Crónica marciana del colapso democrático

Imagen editorial.

Hace seis meses, en los albores del verano, el país estuvo en vilo por un fin de semana políticamente explosivo. Pedro Sánchez acaba de salvar los muebles en julio de 2025 al dirigirse al comité federal de los socialistas para volver a pedir perdón, confesar el error de confiar en quienes no lo merecían (sin aludir ni de pasada a la presunción de inocencia, cosa que rectificaría tiempo después), enumerar un paquete de medidas anticorrupción y antimisoginia y anunciar otras tantas que expondrá unos días después en un discurso en el parlamento a petición propia. 

Ese comité federal sucede en el mismo fin de semana en que el PP ha celebrado en Madrid su Congreso nacional (programado en Valencia y desprogramado después) para ratificar la candidatura de Alberto Núñez Feijóo a las próximas elecciones y derramar una euforia palpable ante la debilidad del gobierno tras la publicación del primer informe de la UCO contra la trama de presunta corrupción que ahora encabezaría Santos Cerdán, el segundo secretario de organización escogido y cesado por exclusiva responsabilidad de Sánchez, sin que hubiese detectado que ahí había una (o incluso dos) semillas del mal: José Luis Ábalos, primero, y Santos Cerdán, después, con sospechas aumentadas significativamente con el nuevo informe de la UCO de noviembre: la cutrez económica de la trama no resta nada de obscenidad y bochorno a una operativa de corrupción clásica.

Desencajado y roto

El rostro de Sánchez en la comparecencia inmediatamente posterior a la publicación del primer informe, allá por julio, fue la viva imagen de la desolación: desencajado y roto. El golpe era a la confianza entregada al hombre, a los hombres que lo habían apoyado desde el primer momento en su intento de recuperar la secretaría general del PSOE en mayo de 2017, tras haber sido defenestrado por un golpe interno liderado por la vieja guardia (que seguía y sigue de guardia). No debía haber muchos nombres por entonces dispuestos a enrolarse en el equipo del perdedor humillado, subirse al famoso Peugeot (que es real y caben los que caben) y secundar el empuje de quien había sido derribado por los poderes intestinales del socialismo histórico, frontalmente enemigos de las hipotéticas alianzas políticas de Sánchez (en particular con Podemos) y, desde luego, resentidos por la deriva independiente de un secretario general que no había entendido su transitoriedad instrumental en el cargo. Según el informe de la UCO, solo dos días después del regreso de Sánchez a la secretaría general del PSOE, Santos Cerdán habría puesto en marcha la trama de mordidas con Acciona.

El papel de El País en esa batalla de la familia socialista fue estelar y aún recuerda buena parte de la redacción el bochorno espeso y transversal de leer en un editorial del periódico la expresión “insensato sin escrúpulos”, dirigida a quien era en septiembre de 2016 nada más que candidato a secretario general del PSOE. Quiero decir que todavía no era el okupa de la Moncloa que después vieron abundantes y exquisitos demócratas. A título de anécdota reveladora de la línea monolíticamente fiel a Susana Díaz (y a Pérez Rubalcaba) que adoptó El País dirigido por Antonio Caño, la victoria de Sánchez en el comité federal que lo restituyó a la secretaría general propició que la web del periódico incluyese, esa misma noche, con el resultado ya escrutado y confirmada la victoria de Sánchez, un único artículo favorable, cuando todo estaba resuelto ya. El sumario del artículo estaba bien puesto porque aludía a una fotografía criminal, donde todos los cargos del partido expresaban su solidaridad con Susana Díaz, y desde entonces unos cuantos supimos que Sánchez iba a ganar: “El día que el simpatizante [aunque solo votaban militantes] vio la foto a la búlgara de Susana Díaz, jaleada y admirada por todos, comprendió que debía votar contra ella.”

