Maldito invierno

El Bund de Shanghái sin su habitual iluminación el pasado mes de septiembre debido a las fuertes restricciones energéticas implantadas por el Gobierno chino

Xosé Carlos Arias

No hace tanto tiempo, sólo hay que remontarse década y media atrás, prevalecía en el mundo desarrollado una mentalidad de racionalidad colectiva y estabilidad a largo plazo de las realidades económicas y sociales. En el campo de la economía, teorías tan sofisticadas como influyentes partían de supuestos como el de “expectativas racionales” o “eficiencia natural de los mercados” que, entre otras cosas, conducían al pronóstico de que los ciclos económicos y otras zarandajas eran cosa del pasado. Pero no se trataba sólo de un par de argumentos, sino de toda una visión, difundida con mucha fuerza en los ámbitos políticos y más allá; por ejemplo, un ensayo de mucho éxito en esa época llevaba por título nada menos que La sabiduría de las multitudes. Todo eso, que hoy sabemos que en realidad tenía bastante sonambulismo e ilusión, se empezó a desmoronar en 2008, pero a estas alturas es ya una ruina total. Después de tantas sorpresas, de tantas vueltas de tuerca en una continuada espiral de crisis, lo que se impone es la percepción opuesta: la de que siempre parece que viene algo peor. Rememorando aquel título célebre, en unos pocos años hemos pasado de un mundo de integrados a otro en el que abundan los apocalípticos. Y vaya si se dejan ver.

Parece evidente que estos últimos meses se han multiplicado los sentimientos de aprensión ante lo que viene. Carpe diem, dijeron algunos antes del verano: disfrutemos de estas semanas, viajemos, gastemos, porque se está acercando un tsunami que nos alcanzará de lleno allá por el otoño o el invierno. Será el invierno del descontento. Lo que explica en mayor medida la amplitud que está cobrando esa percepción cargada de aprensión y no poco miedo es, creo yo, el entorno incierto que caracteriza este tiempo. Incertidumbre radical lo llamaba Keynes: una situación en la que se hace imposible un cálculo confiable de costes y beneficios, por lo que a los argumentos económicos comienzan a faltarle tierra bajo los pies. En eso andamos ahora, cuando decimos, con razón, que nos sacude “una crisis de nuevo tipo” (aunque es verdad que desde 2008 todas las crisis son de un tipo nuevo). Pero es verdad que las complejas implicaciones económicas de la postpandemia se entremezclan con los nuevos problemas y encrucijadas derivadas de la guerra del Este de Europa: una crisis energética aguda, la inflación alcanzando cotas desconocidas en cuatro décadas, y un nuevo escenario geopolítico que puede alterar significativamente la dinámica de la economía internacional.

La recesión a la vuelta de la esquina

Parece indudable que lo que viene, lo que se está gestando ya, es una fuerte desaceleración económica, particularmente en Europa, asociada a un verdadero shock de abastecimiento de materiales básicos, sobre todo energéticos. La recesión está a la vuelta de la esquina, sobre todo en los países del centro de Europa, entre los que se cuenta la ahora renqueante locomotora alemana. Por su parte, los precios durante un tiempo seguirán muy por encima de lo que han sido sus patrones en los últimos treinta años, y ya se sabe que las carestías han sido el caldo de cultivo perfecto para el aumento del malestar y la conflictividad social. Y todo eso se da en contextos políticos cada vez complejos, en los que fuerzas extremistas de derecha, ocupan cada vez más espacios de poder. No son buenos tiempos para la idea de democracia liberal, ni parece que eso vaya a mejorar en el futuro inmediato. La hora parece proclive, por tanto, a los oráculos funestos. Con frecuencia los mensajes que hablan de abismos e incluso de hundimientos inminentes resultan amplificados por el juego político, en el que algunos partidos de oposición buscan sacar rédito del creciente malestar asociado a una percepción pesimista de la economía. Esos partidos han olido la sangre, sobre todo en lo que tiene que ver con la inflación: la experiencia del último medio siglo sugiere que si la inflación no se modera en los próximos doce meses, muchos gobiernos lo van a tener difícil. Aunque a veces son también los propios gobernantes quienes lanzan señales de alerta (piénsese en el presidente Macron y su “fin de la abundancia”).

Lo que se está gestando ya, es una fuerte desaceleración económica, particularmente en Europa, asociada a un verdadero shock de abastecimiento de materiales básicos, sobre todo energéticos

Ese cuadro adverso dominado por las dudas y algún atisbo de pánico explica que en las políticas económicas que están aplicando los gobiernos (incluso los más anclados en los principios económicos liberales) haya medidas que hasta ayer mismo eran poco menos que demonizadas. Por ejemplo, en muchos lugares se reclaman ahora intervenciones directas sobre los precios (lo más alejado que cabe imaginar respecto a la idea de puro mercado). O se congelan los alquileres. O se nacionalizan compañías del sector eléctrico, como ha ocurrido en Francia. A estas alturas –después de casi quince años de políticas monetarias o fiscales muy heterodoxas, con frecuencia denominadas píamente “políticas no convencionales”– tampoco nos vamos a extrañar demasiado, pero llama la atención la fuerza que está cobrando todo lo que suena a excepción.

