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Juan Echanove: “¿Hasta cuándo creen los partidos que pueden seguir tirando de la goma sin que se rompa?”

María Granizo Yagüe

No necesitó ser adulto y leer a Benedetti para descubrir que cinco minutos bastan para soñar toda una vida. Con siete años, sobre la tarima de un salón de actos, un niño gordito y poco popular en el colegio, sintió como el público le aplaudía y “eso no se olvida: si no me hubiera fijado tal vez no sería actor, pero me fijé y me gustó”. Disfrutando de aquellas palmadas vio el futuro con tanta claridad como si su pequeña actuación escolar se hubiera detenido en el deleite del momento. Así de relativo es el tiempo y así de casual nuestra existencia. Con dos Goyas, la Medalla al Mérito en las Bellas Artes, un Ondas, cuatro Fotogramas, una Concha de Plata y una larga ristra más de premios, él tampoco fue una excepción. En aquel modesto escenario Juan Echanove había descubierto su lugar en el mundo y no iba a renunciar a él. Voluntarioso y disfrutón, las tablas le enfrentaron a su severa timidez, le enseñaron a cantar y a bailar, y sobre ellas supo que el teatro es terapéutico: “Hasta la maldad se cura con cultura”.

Domingos de infancia con aroma a pan frito, augurio festivo de desayuno familiar, y el sabor a la bechamel que preparaba su madre le acercaron también a la cocina y le convencieron de que este es Un país para comérselo.

Su sangre soriana, resistente a los ecos del cierzo y a las inclemencias más duras, se agitó cuando correteaba desde crío por el parque La Dehesa convertido en la estepa siberiana del Doctor Zhivago. Enamorado de la magia que evocaban aquellos decorados y de la ovación de los escenarios, plantó cara a su padre y cambió labrarse “un porvenir como Dios manda” estudiando Derecho, por la carrera de actor. Tenía diecisiete años. Desde entonces solo se volvió a acercar a las leyes para que Antonio Mercero nos descubriera, con su rostro y con el de Juan Luis Galiardo, el inolvidable Chepa, que nuestros abogados de Turno de oficio poco tienen que ver con el de los picapleitos americanos que, como Perry Mason, triunfaban también en nuestra pequeña pantalla a finales de los setenta.

Ganándole la partida al miedo escénico, en 1994 no quiso que a Joaquín Sabina le robaran, a solas, el mes de abril: junto a él, a Víctor Manuel, a Pedro Guerra y a Antonio Flores, en un concierto, le susurró a Ana Belén y a los gijoneses que el mejor debut es hacerlo Entre amigos. Cantando también le aplaudieron. Pero inoculado ya, desde que no levantaba más de dos palmos del suelo, del virus del teatro, pisar el frontal de la platea siempre ha sido más fuerte que su pasión por la gastronomía, por cantar o por bailar. Incluso por enfundarse un mono, ponerse un casco y practicar karting que tanto le gusta. Sólo el amor a su familia supera su delirio por la escena: “Mi profesión es la más bonita del mundo”. Con una madre nonagenaria y el miedo, tan contenido como constante, porque la alcance el covid-19, no se cansa de decir que su mayor deseo es que desaparezca cuanto antes la pandemia: “El día que reciba un mensaje diciendo que el coronavirus ha remitido será, seguramente, uno de los más felices de mi vida”.

Para bien o para mal, “como un defecto que viene de fábrica”, el actor que estos días se enfunda el traje del dictador Trujillo en La fiesta del Chivo, suele decir siempre lo que piensa, aunque la madurez le está enseñando a pisar un poco el balón: “Si no apostamos por la educación nos gobernará la derecha excluyente”. Comprometido con su tiempo ha bajado de los escenarios para asistir a actos de protesta contra acciones terroristas y sabe lo que es ser expulsado del Palacio del Congreso por lucir una camiseta en la que estaba impreso el lema “No a la guerra”. Declarado “republicano y federalista”, denuncia “el ruido” que generan los partidos políticos, alza la voz contra quienes “no consideran la cultura como un bien de primera necesidad”, se preocupa por “la desafección que conduce a los populismos extremos” y se pregunta: “¿Hasta cuándo creen los políticos que podrán seguir estirando la goma sin que se rompa?”