El impacto simbólico y material de las revelaciones contra Santos Cerdán ha sido sísmico en el partido socialista, y en el mismo gobierno de coalición, entre su militancia y entre sus votantes. Las reservas confiadas en la presunción de inocencia han ido menguando con las sucesivas revelaciones, pese a que la UCO haya sido también un cuerpo severamente cuestionado por algunas de sus actuaciones, en particular cuando trabajó a las órdenes del ministro que activó los poderes policiales del Estado para perseguir a quienes entendía que eran sus enemigos políticos, como los independentistas o los greñas de Podemos: Jorge Fernández Díaz. La alta representación de la ultraderecha en los sindicatos de la Guardia Civil y la Policía Nacional no permite conjeturar a bote pronto una simpatía frenética por el Gobierno de coalición de rojos y rompepatrias, del mismo modo que informaciones dispersas trasladan la percepción de una bronca sistemática y honda contra el propio Sánchez por parte de amplios sectores de la policía y la Guardia Civil (sin mencionar la imperturbable, intangible e indoblegable equidistancia que el poder judicial ha exhibido sin una sola mueca, en particular tras el fallo que condena al fiscal general del Estado). Era la reacción de resistencia contra la traición a la unidad de España por indultar primero y pactar después la ley de amnistía con los condenados independentistas que quebraron (y lo quebraron de verdad) el Estado de derecho en 2017. 

El desengaño ha cundido, la decepción es contagiosa y apenas parece existir alguien (que no sea el propio Sánchez y su mujer) dispuesto a metabolizar los daños directos y colaterales y mantener la alianza estratégica con los socios parlamentarios para respaldar la continuidad del gobierno de coalición. Los informes de la UCO y las graves acusaciones que contienen habían de ser el golpe de gracia final a un presidente, y así lo vivió una mayoría de medios de la infoesfera radicada en Madrid y convencida de estar ante el último asalto contra un presidente a quien negaron desde el origen, y siguen negando mientras escribo, la legitimidad democrática, con todas las letras. Esperaban de él una quiebra política que no llegó ni antes ni durante ni después de este verano de 2025. Volvieron a precipitarse y volvieron a infravalorar al mayor animal político de la España del siglo XXI.

Afanes de la izquierda

Cuando titulé con deliberada provocación Contra la izquierda un panfleto de 2018 en favor de la izquierda, la coyuntura doméstica era otra muy distinta a la actual, e inédita en la historia de nuestra corta democracia. Yo seguía impactado con la fotografía icónica que arruinó la menor posibilidad de victoria de Susana Díaz y facilitó la victoria de Pedro Sánchez en el PSOE, pero con todas las dudas sobre los pactos potenciales a un lado, Ciudadanos, o al otro, Podemos, y probablemente Sánchez tampoco sabía del todo por dónde irían los tiros. Tampoco nadie pudo prever un ataque de hybris tan desaforado como el que padeció Albert Rivera para llevar denodadamente a la bancarrota a su partido en las elecciones de noviembre de 2019, tras reducir a 10 sus 57 diputados. 

El dilema para el electorado de izquierdas consistía en 2018 en romper inercias enquistadas y favorecer o no las condiciones para que dos fuerzas de izquierdas, el PSOE y Podemos, pactasen una coalición de gobierno que parecía entonces inconcebible y antinatura, poco menos que la víspera del abismo democrático, incluso para cabeceras tenidas por progresistas, como El País. En mi lógica, y diría que en la de la mayoría de votantes tanto de PSOE como de Podemos, los dos partidos acabarían cediendo parte de sus posiciones. Y eso es lo que acabó sucediendo tras múltiples vueltas y revueltas que culminaron en una repetición electoral en 2019 y el aviso muy franco sobre la fatiga de materiales del votante de un hipotético Gobierno de coalición. La moción de censura de junio de 2018 contra Rajoy había puesto en marcha las condiciones de posibilidad (y la confianza ciudadana) para que unas elecciones validasen la existencia de una mayoría parlamentaria contraria a la que encarnaba el PP en minoría de Rajoy. 

