposibles y los amores tan posibles como desgraciados; las búsquedas interiores y exteriores que delimitan nuestro caminar; los asesinatos sin motivo y los investigadores que necesitan encontrarse; los viajes a ninguna parte y al interior de uno mismo; las viejas y las nuevas guerras, los viejos y los nuevos protagonistas; las historias de plagas, pandemias y jinetes pálidos; los evangelios, coranes y otras sectas; y la filosofía que siempre está ahí y nos acompaña; y las historias de libros y librerías –como las que yo fui a buscar para meterlas en estas líneas–, y los libros de recetas de repostería y cocina rápida; y los de vampiros y monstruos diversos; y los cómic, y las historias de nuestra guerra interminable y los cuentos que tienen que leer los futuros lectores de todo esto y de todo lo demás que nos hemos olvidado.

Y finalmente el tacto nos confirma que ya todo es como antes pero con mucha menos gente y mucho más miedo. Un miedo mortal que va más allá de este virus y que se ha hecho más evidente si cabe durante esta pandemia; un miedo que deja entrever el angustioso futuro a medio plazo de estos templos de inteligencia, sabiduría y ocio. Un asesinato al que hemos contribuido por pereza, comodidad y dejadez. Un asesinato que empezó a fraguarse el día que creímos que una librería era simplemente una tienda que despachaba libros, un expendedor de novedades a domicilio o un supermercado de best seller y no un ágora donde acudir para empaparnos de conocimientos… Y cuando se nos fue de la cabeza, además, que el librero no era el señor que te cobraba sino el que te abría nuevos horizontes y el que te ilustraba sin que te dieras cuenta; el que te conducía hacia autores de los que nunca habías oído hablar y editoriales que no sabías que existían; el ilusionista que siempre se sacaba un libro más de la manga; lo más parecido que hayas visto jamás a un sabio.

Pero ahora, en este día de reencuentro, recuperamos algo del tacto, tanto tiempo perdido, y ponemos la mano, enguantada eso sí, sobre el primer libro que tenemos a nuestro alcance y desaparecen, automáticamente, todos los fantasmas que corren a esconderse entre líneas y sobrecubiertas. No hay nada como acariciar un libro, abrirlo, separar una a una las primeras páginas y exhalar ese tufillo imaginario que creemos que desprende. Más tarde, ya en casa, lo acariciaremos con voluptuosidad, a dos manos y sin guantes, para disfrutarlo todavía más; aspiraremos su esencia para emborracharnos con él incluso antes de empezar a beberlo. Y la unión de éste tacto, con la vista y con el olor a nuevo nos confirma que todo está ahí, que todo tiene cabida en las páginas de cualquier libro y que las librerías son la suma de todo lo que hemos sido y somos y la antesala imprescindible para saber lo que seremos.

Cualquier librería está más allá del tiempo y el espacio y en sus estanterías se agolpan por orden alfabético siglos, guerras, paces, amores, asesinatos, placeres, historias, todas las literaturas, filosofías, ciencias, matemáticas, químicas, físicas, fascismos, comunismos, liberalismos, los siete reinos, el nuevo periodismo, el realismo mágico, la ilustración, los diez mandamientos, los cuatro evangelios, el Capital de Marx, las historietas, los cinco, las aventuras de Guillermo, Cervantes, Neruda, García Márquez, Banville… No hay lugar en el mundo donde podamos encontrar todo el conocimiento que es posible encontrar, todo, y en un espacio tan reducido, al menos si lo comparamos con el saber acumulado por la humanidad a lo largo de su existencia.

Todo está al lado. De un siglo a otro sólo hay dos anaqueles; de un idioma a otro, tres; del pasado al futuro tan sólo un pasillo y medio; Hiroshima y Chernóbil se dan la mano; el medio ambiente y Julio Verne son vecinos en salas separadas del piso de arriba; los hombres de Neandertal y los que han investigado nuestro cosmos comparten ahora la mesa de la primera sala y las paredes que la rodean están en manos de la narrativa contemporánea española y extranjera, que se vigilan sin disimulo. Las librerías son como las viejas matrioskas rusas: siempre hay una habitación más; y siempre hay un rincón para un libro y un libro que busca quien lo sueñe.

Me gusta pasearme por las librerías de Madrid y de las ciudades que visito. Caminar muy lentamente entre sus pasillos y estanterías sin que nadie me moleste –y en las buenas de verdad nadie te molesta– en busca de algo que todavía no se qué es, pero que existe. Y me gusta leer libros de librerías y memorias de libreras y libreros, que es algo así como leer muchos libros a la vez. Es una fijación. Y tengo entre esa minoría de títulos que siempre se puede volver a leer, un par que nunca olvido y que recomiendo siempre a los enfermos como yo: La librería ambulante, de Christopher Morley, y En compañía de genios, Memoria de una librera de Nueva York, de Frances Sterloff. Son como la Biblia de los que no tenemos Biblia. No digo que sean los mejores, ni soy crítico ni aspiro a serlo, pero son los que siempre me apetece volver a leer.

Pero hay muchos más y para todos los gustos. Por ejemplo: Mendel, el de los libros, de Stefan Zweig; 84 Charing Cross Road, de Helene Hanff; La librería más famosa del mundo, de Jeremy Mercer; Rialto, 11, de Belén Rubiano; Mientras embalo mi biblioteca, de Alberto Manguel; La librería, de Penelope Fitzgerald, que fue llevada al cine por Isabel Coixet, y Cosas raras que se oyen en las librerías, de Jen Campbell. Morley escribió también La librería encantada, que es una continuación de la ambulante. Y por supuesto Librerías, de Jorge Carrión, un viaje imprescindible y apabullante que recorre el mundo a través de sus librerías, pasadas, presentes y eternas, y que es una elegía crepuscular a un mundo que poco a poco va difuminándose delante de nuestras narices.

Delante de nuestras narices vemos cómo desaparece la pasión por las pasiones que nacen de la lectura; cómo desaparecen estas catedrales de la cultura que nos venden imaginación y talento; estos museos que cuelgan en sus paredes las grandes obras de la literatura y el conocimiento. Cuando una librería desaparece, miles de libros y de lectores se quedan huérfanos. Vivimos tiempos raros en los que se cierran muchas librerías en silencio y en los que cuando algún loco abre una, la noticia sale en la sección de Sucesos en lugar de la de Cultura. Tiempos en los que creemos que podemos vivir sin librerías.

Belén Rubiano escribe en Rialto, 11 el desaliento que la acompaña tras su aventura de librera en Sevilla: “Me coloqué en una librería, monté la mía, la cerré, terminé de pagarla con sus intereses de demora algunos años después y aún la añoro, pero mereció la pena. Se anhela lo que nunca se ha tenido y se añora lo que se tuvo y se perdió”. Y más adelante añade: “Viví el final de la librería como una enfermedad dolorosa y mortal”. Como un final digno de un fado, que es el título de uno de los últimos capítulos de este libro.

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He visto cerrar demasiadas como para no aferrarme a las que todavía quedan. Esta pandemia se nos está llevando la vida, la libertad, el roce, la alegría, los amigos y su compañía, los viajes que todavía tenemos pendientes… que no se lleve también por delante las librerías que todavía nos hacen soñar.

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Fernando Baeta es periodista.

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