‘Doctor Zhivago’ le vaticinó el camino y ‘La rosa del azafrán’ le puso en él

A un mes de cumplir seis décadas de vida, le sigue asombrando la maestría de James Cagney para hacer de One, Two, Three, la obra maestra de Billy Wilder, su película favorita. Sin embargo, su futuro como actor no lo vaticinó una comedia, sino un drama con música de balalaica: Doctor Zhivago.

Juan Echanove aún no tenía cuatro años cuando, en la tierra de su madre y de sus abuelos, todos los hoteles colgaron el cartel de “completo” durante casi un año y a los propietarios de los campos de cultivo se les pagó cosechas enteras por utilizar sus parajes. Nunca ha vuelto a repetirse algo semejante. Tampoco aquel invierno de 1965 que contra toda predicción meteorológica no dejó nevadas en Soria y marcó en sus termómetros las temperaturas más elevadas de los últimos cincuenta años. Para hacer frente a aquella situación, David Lean y todo su equipo de la Metro Goldwyn Mayer, desesperados por iniciar el rodaje, recurrieron a toneladas de sal, polvo de mármol, plástico blanco y cera derretida rociada con hielo para transformar algunos pueblos y La Dehesa de la capital en una creíble estepa siberiana. En aquel parque, por el que paseó Omar Shariff convertido en Yuri Zhivago, y en el que al grito de “rodando”, cientos de españoles cantaron La Internacional a pleno pulmón bajo la vigilancia policial franquista, jugó el hijo menor de los Echanove con sus dos hermanos: “En mitad del verano te encontrabas un decorado increíble. Recuerdo que lo pasábamos muy bien rompiendo los cristales nevados y las escayolas que habían construido para la película. Llegábamos a casa blancos, como rebozados para croquetas”.

Cuando los días comenzaban a ser más cortos y en Soria ya era necesaria la doble manta y el abrigo, finalizaban las vacaciones, la familia regresaba a Madrid y los tres hermanos a las aulas del madrileño Colegio Menesiano. Juan era buen estudiante, pero más que felicitaciones guarda el recuerdo de recibir, como sus compañeros, algún que otro “regaliz negro” cuando sus ejercicios destacaban y “hostias como melones” como método de disciplina. Aunque se hizo del Atleti a los seis años, cuando su padrino le llevó al Calderón a ver un partido entre el Atlético de Madrid y el Betis, el fútbol siempre le ha parecido “demasiado largo”. Sin compartir el interés por el deporte de la mayoría, se inscribió en las clases escolares de teatro y después de estrenarse casualmente en una representación de la zarzuela La rosa del azafrán descubrió que su interés por la escena nada tenía que ver con aquella flor peregrina otoñal, usada como condimento amarillo, que brota al salir el sol y muere al caer la tarde.

De la abogacía al teatro

Los Eagles entonaban su inmortal Hotel California que Echanove no se cansa de corear, la OMS declaraba oficialmente erradicada la viruela, en Inglaterra nacía la primera bebé probeta y se estrenaba la película de Superman. Era 1978. En nuestro país se culminaba la transición a la democracia con la promulgación de la Constitución, se despenalizaba el adulterio y, por primera vez, una mujer, Carmen Conde, entraba a formar parte de la Real Academia Española. La emisión de la Copa Mundial de Fútbol en Argentina fue la excusa para que en más de un millón de hogares españoles llegara la tele en color. Ni los goles de Dani y Asensi ni las paradas de Arconada elevaron tanto el volumen en el domicilio madrileño de los Echanove como cuando el benjamín de la familia le dijo a Javier, su padre, técnico de minas, y a Ángela, su madre, “experta en soportar al ingeniero y a sus tres hijos”, que colgaba su carrera de Derecho, en el tercer curso, para tratar de ser actor: “El día que de verdad tomé la decisión de dedicarme a esto fue el que asistí a la función Noche de guerra en el Museo del Prado, de Rafael Alberti, en el Teatro María Guerrero. La interpretación de Juan Diego fue tan soberbia que, a la salida, me dije: ‘Quiero estar en ese escenario'. Pese al inicial disgusto, cuando mi padre se jubiló estuvo quince años llevándome los asuntos administrativos de mis coproducciones. A su funeral llegaron más coronas del sector del espectáculo que del de la construcción de donde provenía. Murió congraciado con mi oficio y acabó disfrutando casi más que yo. Eso nos acercó más y me hizo sentir un buen hijo”.

