TINTALIBRE
Un país adormecido
Acababa de instalarme en Barcelona en 1975. O sea, empezaba a vivir en España. El país ensimismado, adormecido, provinciano, que descubrí por primera vez en el verano de 1964, había empezado a cambiar a toda prisa y a sacudirse la caspa del franquismo. Se respiraba cada vez mejor. Mi padre, por fin, había recuperado su identidad tras 40 años de vida clandestina en el exilio. Y yo, por fin, tenía un padre al que ya no tenía que esconder.
Yo ya tenía la mirada muy puesta hacia el Este, la disidencia centroeuropea y soviética. Pero rápidamente constaté que la simpatía por la Unión Soviética, y lo ruso en general, dominaba. Los primeros encuentros que organizaba, en Barcelona o en Madrid, con disidentes soviéticos o centroeuropeos, salidos del gulag, de psiquiátricos y de cárceles de todo tipo, exiliados en diversos países occidentales, acababan siempre con apasionadas arengas en contra de esos agentes del imperialismo americano. Quien había leído a autores rusos clásicos extendía “a pesar de todo” su admiración al régimen. Quien recordaba solo el apoyo soviético durante la guerra civil española no quería (“no podía”) concebir que se trataba de un sistema triturador de seres humanos.
Con todo, como se notaba claramente que el país se estaba descubriendo (tanto el ciudadano de a pie como los líderes políticos), yo confiaba en que España, en política exterior también, desarrollaría una identidad propia que no solo la haría mirar hacia la Unión Europea y América Latina. El país no tenía ninguna tradición de relaciones con la llamada entonces Europa del Este y, por supuesto, con la Unión Soviética. Por eso, había que darle tiempo para desarrollar una posición fuerte y propia, una voz que se haría oír en Bruselas también en lo que respecta a esa parte de Europa, como correspondería a la potencia media que acabaría siendo España.
Pero Madrid tardó tantos años en convencerse de ello que Putin masacró a los chechenos, invadió parte de Georgia, se anexionó Crimea e invadió Ucrania en 2014, sin que Madrid, y una parte importante de la élite política española, tomara una posición más contundente que la de sus socios europeos. De hecho, no es hasta que el Kremlin desata la guerra a gran escala contra los ucranianos, en febrero de 2022, que Madrid empieza a entender realmente que ante Rusia no basta con desplegar una actitud cordial y acrítica para que ésta le considere de verdad un interlocutor estratégico, como deseaba España.
En mi primer encuentro con el país del que vivíamos exiliados, me chocó muchísimo la uniformidad del color de la piel que veía a mi alrededor. ¡Sólo había blancos! Tenía 15 años, llegaba de París y estaba acostumbrada –ya entonces– a ver todos los tonos de piel por las calles, en mi escuela o en las tiendas. Claro, pensé, 40 años de aislamiento del mundo lo explican sin problema. Tuve que esperar bastantes años más para que el arcoíris de la piel humana se hiciera presente también en las plazas españolas.
Parecía entonces que España no tendría los problemas de rechazo de los migrantes como empezaba a ocurrir en algunos otros estados europeos. Dominaba la confianza de que los españoles, conocedores de lo que la emigración significaba, serían mayoritariamente inmunes a los inquietantes fenómenos que se extendían poco a poco, pero sin pausa, en los países de nuestro entorno. Ultras había, y desechos franquistas, pero flotaba incluso cierto orgullo por el hecho de que nosotros ¡no tenemos ultraderecha! Pero España, como la mayoría de los demás países europeos, no ha escapado a esta lacra. Ahora toca otra vez luchar sin descanso por lo que empezó en 1975.
*Carmen Claudín es Investigadora Sénior no Residente del CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs)