Ni cambios en el modelo ni fin de la precariedad: las residencias siguen ancladas en la realidad prepandemia

Componentes de Marea de Residencias en una de sus concentraciones en la Puerta del Sol.

Viernes, 13 de marzo de 2020. Quedan pocas horas para que el Gobierno active el primer estado de alarma. Y en la madrileña residencia de Monte Hermoso están con el agua al cuello. Aunque el foco de coronavirus detectado en las instalaciones empieza a tener mala pinta, las decisiones de las autoridades no terminan de llegar. Se ponen en contacto con la Administración regional. Piden auxilio a la Consejería de Sanidad. Pero apenas hay respuestas desde el otro lado. En solo cuatro días, 19 ancianos fallecen en el centro. Es solo el comienzo de lo que está por venir en unas residencias que acabaron por convertirse en la zona cero de la pandemia. Un agujero negro que ha segado la vida de más de 32.500 mayores. Una tragedia que ha puesto en evidencia la necesidad de repensar la fórmula de atención residencial.

Han pasado ya dos años desde que el avance del coronavirus frenara el mundo en seco. Pero para los empresarios, el modelo sigue sin haber evolucionado. "No ha cambiado demasiado", se lamenta al otro lado del teléfono Cintia Pascual, presidenta del Círculo Empresarial de Atención a Personas (CEAP). Es cierto que ha habido movimientos, tanto por parte del Ejecutivo central como de algunas comunidades autónomas. O que se ha abierto un debate intenso alrededor de esta cuestión. Pero Pascual, no puede evitar ser pesimista. "Lo que ha pasado, lo que hemos vivido, es muy gordo. O lo transformamos ahora o no lo haremos nunca. Y el problema es que el sector público no se está moviendo lo suficiente", recalcan a infoLibre desde la patronal del sector.

Un modelo que no termina de cambiar

Gobierno, empresarios y sindicatos llevan meses negociando el nuevo modelo. Hasta el momento, sobre la mesa se han puesto hasta cuatro borradores diferentes. El último, a finales de febrero. El documento pone el foco en varios aspectos importantes. Uno de ellos, el tamaño de los nuevos geriátricos. El objetivo del Ministerio de Derechos Sociales es poner coto a los llamados macrocentros. Y, para ello, su última oferta conocida fija el número máximo de usuarios por residencia en los 90, dando un plazo de siete años a los ya construidos para que se adapten a esa cifra. Son, no obstante, cuarenta residentes más que los que estableció el Ejecutivo central en el primer borrador, algo que no termina de convencer a las familias.

Los pasos dados por algunas comunidades autónomas también van orientados a desterrar de una vez este planteamiento de centros masificados. Es el caso de Cantabria o Navarra. Ambas fueron las primeras regiones en reformular su modelo tras el estallido de la pandemia. La primera, a golpe de orden. La segunda, de decreto. En suelo cántabro, los geriátricos no podrán contar con más de 120 plazas, mientras que en territorio navarro esa cifra se sitúa en las 130. Mucho más exigente pretendía ser el Gobierno de Castilla y León. Así, el Anteproyecto de Ley que puso sobre la mesa hace casi un año planteaba que la horquilla se moviese entre las 40 y las 72 plazas. Pero el adelanto electoral frenó en seco su tramitación.

Pascual no cree que la clave esté en meter la tijera sobre el número de plazas, sino más bien en garantizar la calidad de los servicios. "Puedes ser un centro de doscientas pero distribuidas en pequeñas unidades de convivencia", apunta. Sobre este modelo de atención residencial están trabajando también en suelo cántabro, navarro, asturiano o valenciano. Se trata de una aproximación a los planteamientos de cuidados de los países nórdicos. En Suecia, por ejemplo, predominan las denominadas Gruppboende, residencias conformadas por un conjunto de pequeños apartamentos en los que conviven grupos reducidos de internos, algo que facilita las relaciones sociales y que puede ser efectivo a la hora de atajar contactos ante futuras pandemias.

Más allá de la reducción del tamaño de los centros, el nuevo modelo residencial estatal sobre el que trabaja el Ejecutivo también busca que las administraciones refuercen la labor de vigilancia. Así, la cuarta propuesta plantea que haya un inspector por cada 25 centros, lo que supone una mejora respecto a las propuestas anteriores –uno por cada treinta– pero que se encuentra alejado de lo que exigen las familias –uno por cada quince–. Antes de que estallara la pandemia, España tenía un inspector por cada 1.686 plazas de residencias, según las cifras recogidas por el director de investigación de infoLibre, Manuel Rico, en su libro ¡Vergüenza! Es escándalo de las residencias.