Cerrar la puerta a la Universidad Complutense no supuso quedarse cruzado de brazos ni un instante: Juan ya había fundado una compañía de teatro y comenzaba a colaborar con otras más profesionalizadas. También superó a la primera las pruebas para entrar en la Escuela de Arte Dramático y destacó, con matrícula de honor, en las clases de baile y de expresión corporal. Sin embargo, en interpretación suspendió: “Fue justo porque iba poco a clase, me creía la leche por trabajar con Adolfo Marsillach y tenía el ego muy subido. Yo también suspendería ahora a aquel Juan Echanove”. A fuerza de talento y de bajarse de un escenario para ya estar subido en otro, aprendió a controlar el espacio y el tiempo teatral como los elegidos: abandonó la Escuela y decidió “romper con el oficialismo y estudiar en los camerinos”.

Tres pasiones: familia, teatro y gastronomía

Recorriendo “treinta veces España entera yendo de gira” se enamoró de nuestra gastronomía y de nuestros vinos. Viajando, comiendo, bebiendo y actuando fue curtiéndose en su oficio. La recompensa no se hizo esperar: en 1986 daba el salto a la gran pantalla con Tiempo de silencio. A los veintiséis años, andando caminos como Miguelín, El Padrones, levantó su primer Goya como mejor actor de reparto por Divinas palabras. Con decenas de personajes a cuestas, recorriendo rodajes, teatros y platós de televisión, en 1993, celebró otra estatuilla encarnando al Franco más esperpéntico en Madregilda. Firmando decenas de éxitos, más de treinta películas, otra veintena de obras de teatro y series de televisión, comenzó a emborracharse con la espuma de la fama, pero sus amigos pusieron fin a la resaca: “El éxito lo encajé gracias a ellos. Me di cuenta de que estaba subidito, un poco tonto. En el año noventa y cuatro, uno de esos días que llegué amaneciendo a casa, dije: ‘Esto se ha acabado’. Y entré en una renovación absoluta de valores. El peor enemigo es la soberbia. No hay nada porque creerte que eres uno. Desde hace tiempo, al que convive con la soberbia, lo aparto de mi vida”.

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Después de cuarenta años viviendo la vida de otros, continúa en plena luna de miel con su trabajo: “Yo ‘la palmaré’ y seguiré en deuda con el teatro”. Su generosa sonrisa solo se apaga porque le duelen los males de España: “Somos una sociedad que desde hace un año ha visto suspendida su actividad en velocidad real y se le ha instaurado el ‘hasta cuándo’. No creo que la gente se merezca el espectáculo cotidiano que ofrece nuestra clase política. Hay declaraciones que son armas de destrucción masiva. Y hay algo que deben entender ya los partidos políticos: ¿Hasta cuándo creen ellos que va a soportar esto la ciudadanía? Sino es tanta la bronca como parece, que no parezca, ¡qué necesidad! ¿Hasta cuándo tiene que parecer que no parece? Yo quiero que todo mejore, necesito que todo mejore, necesito que todo se reactive, recuperar la confianza en esa clase política. No soy nada derrotista, necesito datos, necesito que llueva. Siempre que llueve, escampa”.

Custodiado por medio centenar de libros de cocina “porque la mejor manera de explicar nuestro país geográfica, política y socialmente es a través de nuestras maneras de comer, de beber y de celebrar”, Juan Echanove Labanda, caballero numerario de la Real Academia de Gastronomía y escudero de la cultura, finaliza su Playlist. Antes, recomienda una historia fiel a su carácter de superación y de ir a por todas: El salvaje de Guillermo Arriaga. Atándose el delantal se acerca a las sartenes y a las cacerolas, y con ellas a su orgullo: su hijo cocinero. Juntos preparan, con los sueños despiertos, la receta de la felicidad. De la vida al plato.De la vida al plato.

La Playlist de Juan Echanove:

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