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'La ciudad'

Portada del libro de Lara Moreno 'La ciudad'

Lara Moreno

La esperada nueva novela de Lara Moreno, La ciudad, es un retrato insospechado de Madrid a través de la historia afilada de tres mujeres. Este libro pretende relatar la vida de las tres mujeres protagonistas, junto con su pasado y el cerco de su presente. Con una voz hermosa y afilada, solo la prosa de Lara Moreno podía cartografiar así un territorio y a quienes lo habitan, componiendo un retrato invisible, herido y valiente de la ciudad.  infoLibre publica un adelanto de esta obra editada por la editorial Lumen y que llegará a las librerías este próximo 1 de septiembre.

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Parece que dentro de la casa hubiera un animal. No un animal prehistórico y torpe, ni tampoco un animal acorralado, aunque tiene algo de todo esto. Es un hombre enfadado no se sabe bien por qué. Al menos ella piensa que nada de lo que les ha ocurrido jamás en la vida puede justificar ese enfado. Nada que ella haya hecho o dicho o siquiera sentido puede justificar esa energía que viene de montes lejanos o de lo más profundo de la tierra. De los mismos montes y del mismo socavón llegan a veces las palabras o la ternura. En algún punto en la mañana se torció el aire. ¿Cuál fue el momento exacto, qué milímetro de la sábana, qué paso a destiempo hacia la cocina, qué gesto? Ahora ya no se puede pensar en nada, en medio de la batalla el oxígeno difícilmente llega hasta el cerebro. Los gritos son como lanzas que atraviesan la casa. Algo muy importante debe de estar pasando en la cabeza del hombre, un estallido devastador que ha anulado su rostro. Lo que la mujer ve son unos ojos que de todos modos ya ha visto antes, semicerrados por la ira, afilados, que la miran a veces, porque no siempre quieren mirarla, con una dureza sobrenatural. Ella ha intentado hablar, pero su discurso se ha diluido en la sombra.

Ahora tiene que gritar también, grita para gritar no me grites, grita para gritar qué estás haciendo, grita qué coño te pasa y no me hables así, grita para entender o para hacerse entender pero la garganta le falla, es un llanto ronco lo que le sale al abrir la boca; tendría que ser más sólida, más alta, más robusta. Tendría que ser minúscula, un insecto venenoso, algo que pudiera clavarse en ese globo que no para de crecer y hacerlo estallar. Pero no puede. Va de un extremo a otro de la casa, cada vez más nerviosa, y no sabe si es indignación o miedo o ambas cosas, solo mueve a un lado y a otro la cabeza, esto no me puede estar pasando a mí, y no se atreve a gritar vete de aquí, no vuelvas nunca más, se aferra con su voz ronca y con su llanto a las palabras y a la cordura, como si fuera a servirle de algo. La letanía del hombre va creciendo y no hay nada en ella que lo pueda aplacar. Le está echando la culpa, está aullando una desesperación indómita, y ella se ha metido en la habitación de su hija, que está en casa de su padre, y allí empieza a vestirse y se ve a sí misma como fuera del mundo, representando un papel que no le corresponde.

Entonces él entra también en esa habitación pero no para mirarla ni para vencerla, quiere alcanzar una maleta que hay en la parte de arriba del armario y la empuja para llegar al lugar correcto porque quizá ella se ha interpuesto en su camino, qué haces, qué estás haciendo, me voy de aquí, grita él, esto es insoportable, en el fondo no son palabras lo que el hombre pronuncia, es solo una actitud, un desprecio. Ella sabe que todo es una ficción. Que hay una bujía rota ahí dentro, algo aprendido en una cueva que permite escenificar la agonía, la sinrazón, porque solo importa la cascada, no el contenido: ¿qué significado, qué parte es la que se salva tras todo esto? ¿Qué ha pasado para estar ahí, ahora, qué ha vuelto a romperse? Dejarse ir, contra todo. Al bajar la maleta de las alturas hay un tropiezo en los brazos fuertes del hombre, un golpe absurdo, y ella lo mira espantada, ¿cómo se ve en sus ojos esta consternación, qué color tiene? ¿Qué ha hecho ella para que todo esto ocurra, qué es lo que quiere decirle, a qué lugar pretende arrojarla? No puede entender nada porque nada de esto le está ocurriendo a ella, no es su película. A pesar de todo es él quien se indigna, porque ella se ha apartado, ha recogido las manos en la cara, ha dado un brinco, y el simple reflejo de huida provoca en él otro ataque, ¿es que acaso ella está insinuando que él pretendía hacerle daño? ¿Cómo se atreve? ¿Es que está loca? Estás loca, joder, no aguanto más. Loca. Debe de estar loca pero el animal no va a llamarla loca. El dinosaurio torpe no va a llamarla loca, el perro malherido, la fiera sin su jaula, ella no está loca ahora mismo, está sorda, muda, está ciega, no está loca.