Entre territorios, las diferencias eran realmente significativas antes de la crisis sanitaria. Así, mientras que esa misma ratio se situaba en uno por cada 806 en La Rioja, en otras regiones como Extremadura, Galicia, Asturias, Madrid o Aragón registraban uno por más de dos millares de plazas. La comunidad presidida por Isabel Díaz Ayuso, una de las más castigadas por la entrada del coronavirus en las residencias, puso sobre la mesa el pasado mes de febrero su Anteproyecto de Ley de Servicios Sociales. Un texto que evitaba fijar objetivos. "La plantilla de personal inspector deberá tener una dimensión suficiente para garantizar el ejercicio de las funciones que la ley le encomienda", es lo único que se contempla.

Un sector que sigue precarizado

La crisis sanitaria puso a todo el sector contra las cuerdas. Sobre todo, a sus trabajadoras. En pocos días, se vieron completamente desbordadas. Sin medios materiales. Y con un agujero de personal, arrastrado desde hace años, que cada vez se hacía más y más grande. Ellas solas, aisladas para poner a salvo a sus familias. Aterradas ante lo desconocido. Una presión brutal que ha terminado haciendo mella en el colectivo. "Física y mentalmente estamos agotados", recordaba hace unos meses Sonia Jalda, portavoz del colectivo Traballadoras das Residencias de Galicia (Trega). Un cóctel explosivo de depresión, ansiedad y estrés que terminó por arrasarlas a nivel psicológico.

Dos años después nada ha cambiado. "Las condiciones de trabajo siguen siendo igual de penosas", explica al otro lado del teléfono Jesús Cabrera, responsable Negociación Colectiva Privada de la Federación de Sanidad y Sectores Sociosanitarios de CCOO (FSS-CCOO). Las plantillas, compuestas en su mayor parte por mujeres, continúan siendo totalmente insuficientes para atender a una sociedad cada vez más envejecida. No es un problema de ahora. Ya existía antes de que estallase la pandemia. Lo que pasa es que la crisis sanitaria sirvió para dejar al desnudo estas carencias de personal. "Hay que aumentar las plantillas para poder garantizar unos cuidados de calidad", exigen los sindicatos.

Este es uno de los pilares centrales de la normativa estatal en la que trabajan Gobierno y actores sociales, negociaciones que desde la patronal aseguran que se encuentran "estancadas". En su último borrador, Derechos Sociales sitúa la ratio de personal de atención directa (psicólogos, médicos, enfermeros o fisioterapeutas) en los 0,43 por cada residente, a alcanzar en enero de 2023, frente al 0,41 que habían puesto sobre la mesa en un documento anterior. Una cifra que la Comunidad de Madrid ha decidido situar en el 0,47 en su último acuerdo marco, el que fue presentado hace justo un año y que aún no ha sido aplicado.

El problema es que no resulta nada sencillo atraer a los profesionales a este sector. Y eso es algo que se puso de manifiesto durante el primer zarpazo del coronavirus. "Competimos con Sanidad y al final la mayoría prefiere ir antes a Ifema que a una residencia", señalaba en abril de 2020 en una de sus cartas el entonces consejero de Servicios Sociales de la Comunidad de Madrid, Alberto Reyero. La explicación, señala Cabrera, hay que buscarla en la brutal precarización de un sector donde menos de la mitad de los contratos son indefinidos a tiempo completo –el 48,8% en el último trimestre de 2021, frente al 48,1% en el segundo trimestre del año negro de la pandemia–.

Luego están las condiciones salariales. El último convenio colectivo estatal de los trabajadores de los centros residenciales privados expiró justo antes de que estallara la crisis sanitaria. Y, desde entonces, no ha habido manera de renovarlo. "La patronal lo mantiene bloqueado", denuncia Cabrera. Una parálisis que se ha traducido en una congelación de los salarios. Y eso que aquel texto contemplaba un alza anual de los conceptos retributivos en función al IPC siempre y cuando el PIB español hubiese experimentado en ese ejercicio un crecimiento anual superior al 2%. "En 2020 no sucedió, pero ahora la economía ha crecido por encima de esa cifra", apuntan desde CCOO.

Un gerocultor cuenta actualmente con un salario base de 959,27 euros. Y los enfermeros, trabajadores sociales, fisioterapeutas o terapeutas ocupacionales ni siquiera alcanzan los 1.300 euros. De ahí que los sindicatos hayan decidido dar un paso al frente. CIG, CCOO y UGT ya han anunciado una huelga para esta misma semana en Galicia, que sigue al parón protagonizado hace solo un mes por las trabajadoras del sector en Bizkaia. El objetivo, dignificar de una vez por todas un sector que, como el sanitario, puso toda la carne en el asador durante lo más duro de la pandemia.

