comunicación política

Cuando agitar las emociones anula la sensatez

Vecinos del madrileño barrio de Carabanchel se manifiestan junto a la Avenida de Oporto para protestar contra la gestión del Gobierno.

A medida que la emergencia sanitaria parece ir superando su punto crítico, la ultraderecha en España representada por Vox ha promovido una escalada de presencia en la calle de sus seguidores. El objetivo que buscan Abascal y su equipo es el de intentar aglutinar a quienes rechazan abiertamente al actual gobierno de coalición. Derivado de la atención mediática que este tipo de acciones siempre tiene, Vox intenta conseguir tres objetivos diferentes: En primer lugar, reforzar los vínculos partidistas de su electorado; el segundo, arrinconar a un PP presionado entre su papel comprometido con la gobernabilidad y su necesidad de no perder seguidores en su ala más radical; y, finalmente, intentar desestabilizar, sea como sea, la gestión gubernamental.

Convocar a la gente a la calle es una estrategia política que tiene una larga tradición en todo el mundo. Los movimientos sociales que se concentraron en torno al año 1968 en diferentes países del mundo sirvieron para mostrar el poder de las manifestaciones populares para condicionar la vida política en democracia. En consecuencia, pusieron al descubierto el valor descomunal que podría tener su utilización como arma partidista. Desde entonces, hemos convivido con dos tipos de movilizaciones: las más importantes y eficaces, aquellas que surgen de manera natural desde dentro de la propia sociedad, como pudo verse en la reacción popular tras el 23-F o en el origen del movimiento del 15-M; sin embargo, las más comunes son las que intentan aparentar un extendido sentimiento popular, cuando en realidad se trata sencillamente de una operación de marketing político partidista. Aquí es donde está el problema.

Curiosamente, aunque en una imagen televisiva parezcan lo mismo, son situaciones diferentes, casi opuestas. Un ejemplo claro lo vemos actualmente en España con las citas diarias de aplausos y caceroladas. La salida a los balcones a apoyar a los sanitarios no ha podido ser capitalizada por ningún partido porque se extendió naturalmente, de forma transversal entre ciudadanos de diferentes ideologías unidos por un mismo espíritu. Ha sido un extraordinario movimiento integrador. Las caceroladas han sido promovidas por la ultraderecha con el único interés político de atizar la confrontación a través de la protesta. Es una clara iniciativa excluyente, dirigida a aquellos que quieren acabar lo antes posible con un gobierno al que no pudieron derrotar en las urnas. Formalmente, la diferencia es evidente: aplaudir es abierto e integrador, mientras golpear cacerolas es identificativo y divisorio.

Hay, sin embargo, un elemento común entre ambas iniciativas en su raíz. Todo comportamiento grupal se asienta en la exaltación de los elementos pasionales y en la reducción hasta casi su eliminación de los elementos racionales. Cuando los individuos nos convertimos en masas dejamos voluntariamente atrás nuestro yo racional para dar rienda suelta a nuestro yo puramente emocional. Este concepto de la primacía de la emoción frente al raciocinio es la teoría más extendida en los estudios referidos al comportamiento de los ciudadanos respecto a la política moderna. El auge de los populismos tiene en este punto su núcleo vital.

Uno de los libros de moda, de obligada lectura, es Estado de nervios de William Davies. Se trata de un magnífico trabajo donde aborda esta cuestión a fondo. "En una multitud", afirma Davies, "los individuos no eligen aceptar las ideas y actividades de sus semejantes, sino que se dejan llevar por ellas". Davies alude a la conocida expresión popular que empleamos cuando hemos cometido una torpeza irracional y decimos. "Me dejé llevar por las emociones". Quieres decir que te sientes un imbécil por no actuar con un mínimo de sensatez.

La gran diferencia de lo que brillantemente explica Davies radica en el fin último de ese comportamiento tumultuario. Si el objetivo es bienintencionado, festivo e integrador se convierte en una experiencia positiva e incluso emocionante, siempre y cuando el alcohol no tenga excesiva presencia. Es el caso, por ejemplo, de las celebraciones populares, los grandes eventos deportivos o la asistencia a un macroconcierto. La confraternidad emocional une a todos los presentes y la sobrecarga sensorial aplasta a la razón que, por un rato, puede descansar apaciblemente.

Por el contrario, cuando el fin último implica la imposición de sentimientos negativos, irritadores o violentos estamos en otro territorio. Aquí es donde la política más sucia y repulsiva vive a sus anchas en mitad de una ciénaga. Es cuando la masa se trasforma en tumulto y, a veces, acaba en turba. William Davies habla del enigma que consiste en una masa que puede ser a la vez cobarde y peligrosa. En primer lugar, es cobarde, porque fomenta el miedo compartido. El temor es el elemento unificador de ese colectivo. En situaciones como la que vivimos, en mitad de una emergencia sanitaria o en mitad de una grave crisis económica, el miedo a perder la propia vida puede nublar la razón si alguien juega a extender el miedo. La reacción consiguiente puede derivar en un irrefrenable deseo de violencia verbal, de comportamiento o, incluso, física. La masa puede ser en efecto cobarde y peligrosa al mismo tiempo. Un ejemplo evidente son los escraches que desgraciada y periódicamente reaparecen en diferentes escenarios ¿Puede haber algo más cobarde y peligroso a la vez?