'Las doce vidas de Alfred Hitchcock'

'Las doce vidas de Alfred Hitchcock'

El hombre arrastra la maleta hasta el dormitorio y como un títere robusto empieza a recoger ropa del suelo y abre cajones y ella todavía cegada y sorda y muda por un impulso racional va tras él y le dice ya está bien, qué estás haciendo, qué coño te he hecho yo, para de una vez, y él con toda su bravura de la cueva le responde ¿que qué has hecho?, déjame en paz de una puta vez, y esas palabras parecen tener algún sentido aunque ella no puede oírlas bien porque él y su espalda grande y su cuello de león y el color brillante de su piel se asoman a la ventana en un espasmo y ella intenta agarrarlo, las ventanas abiertas, los vecinos, ¿está pensando ella en los vecinos del silencioso patio interior, teme que se tire al vacío?, no puede ser, no hay vecinos ni hay caída porque aquello es la cascada absurda de esta representación y los gritos y ella sabe, siente, que todo es una grandísima mentira, un efecto sonoro, una trampa mortal, un método ridículo e intolerable que al hombre le enseñaron hace tiempo para ganar una absurda batalla, una batalla sin inicio, sin razón, sin detonante, una batalla sin final y sin victoria, no se puede ganar lo que uno ya posee, no se puede ganar lo que uno jamás podrá tener, es la música hueca del delirio, el tronar vacío del poder, el teatro sórdido, sin cuerpo, sin palabra, sin luces. La guerra para nada. Solo para la herida.

Qué ridícula resulta la ira cuando no hay nada verdadero que arrojar al otro. Agitación, brazos, herradura. Haría falta una inyección de escopolamina, una mano de santo, volver a los inicios, que él fuera capaz de mirarla, de verla a través de la hostilidad, haría falta la caricia de un niño, que el universo no estuviera sostenido por agujas. Tiene que irse de ahí, ahora mismo. Sale de la habitación, cruza el pasillo, atraviesa el salón, todo esto lo hace con su nueva piel de fantasma. El corazón debe de estar en algún lugar dentro del tórax, le grita también, añicos. Coge su bolso y sale de la casa y claro que da un portazo. En el ascensor está temblando. Su cara arrugada en el espejo, roja de apretar, los ojos ciruelas ya caídas, el ascensor baja al portal y ve una sombra a través del cristal de la puerta metálica y cuando la abre, ¿o la han abierto desde fuera?, ahí está la policía. Es un agente calvo y serio, un policía con su uniforme y su autoridad que la mira y le pregunta. Está aquí por ella. Esto está pasando y antes que la vergüenza la recorre el escalofrío. Han llamado los vecinos. Y pregunta. Y le pide que le enseñe la documentación, y ella lo hace, y él apunta. Y pregunta. Y dice ella algo así como nervios, torrente de voz, no me ha hecho daño.

Tiene que decir esto porque qué va a saber el policía de su corazón añicos y de sus entrañas y de la irrealidad y la sordera y la ceguera y la mudez. No me ha hecho daño. Esa es la verdad. Eso es lo que el policía está preguntando exactamente, ninguna otra cosa. ¿Está arriba, en casa? Sí. Tenemos que subir. ¿Yo puedo irme? Sí, puede usted irse. Al atravesar el portal, al bajar con dignidad los cuatro escalones de mármol, se cruza con el otro agente, que es más alto, más joven, y que tampoco tiene cara para ella. Ambos se meten en el ascensor. Ella sale a la plaza. Es una de las plazas más bonitas de Madrid. Una plaza en cuesta recogida tras el muro de piedra gris de una iglesia, con tierra y árboles delgados y altos. Las terrazas están casi vacías y ella sube y sube y deja la plaza atrás y bordea la calle de la iglesia y se queda parada en una esquina, entre la piedra y los bares y las palomas. No sabe a quién llamar. No debe llamar a nadie. No puede explicar. Agarra el teléfono entre las manos como una soga que la mantiene atada a algún lugar. Hace calor, son las dos de la tarde, principios de julio. No hay bullicio, solo algunos guiris ocupando las sillas donde la sombra cae. Ya no puede llorar. Está en medio de la calle, en el centro de su ciudad, y no quiere moverse. Adónde podría ir. Su casa está ahí abajo y da unos pasos y se asoma. Los dos agentes, que ya han debido de hacer su trabajo, están enfrente de su portal, al otro lado, cerca de la puerta de los jardines. Esperan. Ella no sabe nada de protocolos policiales ni tampoco de selvas. Recibe un mensaje: Oliva, dónde estás. Ha venido la policía y me querían detener.

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