Molestias oculares: Ana Segovia en el C3A

Vista de sala de la exposición Ana Segovia: 'Me duelen los ojos de mirar sin verte'

No es precisamente El Padrino. Carmela, de profesión lotera, conoce a dos mexicanos sin blanca con los que compra un décimo a medias. Si ganan, ellos podrán costearse el regreso a la patria; ella, acompañándolos, aprovechará para buscar a un novio que se le perdió en centroamérica. Dicho y hecho. Los agraciados emprenden la travesía pero ya se sabe: afortunado en el juego, miserable en amores. El pretendiente extraviado (torero, para más señas) despacha a nuestra protagonista, que hace fortuna cantando sus penas en los cafés más prestigiosos del otro lado del charco.

No sé si alguien recordaría ¡Ay, pena, penita, pena! (1953) si no fuera por la canción que le da título. Lola Flores, sobreactuada, despacha con tono afectadísimo unos versos de Rafael de León («Y yo estoy muerto, sí, como una tierna rosa, o una gacela en la llanura, como una agua redonda en la cisterna o un perro de amarilla dentadura», arsa y olé) antes de que el técnico de sonido cambie la pista de audio y se arranque con aquello de «si en el firmamento poder yo tuviera…». La película, una producción mexicano-española llena de tipismos y mercadeo folclórico entre las dos orillas, ha servido a la artista Ana Segovia (Ciudad de México, 1991) para armar Me duelen los ojos de mirar sin verte, una exposición que puede visitarse en el Centro de Creación Contemporánea de Andalucía (C3A) de Córdoba hasta enero del próximo año.

En el extenso texto curatorial que acompaña a la muestra, Jimena Blázquez (directora del centro) afirma que la artista «subvierte la lógica cinematográfica al incorporar lo escenográfico dentro del espacio expositivo», alude a la teatralidad barroca (cita a Žižek incluida), al tenebrismo, lo espectral, a un «dramatismo coreografiado» y a una pintura que se «extiende más allá del lienzo transformando la experiencia del espectador».

Envalentonado por estas promesas, entré a la sala ansioso por zambullirme en ese gran teatro del mundo. El chasco, monumental: cuatro cuadros suspendidos con cables, algunos pequeños desperdigados por las paredes y un par de cortinas. El artificio es sencillo: al entrar, el visitante es recibido por la parte trasera de unos lienzos colgados en mitad de la sala; para verlos adecuadamente hay que caminar hasta el centro del espacio, donde (sospecho) el montaje pretende que uno se vea rodeado por unos personajes que (aquí viene el rizo) están sentados de espaldas.

Al truco (que, imagino, querría ser intimidante a tenor de la prosa de la comisaria) no le ayuda la pobreza plástica de las obras (una pintura más bien torpe, de factura genérica, emborronada con unas veladuras chapuceras que dan a todo un tono ocre sobre el que destacar algunos colores saturados) ni la manidísima estratagema de llevar a la pintura, disciplina histórica por antonomasia, artes más modernas y tecnológicas. Además de las piezas grandes, la exposición está sazonada con otras obras de pequeño formato, algunas de las cuales se han colgado a alturas poco convencionales: unos zapatos, en la parte baja de la pared; una oreja rosada, a la altura en que a uno le queda la cara. Lo escenográfico, ya ven, no pasa del forillo y dos cortinones que, por mucho entusiasmo que se le ponga, difícilmente nos conmoverán por la subrayada ausencia de una figura central, disparador de todos estos cartuchos mojados. 

Hasta aquí, otra exposición mediocre que no merecería tanto párrafo. Lástima que tengamos que considerar el alarmante subtexto que discurre por debajo de toda esta propuesta: la recuperación acrítica de la propaganda cinematográfica del régimen de Franco. Películas en el que las mujeres, los gitanos interpretados por payos, los trabajadores y los migrantes no tienen más problemas que los del amor producidas por una industria cultural encargada de folclorizar cualquier manifestación cultural potencialmente emancipadora o contestataria, dejándola en las raspas de los ayes, los olés y los coloridos desfiles de trajes regionales. Blázquez, quien al poco de tomar la dirección del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo armó una desconcertante exposición de escultura con el pintoresco e injustificable título de Tablao, parece haberle cogido el gusto al localismo. Al «folclore andaluz de teatralidad inherente», a «la copla y el flamenco, profundamente performativos, que expresan emociones y las convierten en símbolos» y en «esta tradición» que tiene a «Lola Flores como figura central». Lo releo y, no sé por qué, me retumba en la cabeza como una de esas crónicas de Coros y Danzas narradas en el NO-DO.

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