¡La banca siempre gana! Helena Resano
El periodismo sigue jugando a contarnos el experimento como si no formara parte de él, una impostura que supone que la verdad sucumba entre farfulla farisea.
La revisora de tranvías Hannah Schmitz fue acusada en 1965 de crímenes de guerra nazis por haber permitido que 300 mujeres judías murieran en un incendio en un campo de reclusión. Sus compañeras en la SS en las tareas de vigilancia aseguran que fue ella la que redactó el informe que maquillaba lo sucedido, prueba de cargo de la fiscalía contra Schmitz. El joven estudiante de Derecho Michael Berg no da crédito a la acusación y al silencio de la mujer, que se niega a escribir para que pueda hacerse un peritaje caligráfico con el documento incriminatorio. Berg la conoció ocho años atrás cuando supo que Hannah no sabía leer y escribir, pues él fue durante meses su lector. Hannah Schmitz es condenada a cadena perpetua por los crímenes nazis, tras admitir haber redactado el informe y negarse a que su amigo testifique en su defensa. Prefiere la censura infame y la reclusión perpetua que el oprobio social de confesar su analfabetismo.
Es la historia que narra la novela de Bernhard Schlink El lector (Anagrama, 2000), adaptada al cine en 2008 por Stephen Daldry, con Kate Winslet en el papel de Schmitz, y David Kross en el papel del joven Berg. La película postula el tremendo estigma de la pobreza que arrastran los menesterosos, pues la mujer elige la ignominia de que el mundo la considere responsable de terribles crímenes antes que admitir la miseria de su condición, que la impidió acudir a la escuela. Pero también presenta los límites de la verdad y la soberanía de cada uno sobre las verdades íntimas. Para Hannah Schmitz, la verdad existe, pero es inconfesable. No porque sea peligrosa para los demás o para ella, sino porque viola el código íntimo de dignidad de quien la porta. Es la verdad como herida, como un deshonor que obliga a sacrificar una inocencia parcial para preservar un resto de orgullo.
En Quiz show: el dilema (1994), película de Robert Redford sobre los fraudes en los concursos televisivos, Charles van Doren (Ralph Fiennes, quien, por cierto, también aparecía en El lector, dando vida al Michael Berg adulto), miembro de una familia de intelectuales ilustres y símbolo del mérito del conocimiento en el concurso El veintiuno, finalmente confiesa ante la comisión del Congreso que investiga el escándalo que a él le daban previamente las respuestas los responsables del programa. En una escena memorable, la confesión de Van Doren es celebrada y elogiada por todos los comisionados, excepto uno, Steven Derounian (con el rostro de Joseph Attanasio), que deja una frase sobre la relación de los ciudadanos con la verdad digna de ser enmarcada. “Me alegro de que haya hecho esta declaración, pero no estoy de acuerdo con la mayoría de mis colegas. Verá, yo no creo que un adulto de su inteligencia y formación deba ser felicitado simplemente por decir, por fin, la verdad”.
La verdad no lo puede todo, y a veces es tristemente intrascendente. A pesar del prestigio intelectual de lo abstruso, lo oculto o complejo, las cosas casi siempre son lo que parecen
Si una verdad íntima está sometida al imperio de su dueña, como veíamos en El lector, una verdad tardía, fruto de la agonía de verse acorralado, como vemos en Quiz Show, carece de cualquier valor. Ambos hándicaps de lo verdadero, pasados por alto muy a menudo por los que pronuncia “Verdad” con uve mayúscula, están presentes estos días en el juego de filtraciones interesadas que se traen entre manos los funcionarios de Interior y Justicia y los periodistas, a cuenta de los casos abiertos contra el gobierno de España y sus aledaños. A poco que nos detengamos a observar el fenómeno, cuesta entender por qué se juzga a todo un fiscal general del Estado, mientras los mismos que instruyen e indagan filtran semanalmente grabaciones incluidas en la investigación de un gravísimo caso de corrupción, el que rodea a los exsecretarios generales del PSOE, que contienen morbosas pruebas de comportamientos deshonrosos, pero sin sanción penal (además de las conversaciones que sí son indicio de delito, claro), sin que nadie pestañee. Verdades íntimas sobre la vida de los implicados que destruyen su reputación pública y que, si bien contribuyen a caracterizar a los protagonistas del escándalo, no aportan material jurídico sustantivo.