Empresas presionadas por el aumento de los "costes"

El Círculo Empresarial de Atención a Personas (CEAP), la patronal con mayor proyección pública, es consciente de que si se quiere construir un modelo centrado en las personas es fundamental aumentar ratios y salarios. "Todos los proveedores de estos servicios quieren una transformación de verdad. Y sabemos que los sueldos tienen que ser más altos y que es necesario más personal", asevera Pascual. Pero para ello es necesaria una apuesta decidida por parte de la Administración. España, dice, sigue invirtiendo poco en dependencia. "Un 0,76% del PIB, frente a una media europea que es del 2%", explica al otro lado del teléfono. Y, desde que estalló la crisis sanitaria, el "sector público" no se está "moviendo lo suficiente".

Pascual señala que cualquier propuesta de mejora del modelo debe ir acompañada de financiación y una detallada memoria económica. "No hay forma de que las comunidades autónomas digan que van a aportar más dinero para afrontar esos cambios", sostienen desde CEAP. Con el nuevo modelo, la patronal calcula que las administraciones deberían pagar al día por plaza residencial concertada alrededor de 80 euros. Ahora mismo, según sus cálculos, esas cifras varían mucho en función de la comunidad. En Asturias, Extremadura, Andalucía o Galicia ni siquiera alcanza los 53 euros diarios, frente a otras regiones que superan los 70. "Vamos a diferentes velocidades", reflexiona.

El nuevo Acuerdo Marco madrileño sitúa el precio diario de cada plaza en los 74,88 euros, una subida de más del 37% respecto al que fijaba el anterior. "Es un buen punto de partida", opinan los empresarios, que insisten en que ellos no pueden asumir en solitario el incremento de los "costes" a los que han tenido que hacer frente en los últimos meses. "Los mayores problemas los estamos encontrando con la luz y el gas. Ha habido casos en los que nos hemos topado con subidas de hasta el 300%", explicaban a este diario desde un potente grupo residencial privado el pasado mes de febrero. Y eso que, por aquel entonces, no había todavía estallado en Ucrania una guerra que ha puesto todo por las nubes.

Con una inflación disparada, algunos grupos están repercutiendo el incremento de los costes sobre los precios de los centros, que ya de por sí resultan prohibitivos para buena parte de los mayores. "En relación al coste de su estancia para el año 2022 le comunicamos que tendrá un incremento del 6,5%, en base al incremento del IPC de 2021", rezaba a finales de enero una carta enviada a los usuarios de un centro ubicado en la provincia de Salamanca y perteneciente a uno de los grandes grupos residenciales.

El "abandono" institucional que sienten las familias

"Es cierto que habrá residentes que probablemente no puedan afrontar esas subidas", reconocen en privado algunas fuentes del sector pulsadas por este diario. Al fin y al cabo, en ese mismo ejercicio las pensiones contributivas y no contributivas apenas han aumentado un 2,5% y un 3%, respectivamente. La Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) ya ha advertido de los problemas que esto puede ocasionar "a medio y largo plazo" a los mayores, muchos de ellos en situación de vulnerabilidad. Sobre todo, en un contexto de dificultades económicas como el que ha traído consigo la crisis sanitaria.

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Noelia Sola apenas habla o camina. Con 81 años, es una de las usuarias de la residencia pública de Alcorcón, al sur de la capital. Allí pasó la durísima primera ola. Y allí continúa, en medio de un paisaje del que las restricciones siguen formando todavía parte. "Está costando que volvamos a la normalidad. Algunos centros no dejan todavía que los familiares puedan subir con los suyos a las habitaciones y continúan manteniendo horarios estrictos de visitas", cuenta Mariví Nieto, que además de hija de Sola es portavoz del colectivo Marea de Residencias. Y eso, dice, es un problema. Sobre todo, teniendo en cuenta el impacto que la crisis del coronavirus ha tenido sobre el desarrollo cognitivo de los mayores.

Dos años después del inicio de la pandemia, la palabra "decepción" está de forma permanente en boca de las familias. "Es frustrante que después de todo este tiempo no hayamos aprendido nada. Es evidente que se necesita un cambio radical en la gestión. Sin embargo, siguen existiendo los mismos problemas de recursos materiales y humanos de siempre", lamentan. A esto se añade el "abandono" que sienten por parte de las instituciones. Duele "mucho" que, después de todo lo vivido, parezca que se intente "tapar" lo sucedido.

Las comisiones de investigación parlamentaria son bloqueadas por las diferentes mayorías, a izquierda y derecha. Y las denuncias que llegan a manos de la Fiscalía terminan, en la mayoría de los casos, guardadas en un cajón. Según datos de Amnistía Internacional, casi nueve de cada diez investigaciones penales del Ministerio Público han sido archivadas. Una situación que no hace otra cosa que instalar, a ojos de las familias, un clima de "impunidad".

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