Ruina incalculable

A la altura de 2025, siete años después de aquella moción y del primer pacto de gobierno entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, la percepción de que España vive con Pedro Sánchez un colapso democrático incalculable ha sido buscada de forma programática por una gran parte del ecosistema mediático español, en íntima conexión con la movilización digital de la ultraderecha. Según los titulares, columnistas, comentaristas y tuiteros de un porcentaje enorme de medios españoles, España ha tocado fondo con Sánchez. Ese podría ser el titular unánime que compartirían sin arrugar la nariz desde José Antonio Zarzalejos, Andrés Trapiello o Daniel Gascón hasta Federico Jiménez Losantos, Pedro J. Ramírez o Rubén Amón. La deformación grotesca forma parte de los recursos de la propaganda política y buena parte de los articulistas de la derecha han renunciado a la crítica racional y argumentada del poder para generar (o secundar) contrapropaganda al hilo de un impulso que trasciende a la sociedad española. Tiene etiología muy fácil de seguir, desde el precursor maestro de la desinformación y la autopropaganda que fue Silvio Berlusconi (el duopolio televisivo en España cumple aquí ese papel, hoy algo cuarteado con la nueva RTVE de José Pablo López) y hasta el ideólogo del trumpismo, Steve Bannon, y su descarnado uso del nuevo márketing digital (lo que incluye televisiones, webs, falsos medios, etc.) para llegar a donde estamos hoy: “inundar el escenario de mierda”.

Cuando los votos escrutados el domingo 23 de julio de 2023 empezaron a desinflar la burbuja propulsada por la demoscopia performativa (es decir, fabricar predicciones que induzcan el resultado que se quiere obtener) y se vio que no había números para un Gobierno de derechas con la ultraderecha, cundió la estupefacción. Sin embargo, la misma empresa de demoscopia contratada por El País y la SER, 40dB., no solo no había descartado una posible repetición del gobierno de coalición sino que había dado un margen razonable de probabilidad para ese resultado, con el consiguiente pinchazo de una burbuja dopada por la trepidación de decibelios demoscópicos digitales, mediáticos y políticos. 

El fiasco fue de campeonato y cuantos habían ido repartiendo cargos –lo hacían en público, a la vista y audición de cualquiera, incluido yo, entonces subdirector de Opinión de El País– entraron en una contractura política depresiva, furiosa y resentida. Bastaba ver las caras de tertulianos y súperexpertos demoscópicos la noche del escrutinio en las televisiones, en particular la del gurú de la derecha, Narciso Michavilla (tecleo “demoscopia Michavilla” en Google porque he olvidado el nombre de pila y el primer resultado es de Telemadrid con este titular: “Por primera vez en Madrid hay un sentimiento de agravio”: incombustible). Las derechas no sumaban mayoría absoluta, las izquierdas podían negociar los votos para una investidura de Sánchez y la digestión de ese fracaso iba a ser espantosamente difícil y, quizá, también muy temeraria, como en otros episodios de la historia democrática en los que la derecha había perdido un poder que creyó asegurado: 2004 es la fecha clave, con la victoria de Zapatero contra Rajoy, como lo había sido antes 1993, tras la última y agónica victoria de Felipe González contra el primer Aznar. Luego ya se destapó la agenda oculta, que dijo Javier Pradera, y llegó el segundo y pletórico Aznar entre 2000 y 2004.

Conspiranoias

La mentalidad conspiranoica es innata en el ser humano y, de hecho, forma parte del instrumental de la inteligencia para interpretar la realidad política y social: las confabulaciones, las tramas secretas, el golpismo blando, la pura conspiración forman parte de las rutinas de la batalla política democrática, no desde la presidencia de Pedro Sánchez exactamente sino desde el primer atisbo de poder en la Roma de la antigüedad (y seguramente, antes). Por definición suceden esas operaciones en las sombras y en los reservados; necesitan del silencio y la complicidad blindada, crecen en el rumor y la conjura y se nutren de odios y rencores con venganzas aplazadas y objetivos gélidamente asumidos como necesarios y a cualquier precio: es la lucha por el poder. 