Los partidos extremistas y populistas han encontrado en la agitación de la calle un arma de extraordinaria eficacia. La explicación está en que su propia ideología se fundamenta en el mismo principio que el del comportamiento tumultuario, la anulación de la razón sustituida por la fuerza de los impulsos emocionales. Los populismos ultranacionalistas asientan su existencia en el miedo a la pérdida de la identidad nacional y la necesidad de una reacción colectiva que haga frente a la amenaza. De nuevo, la exacerbación del miedo a través de la soflama y la excitación. El peligro más grave y dramático siempre surge cuando dos turbas contrarias se enfrentan. Son dos masas insensatas, atizadas por el miedo y el ansia de venganza que pueden acabar en enfrentamientos violentos directos.

Este es el motivo que siempre debe llevar a los partidos a analizar y medir el uso de una técnica de propaganda de gran eficacia mediática, pero con serios riesgos de descontrol que transformen la estrategia en un boomerang. Si la gente acaba por identificar el grupo como irracional y peligroso puede que termine por rechazarlo y no dejarse llevar por su atrayente poder emocional. Aquí surge la pregunta central: ¿Qué consecuencias puede tener utilizar la calle como arma política al situar las emociones como principal fuente de adhesión partidista?

Alentar las protestas y movilizaciones desde el discurso político es peligroso según la presidenta de la ACOP, Verónica Fumanal, ya que puede desencadenar situaciones completamente impredecibles, sobre todo, en estos momentos en los que "los estados emocionales de la gente están a flor de piel y tenemos unos niveles de estrés más altos de lo habitual". "El 'apreteu' de Torra", sostiene, "derivó en unos episodios en las calles de Barcelona donde se quemaron contenedores y se hirieron a personas. Una reivindicación política legítima se convirtió en una batalla campal". Tras el "lo de Núñez de Balboa les va a parecer una broma" de Ayuso, era el vicepresidente Iglesias quien, en una entrevista en la Sexta, llegaba a justificar algunos de los escraches: "Hoy es gente de derechas manifestándose en la puerta de mi casa. Mañana puede ser gente de izquierdas en frente del apartamento de Ayuso, de la casa de los Espinosa de los Monteros o de Abascal".

Según Toni Aira, profesor de Comunicación Política en la UPF Barcelona School of Management, la clave del éxito de la agitación popular "está en saber identificar que existe un malestar social y es auténtico, conseguir romper la espiral del silencio de ese sector descontento y generar un estado de opinión proclive". Por su parte, María José Canel, catedrática de Comunicación Política y del Sector Público en la UCM, opina desde su óptica que el rechazo ciudadano hacia la gestión del Gobierno no se circunscribe únicamente a las manifestaciones de Vox, sino que es una reacción transversal que se produce también en barrios humildes y en votantes que no son únicamente de derechas: "PSOE y Podemos han reaccionado diciendo que las protestas son solo de los ricos de Núñez de Balboa, de los que juegan al golf. Así, a través de esa etiqueta, de este marco, intentan minimizar el nivel de la crítica".

Lo cierto es que, avivado por la oposición, el grado de protesta hacia el Ejecutivo de coalición se ha intentado intensificar a medida que avanzaba la semana. Vox ha llevado el discurso de confrontación al límite, tachando al Gobierno de ilegítimo y criminal. Para el politólogo y consultor político Ignacio Martín Granados, "recurrir a la calle y tratar de desgastar al Gobierno catalizando el miedo y el enfado de la gente es el recurso de quien no tiene argumentos para ganarse a la opinión pública con razones".

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Según Toni Aira, "las emociones siempre han estado presentes en el discurso político para movilizar a las masas y conectar con el electorado porque es evidente que no puedes utilizar solamente un lenguaje administrativo y frío. Sin embargo, el populismo ha llevado este componente emocional al extremo con un exceso de confrontación y crispación. Una dosis adecuada es positiva pero, como todo, una sobredosis te puede matar".

En las protestas y escraches de estos días, la irracionalidad y las emociones se contagian rápidamente, como consecuencia de la sugestión y el sentimiento de anonimato que proporciona formar parte de la masa. Ahora, este sentimiento de pérdida de identidad individual y de anonimato aumenta con el uso de las mascarillas. Algo parecido pasa en las redes sociales, otro gran espacio de agitación política, en el que durante estas semanas de confinamiento se ha visto incrementado el sesgo de confirmación, esa tendencia, explica Martín Granados, "que nos lleva a favorecer y buscar la información que confirma nuestras propias creencias".

El consultor político Daniel Eskibel, en su libro Cuarto de guerra: el cerebro de las campañas políticas, explica que durante una campaña electoral, donde las emociones están desatadas y pueden nublar la razón, un miembro del equipo del candidato tiene que interpretar el papel del "hombre de la barra de hielo" para enfriar el ambiente y tomar buenas decisiones. Ahora, en esta especie de campaña permanente que vivimos desde 2015 y en una situación tan excepcional como una crisis sanitaria, económica y social, sería aconsejable la presencia dominante de un "hombre (o mujer) de la barra de hielo", que impida que la crispación se convierta en la segunda pandemia letal de nuestra época.

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