TINTA LIBRE
El verano que crucé la laguna veneciana
Me había ido alegremente a vivir a Zagreb, sin pensarlo demasiado, con la fiebre de un amor recién contraído y la certeza de la juventud. Llegué en otoño de 2003, a tiempo para descubrir que la ciudad era todavía un documental de los estragos de la guerra. Había niños en la calle enseñando las fotos de sus padres o hermanos desaparecidos para pedir ropa y comida. Había muchos perros abandonados, escarbando aquí y allí con el rabo entre las piernas. Me contaron que, pocos días antes de instalarnos en la ciudad, un veterano deprimido y borracho había abierto fuego contra las terrazas de Preradovićeva, el bulevar de cafés y bistrós al que los locales llamaban meatmarket, donde los jóvenes y los expatriados pasaban las tardes. El mercado central, detrás de la plaza de Trg bana Jelačića, estaba lleno de mujeres prematuramente envejecidas vendiendo flores, verduras y productos lácteos. Algunas te tiraban de la manga al pasar, increpándonos en inglés, alemán o italiano para que compráramos nabos, quesos, cebollas. A mi pareja le daban tanto miedo que se quedaba esperándome en la puerta, fumando y vigilando con los ojos entornados. Un señor pequeño, vestido con un traje marrón raído con pantalón de campana, nos vendía aceite de oliva en botellas de Coca-Cola de litro. Su puesto era una mesita plegable de playa y sólo hablaba alemán. De vez en cuando, como un relámpago que anuncia una tormenta eléctrica, atravesaba el centro un descapotable lleno de chicas muy jóvenes gritando y agitando los brazos, un coro de risas y lentejuelas levantando el polvo del bulevar. Son hijos de los rusos que se enriquecieron con la guerra, nos decían los vecinos. Las chicas son prostitutas, decían. Nunca supe si era verdad.
Había bolsillos de gran efervescencia. Uno era nuestro anfitrión, el Multimedijalni institut, también conocido como net.cultural club MaMa o MaMa–2. Después de ser fundado en 2000 como un “aeropuerto ficticio” o “zona temporal autónoma” para refugiar a las minorías culturales de la devastación general, la donación desinteresada de un millonario croata los había permitido institucionalizarse como un potente medialab. Confluían filósofos, artistas, músicos y hackers en exposiciones, debates, campeonatos de videojuegos y ciclos de cine experimental. También financiaban residencias para el desarrollo de talleres y proyectos artísticos. Era uno de los pocos espacios en los que convivían bosníacos, eslovenos, croatas y serbios. Luego estaban los conciertos.
Todos los músicos querían tocar en los Balcanes, atraídos por una mezcla de hype y solidaridad. Cada semana se podían ver grupos fabulosos por 20 kunas, el equivalente a tres euros, en una sala formidable llamada KSET. Pertenecía al club universitario de la Facultad de Ingeniería Eléctrica y Computación. También a Massive Attack por 20 euros en el Boogaloo. Todo era barato: con siete kunas (un euro) se podía comprar un paquete de cigarrillos, una cerveza o un plato de pasta con trufa laminada. O un taxi nocturno a cualquiera de las catedrales industriales que habían transformado en oscuros templos de la música electrónica. Durante el día, las tiendas, restaurantes, lavanderías y estaciones de tren colgaban suspendidas del hilo musical de los años 90 donde se mezclaban las bandas locales como Pips, Chips & Videoclips con Red Hot Chili Peppers, R.E.M. y Alanis Morissette. Pero la noche era schranz, un techno distorsionado, oscuro y minimal, magma latiente de las tripas de la antigua Yugoslavia, cuya brutalidad mesmerizante parecía reflejar el trauma de la guerra y, al mismo tiempo, servir de refugio momentáneo contra su alienación. Nuestro Zagreb año zero, era intenso e interesante, cargado con una energía negra que nos electrizaba y nos impedía dormir. Cuando nos dijeron que Kraftwerk tocaría en Ljubljana, en el patio abierto a las estrellas del Monasterio de Križanke, decidimos ir a verlos. Era la primera vez que tocaban desde el Computer World Tour de 1981. Después teníamos que volar a Barcelona para participar en el Sónar. Después no sabíamos qué iba a ocurrir.