Las conspiraciones existen, por supuesto que existen, pero suelen confirmarse tirando a tarde, cuando ya se han producido, porque la mayoría de ellas fracasan o no logran sus últimos objetivos: ¿existió una fronda conspirativa desde el mismo 14 de abril de 1931, cuando ganaron las izquierdas republicanas en unas elecciones municipales contra las derechas monárquicas? Por supuesto que existió, pero sus mimbres y sus titulares necesitaron del azar, de una legitimación oportunista, de accidentes providenciales y de un general brutal para asomarse efectivamente al 17 de julio de 1936 y lanzar el golpe de Estado a sangre y fuego (duró 40 años la victoria). 

La opinión pública ha experimentado en carne propia desde la misma moción de censura de 2018 la evidencia de vivir bajo un Gobierno que hace aguas por todos lados. Desde el fracaso electoral de las derechas en julio de 2023, se desayuna día sí día también con una catarata encadenada de casos judiciales cuya gravedad reside en las partes implicadas, investigadas o públicamente acusadas, más que en las acusaciones propiamente dichas o las pruebas concluyentes y a veces ni siquiera indiciarias (a excepción de las acusaciones que desnudan la premeditación corruptora nada menos que de dos secretarios de organización consecutivos del PSOE). La confluencia de múltiples casos judiciales en un tramo de tiempo muy corto puede delatar una lujuriosa hiperactividad delictiva del Gobierno o puede confirmar un frenesí de diligencia jurídica por parte de un sector de la judicatura a la hora de abrir causas con base probatoria endeble o inane, por no decir solo falsa. 

La ciudadanía puede sentir que la ofensiva opulencia de complicaciones solo puede ser el colofón natural de un Gobierno de origen ilegítimo, como lleva difundiendo la derecha política y mediática desde 2018, un poco más expresamente desde 2019 y ya desatadamente desde 2023. Los casos probarían flagrantemente que los gobiernos de Sánchez están lastrados por su originaria ilegitimidad democrática y que nunca debieron existir porque nunca debió prosperar la moción de censura tras el imprevisto cambio de voto del PNV. La paz del PP en 2018, tras haber aprobado los presupuestos generales de Mariano Rajoy unos días antes con los votos del PNV, se pudría en apenas horas ante la sentencia firme de un juez que señalaba al PP como partícipe a título lucrativo de una trama de corrupción estructural y multimillonaria que ha seguido coleando en decenas de juicios e imputados hasta finales de 2025, con decenas de sentencias condenatorias y años de cárcel para decenas de cargos. En un reciente documental, es Mariano Rajoy quien a la vista de la sentencia condenatoria de 2018 puntualiza con fina puntería lo que entonces pensó: “Ahí hay algo”.

Esa sentencia sirvió para cambiar el voto del PNV y propiciar un relevo en la presidencia del gobierno respaldado por una miríada heterogénea y contradictoria de partidos que sintieron el hedor de la corrupción de un partido bajo el mando de José María Aznar y un gobierno bajo el mando de Mariano Rajoy (aunque aún nadie sabía todavía las presuntas trapacerías que hacía el despacho privado fundado por su ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro). Unió en torno a Sánchez a ese conglomerado de partidos la evidencia sentenciada por un juez y la convicción algo más que razonable de que ese mismo ejecutivo de Rajoy había gestionado de la peor manera posible la confrontación estable, cronificada e instada desde la Generalitat de dos millones de catalanes dispuestos a independizarse del Estado por las buenas o por las malas.

Conjeturar la existencia de un centro de control del tráfico jurídico de las distintas demandas en marcha, o presumir una secreta coordinación mediático-jurídica para derribar por vía judicial a Sánchez, es un desvarío típicamente conspiranoico, tan típico que la decencia intelectual y la mera probidad obligan a desautorizar la hipótesis ante la flagrante ausencia de pruebas. Nadie ha visto, qué sé yo, a Manuel Marchena dando instrucciones al juez Peinado o al juez Hurtado ni a nadie de la Sala Segunda del Supremo (donde sigue Marchena, inmaculadamente ecuánime en un libro incomprensiblemente angustiado por el estado de La justicia amenazada) para que actúen así o asá. Nadie ha pillado un email o un wasap donde se coordine con la prensa de la derecha el enfoque de una información, el orden del argumentario de los tertulianos televisivos, la gestión de las redes y las lanzaderas de los bots, de los titulares y la emisión en sesión continua de afirmaciones insostenibles, a través de webs que no son medios pero obtienen ingresos por publicidad pública y una resonancia cacofónica a través de su redifusión en programas televisivos y otras terminales más o menos reales. Es verdad que el fallo contra el fiscal general, todavía sin sentencia redactada a la hora de cerrar este número, podría dar madera interminable sobre la valoración que hacen los jueces de los indicios probatorios y sobre las motivaciones de algunas de sus decisiones más arriesgadas. 

Nostalgias caoba

No es necesario elucubrar con ánimo conspiranoico para identificar la repetición de un patrón de conducta en algunas iniciativas jurídicas muy pobremente fundamentadas, pese a la gravedad de las acciones que motivan. El descrédito en el que parece sobrevivir este gobierno de la infamia bajo el mando de Sánchez en Moncloa tiene otro soporte de prestigio, muy minoritario y en realidad testimonial, pero con peso todavía en algunas élites. Buena parte de ellas están ya inmersas en una deriva ultraderechista sin disimulo, incluidas algunas élites empresariales tan absortas en sus negocios que ignoran que están financiando con publicidad a medios sin la menor deontología profesional. Repito. Grandes empresas del Ibex ponen publicidad en webs de supuestos medios digitales que aparentan ser medios profesionales -el ejemplo más obvio es esRadio, de Jiménez Losantos, pero son muchos más- cuya función básica es distorsionar, tergiversar y difamar sin ninguna consecuencia, ni siquiera la retirada de los fondos que asocian el nombre de una empresa del Ibex con un ultramedio. 

A donde iba es a otro sitio. La élite intelectual de la Transición y buena parte de la democracia ha gestionado con muchas dificultades el salto al siglo XXI y las nuevas trincheras sociales y políticas que contestaron a una crisis absolutamente brutal desde 2011, movilizándose en las calles e inventando banderas diferentes según la geografía de un país con naciones y sensibilidades públicas distintas. La quiebra de un bipartidismo ineficiente y francamente confraternizador fue la bandera que animó a Podemos a lanzarse a la conquista de las instituciones y, por el lado catalán, la quiebra de la unidad de España fue la bandera salvadora del independentismo. Los dos venían a romperlo todo y demasiados de los intelectuales de referencia montaron en cólera, en el sentido literal, frente al desaguisado de jóvenes de todas las cataduras saliendo a la calle sin cesar y muy cabreados. En un consejo editorial extraordinario que organizó Antonio Caño diría que en 2015 o 2016 –yo entonces era opinador político ocasional y crítico literario regular en Babelia–, nos invitaron a unos cuantos colaboradores para hablar de lo que creíamos que estaba pasando. Dije lo que acabo de contar, la teoría esta improvisada casi de las dos trincheras contra las que se atrincheraron Savater, Azúa o Carreras, y fueron ellos quienes estallaron en una suerte de colapso sanguíneo que les hizo enrojecer hasta la combustión, incapaces de escuchar una versión distinta de la mera descalificación y sin entender que esas dos movilizaciones valían como excrecencias naturales de una democracia cambiante y viva. 

Ambas –la nueva izquierda y el nuevo independentismo, que no ha sido nunca de izquierdas– eran respuestas políticas con amplio respaldo social a una crisis sistémica de Estado. Llegaba inducida no solo por la crisis económica derivada de la bancaria de 2008 en Estados Unidos, sino por la pasividad calculada, levemente arrogante y quizá también envejecida de la izquierda socialista para afrontar las múltiples reformas que nadie había acometido en democracia, y que siguen sin acometerse. En esa época, antes del clímax de octubre de 2017, el debate sobre la reforma del Estado y la Constitución saturaba las páginas de la prensa, pero la reforma real llegó de otro modo e imprevistamente, por las bravas y desde el suelo que pisamos cada día, las calles, las pancartas, las acampadas, hasta plantarse Podemos en el Parlamento con 69 diputados, bordeando el empate en votos con los socialistas, y por parte de los independentistas infligiendo al Estado de Derecho desde el Parlamento catalán la mayor quiebra que ha vivido en democracia.