Del siempre moroso devenir judicial de los casos de corrupción sabemos bien que, como en el caso de Charles Van Doren, una revelación tardía no aporta nada a los afectados (piensen en las filtraciones interesadas sobre mil y un asuntos de la política, la monarquía, o las grandes empresas del Ibex que el excomisario José Manuel Villarejo comenzó a realizar cuando se vio en prisión; o recuerden cuando el exdirector de la Guardia Civil, Luis Roldán, empezó a cantar La Traviatta en sede judicial sobre lo que ocurría en el ministerio del Interior, durante el juicio de los fondos reservados, casi diez años después de su huida a Laos), como tampoco lo aporta una sentencia que se demora años. Tarde o temprano, el Tribunal Constitucional dará amparo al exdiputado canario Alberto Rodríguez por la escandalosa interpretación de la aplicación de su condena, o la no menos escandalosa sentencia que obliteró las abundantes pruebas gráficas y testimonios que lo desvinculaban de la supuesta agresión a un policía durante una manifestación, meses antes de entrar en política. Pero cuando el alto tribunal se pronuncie, no podrá reparar el dolo causado al diputado y, con él, a las decenas de miles de personas que lo votaron y a las que les fue arrebatado su derecho de sufragio. No podrá devolver al legislativo su condición y soberanía violados porque no se puede estrenar un envase una vez que tiene roto el precinto. Solo confirmará lo que cualquiera familiarizado con el caso sabía: que se trató de un atropello personal y político deliberado.
La verdad no lo puede todo, y a veces es tristemente intrascendente. A pesar del prestigio intelectual de lo abstruso, lo oculto o complejo, las cosas casi siempre son lo que parecen, de modo que hoy es tan fácil colegir que en el caso Ábalos, Cerdán, Koldo hay sustancia penal para parar un tren, como deducir que en los casos de la esposa del presidente del Gobierno, Begoña Gómez o, más aún, en el del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, lo que hay son instrucciones judiciales perversas, de patente intención política, puestas en marcha cuando, a raíz de la ley de Amnistía, el expresidente José María Aznar, imbuido del espíritu de la cafetería Galaxia, tocó a rebato: “El que pueda hacer que haga”.
Pero, aunque sea evidente, es muy posible que, cuando en el Tribunal Supremo, el Constitucional o el Tribunal de Justicia de la Unión Europea se sustancien esas certezas y se restituyan los hechos, ya sea demasiado tarde para que la verdad tenga algún valor.
Y ahí es donde entra en juego este nuestro oficio de impostores, que en muchos casos juega al fariseísmo de pretenderse observador de un fenómeno, el de los escándalos judiciales, en el que a menudo opera como fabricante, distribuidor y minorista de las mentiras, suspicacias e insidias que los alimentan.
Más no todo ha de ser desdoro en nuestro desempeño, pues en este marco de hipocresías manifiestas y verdades devaluadas o tardas, toma un extraordinario valor y honra hablar a tiempo. Por eso es tan laudable el papel que está jugando el periódico israelí Haaretz, el medio más prestigioso del país, que en un clima de inmoralidad irrespirable empezó a denunciar la desmedida reacción del gobierno ultraortodoxo de Israel contra los palestinos desde la segunda semana de la ofensiva, y hoy habla abiertamente de genocidio.
Y, en una escala menos dramática, merecen estima y gloria los medios que atestiguaron en página y ante el juez que la fuente de la filtración que desmontaba los bulos sobre las triquiñuelas legales del novio de Isabel Díaz Ayuso, Alberto González Amador, no era el fiscal general del Estado, lo que acreditaron con sus tiempos de publicación y sin revelar la fuente verdadera, protegida por el secreto profesional del periodismo.
La verdad acaba imponiéndose, pero mientras pugna por hacerlo, fijada en letras góticas por jueces e historiadores cuando ya no cabe resarcimiento ni desagravio, es un ejercicio de virtud notable que una ocupación tan vituperada como la nuestra salga a decir, mucho antes de que García Ortiz se siente en el banquillo, que es inocente. Porque lo es, como lo era Alberto Rodríguez, por más que una sentencia del Tribunal Supremo mancillara, de nuevo y a sabiendas, la relación de la verdad jurídica con la realidad.
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