Técnicamente, la distancia entre Zagreb y Ljubljana es de 140 km, pero en la práctica las dos ciudades estaban a años luz. Croacia y Eslovenia habían declarado la independencia el mismo día de junio en 1990, con resultados muy diferentes. La guerra no los había tratado igual. En esa primavera de 2004, Eslovenia acababa de entrar en la UE, pero Croacia tardaría una década más en conseguirlo. El viaje en tren duraba tres horas, con cambio de tren y revisión de pasaportes en una ciudad fronteriza llamada Dobova. Allí empezamos a sentir la verdadera distancia entre las dos.
El tren nos recogió de la estación central, un enorme edificio austrohúngaro con grandes paneles mecánicos anunciando las salidas. Era una vieja cafetera de los años 1960, hecha con restos de la Red Ferroviaria Yugoslava, que venía remolcando una docena de vagones desgastados que olían a sudor y goma quemada. No había aire acondicionado y hacía ya mucho calor. Atravesamos trabajosamente un paisaje duro, de arbusto bajo y polvoriento. Nos movíamos ruidosamente, pero tan despacio que hasta las abejas nos adelantaban sin dificultad. Cuando por fin llegamos a Dobova, nos encontramos con una estación fantasma llena de restos, casetas abandonadas y desvíos oxidados. Entraron militares con perros pidiendo pasaportes. No nos dejaron bajar hasta que revisaron el último vagón. Todo cambió cuando nos subimos al tren de Ljubljana. Fue como esa escena en la que Dorita deja Kansas y entra en el Reino de Oz.
El tren esloveno era un espléndido Siemens eléctrico de color blanco reluciente con lindas rayas rojas. Tenía largos ventanales, puertas automáticas, aire acondicionado y un suave hilo musical donde sonaba La Primavera de Vivaldi. No nos habíamos movido más de cinco minutos cuando la vegetación seca y descastada desapareció del todo y nos adentramos en Rivendel. El tren corría paralelo al río Sava, flotando por cascadas y desfiladeros de paredes de roca, por bosques altos, carnosos y húmedos. Habíamos pasado del sepia al technicolor. Cuando llegamos a Ljubljana, rejuvenecidos por la experiencia, mi primera impresión fue la de un paraíso de bandas de jazz tocando en la calle, de gente joven y bien vestida riendo risas cristalinas en las terrazas. Me impactó la cantidad y la calidad de los pósters de conciertos, exposiciones y festivales de teatro que había en todas partes, mezclando claves de diseño gráfico yugoslavo con diseño tipográfico suizo, y detalles decorativos de Viena, Bruselas y Berlín. Parecía tener la oferta cultural de Londres, pero con el tamaño de San Sebastián. Me costaba creer que Croacia y Eslovenia fueran hermanas de la misma familia.
Ljubljana es una ciudad extraña, hecha de árboles, puentes y dragones. Está plantada en un valle estrecho de terreno irregular y carece de un trazado en cuadrícula o de un centro monumental con la estatua de un caballo, como el resto de las capitales europeas. Su corazón es una montaña con un castillo del siglo XV donde, según me habían contado, San Jorge mató al dragón. En realidad fue Jasón, del famoso grupo Jasón y los Argonautas, quien encontró en un pantano a la criatura alada de escamas verdes cuya sangre empapó la colina donde se levanta ahora el castillo. Jorge o Jasón da lo mismo porque, cuando se fundó la ciudad, los habitantes eligieron no al héroe sino a la bestia como guardián y espíritu fundador de Ljubljana. Fue el dragón y no San Jorge quien presidió el concierto de Kraftwerk, que vi por primera vez por menos de doce euros en un monasterio teutónico del siglo XIII bajo un perfecto cielo estrellado, bebiendo botellas de Union y soñando con vivir a orillas del Ljubljanica. Nos quedamos diez días y yo no quería marchar. Cuando no me quedó más remedio que hacerlo, tuve mi primera y única experiencia religiosa, en la versión nocturna del Venezia Express.
