¡La banca siempre gana! Helena Resano
La vida del intelectual está llena de aventuras. El miércoles, por ejemplo, tuve que renovar el certificado digital. Para lograr tan noble propósito, me encaminé a una comisaría de los nacionales, dispuesto a renovar las claves de mi DNI electrónico: luego, solo necesitaría un lector de tarjetas compatible, la instalación de seis ejecutables procedentes de la web de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre (¿los numismáticos?, grandes informáticos) y esperar que mi navegador tuviese los perejiles requeridos para el asunto, ni más ni menos.
Para mi dicha, el incesante perfeccionamiento que caracteriza a la Administración pública ha llegado a las oficinas de pasaportes, donde los terminales con teclados físicos han sido sustituidos por otros con pantallas táctiles. Las ciencias, ya se sabe, adelantan que es una barbaridad: el inventito tiene una latencia de tres a cinco segundos y la sensibilidad de un bloque de granito. Calculen que la tarea de teclear dos veces una idéntica contraseña de más de doce dígitos (pero menos que dieciséis) que combine mayúsculas, minúsculas, números y caracteres especiales me entretuvo media horita holgada.
En esa comisaría, la sala donde uno revigoriza sus credenciales también sirve de espera para los que aguardan turno en la ventanilla de denuncias. Como no es muy amplia, a poco que vas por el decimosexto intento («las contraseñas introducidas no coinciden») resulta inevitable enterarte de las conversaciones que suceden a tu alrededor. A dos metros de mi espalda, una anciana venerable lamentaba su desdicha: unos estafadores habían conseguido sisarle mil doscientos euros haciéndose pasar por empleados de banca. «Después de todos mis años, que me pase esto… Es que soy tonta». La chica del asiento de al lado, varias décadas más lozana, intentaba consolarla quitándole responsabilidades. La escena era tristísima, porque la señora no solo se mortificaba por su candidez: de pronto, aquel destrozo le había hecho notar que vivía en un mundo que ya no era el suyo, y ante cuyas amenazas no sabía defenderse.
Gentes más capaces podrán examinar, quizás cuando pase el tiempo, cómo se envenenó tanto la conversación pública
No quise entrometerme en la conversación: me pareció maleducado y era la tercera vez que ampliaba el tique del parquímetro. Si salía de allí sin el dichoso certificado, probablemente acabaría arrojándome por un viaducto. Iría por mi quincuagésimo intento cuando la señora, imagino que acercándose a su comadre (no vi el movimiento, pero noté que susurraba), le confesó una hipótesis: «¿Tú sabes por qué pasa esto, verdad?». Aunque algunos detalles se me escaparon, juraría que se dijo: «¿Tú has visto a la mujer? Es verdad que es hombruna, dicen que es un tío».
Del sobresalto, volví a pifiarla con el tecladito. «Dejan entrar a los inmigrantes para que les voten y luego nos roban», proseguía la doña. La abnegada escuchante, con rasgos indisimuladamente caribeños, mantenía la compostura.
De vuelta a casa, me preguntaba cómo esa anciana, a la que seguramente había estafado una telefonista con acento de Valladolid, había dado semejante salto con tirabuzón del «cómo he podido ser tan prima» a «el Perro se ha casado con un maromo con peluca». Gentes más capaces podrán examinar, quizás cuando pase el tiempo, cómo se envenenó tanto la conversación pública para que una vieja desvalida crea que el responsable de que le hayan mangado los cuartos sacándole el pin de la VISA es el mismísimo presidente del Gobierno, que es tan pérfido que nos miente hasta en la identidad de en quien se encama.
Leyendo sobre la gestión criminal de los cribados oncológicos en Andalucía (dos mil mujeres no han recibido sus diagnósticos porque los poderes públicos están ocupadísimos haciendo ricos a los de las mutuas) y las abyectas declaraciones con las que la presidenta Ayuso ha recibido a los fondos buitre que vienen a especular con la vivienda, pensé en desechar la anécdota: hay cosas más importantes. Finalmente, he decidido relatársela, porque sospecho que para que tanta barrabasada se despache con impunidad hace falta exactamente eso: que cuando alguien diga que dos mil mujeres pueden morir devoradas por un cáncer —que se hubiese tratado a tiempo si, a quien le corresponde, hubiese hecho su trabajo— su interlocutor le replique que si Begoña Gómez esto o lo otro.
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