Algunos columnistas, no solo los que he nombrado hace un momento, se refugiaron muy pronto en el amarillismo más embarazoso, sin temor a una angustiosa pobreza de argumentos, un sofocante egotismo, una sectarización de sus posiciones políticas y una dependencia de la jauría de hinchas internautas que solo favorece la domesticación de los autores, aunque piensen que incentiva su valentía corsaria. Se sintieron héroes de la resistencia del orden de la Transición, sin procesar lo que había de genuina y legítima reclamación en multitudes de ciudadanos asqueados de la corrupción del PP y de la pasividad táctica del PSOE, en medio de una crisis económica que descapitalizó a familias de clases medias que jamás creyeron que volverían a la angustia de fin de mes o del fin de cualquier expectativa de prosperidad. 

La última etapa de muchos de los articulistas históricos y hasta fundadores de El País en un digital que exhibe el amarillo en su portada –The Objective– es consecuente con esa deriva, y quizá es la herida patriótica lo que está detrás en el caso de muchos de ellos para haber descendido a los suburbios del amarillismo intelectual sin darse cuenta, sin poner reserva, sin frenar la caída con el freno de mano, hidráulico, por ABS o por inyección, si eso existe.

Fuentes de legitimidad averiadas

No están solos. No es un fenómeno exclusivo de pensadores, ensayistas y escritores que superan hoy los 70 años. Las fuentes de legitimidad del discurso que acusa a Sánchez de destruir España son múltiples, pero entre esas élites ha calado un libro titulado España. Su autor es Michael Reid, relevante firma de The Economist, y su extensísimo ensayo viene a ratificar como verdad de manual o verdad ofensivamente obvia que llevamos veinte años de decadencia política y disolución nacional que arrancan de la derrota del delfín señalado por Aznar en las elecciones de 2004. La persistente y errada mentira de atribuir los masivos asesinatos de casi 200 personas a ETA acabó siendo el empujón que necesitaba un Zapatero ascendente. Quizá él solo no hubiese llegado a ganar, pero acompañado por la batería de embustes que mantiene todavía hoy El Mundo, con su entonces director a la cabeza, Pedro J. Ramírez, sobre la autoría de la matanza, condenó al PP a perder unas elecciones que podía haber ganado con una gestión menos obscena y retorcida de la mentira del atentado.

Buena parte de la opinión culta española ha creído identificar en esa España de Reid por fin el relato compacto de nuestro catastrófico siglo XXI y las causas profundas del colapso democrático que, según ellos, vivimos desde que Sánchez es presidente. Zapatero desarboló el orden natural de las cosas en 2004 y acabó con el feliz mundo que fabricó la Transición (y tal y cual), y ya solo resta que añorar dolientemente y, a veces, enfurecidamente unos tiempos de consenso y concordia que, por supuesto, jamás existieron, excepto en las mermeladas autobiográficas y autojustificativas de sus desconsolados protagonistas. 

Esa España responde milimétricamente a las magulladuras en el orgullo y la vanidad que han ido recibiendo las sucesivas clases políticas e intelectuales destronadas en los últimos decenios, en particular los primeros 20 años del siglo XXI. Lo que cuenta ese cuento es que la renovación política de la izquierda socialista, primero con Zapatero, frustrada in extremis en el caso de Carme Chacón (derrotada mamporreramente contra Pérez Rubalcaba en el congreso socialista de 2014) y contra pronóstico en el caso de Pedro Sánchez, incumplió el programa trazado por los padres de la Transición. La consecuencia fue entregar el poder a jóvenes “inexpertos” que desobedecieron el mandato “moderado” de la socialdemocracia de Felipe González hasta el extremo de que Michael Reid llega a creer que Zapatero vino a ser en 2004 el presidente de Podemos que Podemos nunca llegó a tener: una especie de Pablo Iglesias avant la lettre.