El tren salía de Ljubljana a las once y media de la noche, y hacía una única parada en Trieste antes de llegar a Venecia a las 7am. Era una reliquia, pero no como la cafetera oxidada que nos había traído de Croacia sino un pariente no lejano del Orient Express. Como era nocturno tenía vagones cama, pero nuestros billetes baratos eran de asiento. Al subir, nos encontramos con un compartimento de seis plazas con sofás de terciopelo rojo, alfombra y cortina a juego, con puertas correderas de madera, terciopelo y cristal. Nunca en mi vida había viajado en nada tan bello. Estaba tan embriagada que no podía dormir. Esperamos a que todo el mundo apagara las luces para recorrer el pasillo de nuestro vagón, lamentando lo que habría pasado si nos hubiésemos quedado en Ljubljana, como yo había deseado hasta unos minutos atrás. “Hay personas cuya existencia no es mucho más que una serie de zigzags –escribe William James en La variedad de la experiencia religiosa–, pues ahora una tendencia y luego otra se imponen. Su espíritu lucha contra su carne, desean cosas incompatibles, impulsos caprichosos interrumpen sus planes más deliberados, y sus vidas son un largo drama de arrepentimiento y de esfuerzo por reparar faltas y errores”. Aquello no había sido un error. Me senté a escribir en mi diario, sintiéndome aventurera y decimonónica, Rebecca West anotando La oveja negra y el halcón gris. Dormité hasta llegar a Trieste, y un poco más, hasta que me despertó la premonición de algo inminente. Me asomé a la ventana y vi que el tren avanzaba sobre el agua. Me restregué los ojos y volví a mirar. Sacudí a mi marido para que corroborara algo que me parecía imposible, pero dormía rabiosamente abrazado a su ordenador. Salí al pasillo para entender lo que estaba pasando y, cuando lo hice, me eché a llorar.
El tren surcaba las aguas, no era una alucinación. Yo aún no lo sabía porque nunca había estado en Venecia, pero estábamos cruzando la Laguna Veneciana por el Ponte della Libertà, un viaducto de cuatro kilómetros que sujeta Venecia al continente desde 1846. Está hecho de acero y hormigón, pero estos ojos que miraban recién despertados desde la cabina roja del tren no veían la plataforma. Todo era cielo y reflejos del cielo y el viento salado del Adriático encharcando mi nariz. Recordé la melancólica escena en la que Chihiro viaja con el pajarito verde, el fantasma sin cara y el bebé gigante que una de las dos abuelas ha convertido en ratón. Estaba preguntándome si no había ignorado las señales de un viaje iniciático, cuando empezó a amanecer.
El espectáculo me sacó de mis rumiaciones. La ciudad flotante era una de esas bolas rellenas de agua y escarcha blanca que simulan tormentas de nieve sobre el Coliseo o la Torre Eiffel. El sol salía por detrás de la cúpula de Santa Maria della Salute y la bola entera espejeaba y destellaba como un eclipse del sol. Achiné los ojos, y vi una línea de puntos que se dispersaba por la superficie del lago. Eran las barcas de los pescadores que empezaban su faena, derramándose desde las calles líquidas de la ciudad, dejando estelas. Después la bola de nieve se abrió como una gran mandarina mostrando intersticios llenos de tejados, iglesias y campanarios, antes de solidificarse definitivamente y tragarnos enteros. Paramos en la Stazione di Venezia Santa Lucia, frente al Gran Canal.
El tiempo es una conjetura precaria. El universo lo curva, la gravedad lo dilata. Los relojes en la cima de una montaña van más rápido que los relojes al nivel del mar. El amor lo expande y la distracción lo disuelve. La atención es el programa que le dice al cerebro cuánta energía de proceso y cuánto espacio de almacenamiento tiene disponible para lo que nos está pasando o a punto de pasar. Si lo que nos está pasando es emocionalmente significativo, el tiempo se estira y la memoria se expande. Los siete minutos que tardé en cruzar la Laguna di Venezia duraron un verano, que transformó profundamente mi córtex cerebral. No saqué fotos. No lo compartí con nadie. No lo comparé con nada ni juzgué la ejecución. Esta es la primera vez, después de 21 años, que intento describir la experiencia, para decir que eso es para mí la esencia del verano. No luchar contra la carne, ni desear cosas incompatibles, ni abrazar planes demasiado deliberados. Contemplar el amanecer desde cualquier otra parte del mundo y asombrarme como si saliera por primera vez.
*Marta Peirano es periodista y escritora. Su último libro es ‘Contra el futuro. Resistencia ciudadana frente al feudalismo climático’ (Debate, 2022).