Motivos para la preocupación, por tanto, no faltan, pero cabe preguntarse si esos escenarios tan inquietantes que se van imaginando son realmente creíbles. ¿Lo son? Pues no parece. Las previsiones que parecen más razonables (muchas de ellas asumidas por los principales organismos internacionales) apuntan, junto a los riesgos, también a algunas señales en positivo. Por ejemplo, la recesión –que en términos técnicos se define como un crecimiento negativo del PIB durante dos trimestres seguidos– parece inevitable, pero eso es compatible, al menos para el caso de España, con un crecimiento que debiera superar un notable 4 % este año (y en torno al 2 % el año próximo). Y con respecto a la inflación también hay algunas buenas noticias: se registra ya un abaratamiento de numerosas materias primas y fletes, raíz de la agitación de los precios hace año y medio, sin que, por cierto, aparezcan por ninguna parte las temidas espirales precios-salarios. En realidad, el primer brote inflacionario, originado en la ruptura de numerosas cadenas internacionales de suministros (o sea, el anterior a la guerra) ya ha sido en buena medida controlado. Queda lo otro, claro.

No sería la primera vez que los anuncios y advertencias se autocumpliesen. Con frecuencia los mensajes que hablan de abismos e incluso de hundimientos inminentes resultan amplificados por el juego político

Los oráculos no son inocentes

Otro ejemplo. Todos hemos escuchado mensajes alarmantes sobre un eventual default de la deuda de los países del sur de Europa, entre ellos el nuestro. ¿Default? Ahora mismo parece algo impensable, pues la prima de riesgo española ronda los 120 puntos básicos, cuando allá por 2012 y 2013 –años en que sí estuvimos cerca de la suspensión de pagos– llegó a superar los 600. El problema, respecto a este y a otros asuntos, es que el comportamiento de toda economía contiene un elemento psicológico importante, relacionado con la confianza: no sería la primera vez que los anuncios y advertencias se autocumpliesen. No vaya a ser que de tanto hablar del abismo, acabemos topando con él. Los oráculos siniestros no son, por tanto, ni inocentes ni inocuos.

Los comentarios anteriores no llevan a negar que este momento resulte excepcional para la marcha de la economía y la sociedad, sobre todo si incorporamos las luces largas a nuestra mirada. En los últimos años múltiples transformaciones están tomando forma con intensidad. Es la doble transición, digital y medioambiental, pero también otras grandes mudanzas, como la que se registra en la dinámica de los mercados globales y que algunos anuncian como slowglobalization. Esa situación impulsa también, como una corriente de fondo, las aprensiones y temores con rasgos milenaristas. Y no es raro, porque esas transformaciones traen consigo promesas de prosperidad pero también importantes amenazas y dudas en torno a todo lo conocido.

En el entorno creado por los grandes cisnes negros de la pandemia y la guerra esa percepción se ha reforzado. Frente a las acciones para combatir el cambio climático, por ejemplo, hoy sabemos que no será una tarea sencilla, pues con seguridad afectará a nuestro nivel de vida y podría interferir con otras prioridades. De hecho, el golpe energético ha llevado a los gobiernos a postergar los objetivos de descarbonización (aunque el verano de fuego y sequía nos lo haya recordado con dramatismo), de forma que cuando parecía que avanzábamos en serio en la lucha climática, en realidad retrocedemos.

Pero también respecto de estos asuntos, que son los sustanciales, hay motivos para no caer en la melancolía. Después de todo, ha sido en los últimos años cuando en Europa los poderes públicos han dado pasos importantes y bien pensados para liderar esas profundas transformaciones, haciéndolo además con un ojo puesto en la cohesión social y la propia integración paneuropea. Los grandes planes de inversión dirigidos a impulsar la transformación productiva y la resiliencia, financiados con deuda común, comienzan a estar plenamente operativos y van en esa dirección. Y frente a las amenazas de colapso y a todas las dificultades, una nueva e imprescindible política energética común va cobrando forma. Parece, pues, que de la UE cabe esperar aún buenas noticias.

No será el mejor invierno, pero ya sabemos que el apocalipsis suele decepcionar a sus profetas.

*Xosé Carlos Arias es catedrático de Política Económica en la Universidade de Vigo. ‘Laberintos de la prosperidad’ (Galaxia Gutenberg, 2021) es su última obra publicada en coautoría con Antón Costas.

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