Semejante despropósito es delator en su misma inanidad analítica, pero sobre todo expresa la amargura encriptada de quienes han seguido actuando en la esfera pública como iconos de un bien perdido o arrebatado. En particular, Felipe González, que ha permanecido ancho y ajeno a la transformación que ha vivido la España del siglo XXI como democracia consolidada (y no al revés). Lo que ellos viven como desmoronamiento de la arquitectura transicional es precisamente el argumento central del éxito de esa transformación histórica. Su mutación en una sociedad más exigente y más deliberativa, menos obediente, más incómoda y más discutidora es el mejor éxito, aunque hoy lo deploren y lo vivan desde las trincheras defensivas de un patrimonio estático al que no saben reconocer su mejor mérito: haber engendrado las condiciones de posibilidad para una sociedad democrática capaz de ofrecer un horizonte de emancipación laboral y de derechos sociales y libertades que no estuvieron previstos en ninguna agenda socialdemócrata anterior. La democracia se juega jugando, y si todos los caminos están ya transitados, deja de haber juego alguno, las nuevas generaciones se desentienden y la democracia se para y, por supuesto, se pudre, aunque sus fundadores crean que esa putrefacción valida en realidad el embalsamamiento de la consagración de sus méritos.

Mientras gobernó González, sobre todo en su etapa final, el PSOE fue pasto de navajazos incontables por parte de quienes hoy añoran muy falsamente los plácidos tiempos de una España socialista en concordia feliz y abonada al consenso mañana, tarde y noche. Pero es una grotesca falacia esa España porque el acoso que vivió Adolfo Suárez a manos de jóvenes salvajes que se llamaban Felipe González y Alfonso Guerra fue despiadado, hasta la aniquilación humana del personaje. También los decibelios de la desesperación para recuperar el poder subieron espectacularmente en los ataques sincronizados de la derecha para derribar a cualquier precio al gobierno del mismo Felipe González de 1993 y finalmente de 1996. La densidad, calado y espanto de los casos de corrupción que se acumulaban sobre la mesa de problemas de González era de tal magnitud que hasta Javier Pradera –antiguo asesor informal del presidente– llegó a sugerir la conveniencia de una dimisión paliativa. 

Otros actuaron de forma mucho más imperiosa. Luis María Anson reconoció en 1998 la existencia de una conjura contra Felipe González que alineó de forma consciente y coordinada desde 1993 (tras su victoria en las elecciones de ese año) a directores de periódicos, directores de radios, intelectuales y escritores celebérrimos explícitamente concertados con ese fin, incluso a riesgo de hacer tambalear las estructuras del Estado, según declaró el propio Anson una vez cumplida la misión [se acuerda de esta peligrosa aventura Sergio del Molino en este mismo TL]. La sociedad española tiene memoria de una quiebra de la lealtad democrática empujada por el llamado sindicato del crimen con figuras estelares como el entonces director de El Mundo, Pedro J. Ramírez, Jiménez Losantos, Camilo José Cela o quien también entonces era director, pero del ABC, Luis María Anson. 

El ensueño secreto o la fantasía húmeda que corre por despachos, reservados y tertulias formales e informales es que vuelva por fin el poder al lugar de donde nunca debió haberse ido hace veinte años, es decir al paraíso luminoso de un inventado bipartidismo tranquilo, consensual, pacífico, educado y tolerante. Quizá su versión 2.0 sería el fantaseado gobierno de concentración que salvase a España gracias a la alianza del PSOE y al PP para acabar con la turbamulta. A veces suena esa rumorología –o esa expectativa política– como sonaban hace cien años los políticos defensores de la Restauración, sin recordar que llegó en 1914 un joven de 30 años, José Ortega y Gasset, dispuesto a hacer añicos ese espejismo de paraíso con un discurso salvaje, destructivo, sin piedad y matriz de buena parte del impulso ideológico que llevaría finalmente a la Segunda República. La idealización simplista de la Transición es la causa humanamente comprensible que explica esa versión sacarinada del pasado, pero a la vez tiene el efecto corrosivo de devaluar hasta la derogación lo que viene después –los últimos veinte años– como adulteración democrática. No entendieron lo que empezaba a suceder tras la cascada de la crisis desde 2011, y ahí siguen, en la trinchera atrofiada del triunfo histórico.

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