‘Materialistas’ no es una comedia romántica, sino un drama atrapado en su propia alienación
En el piloto de Mad Men Don Draper decía aquello de que “el amor no existe, lo que tú llamas amor lo inventaron tipos como yo para vender medias de nailon”. Tampoco era algo tan escandaloso. La frase estaba ahí no tanto para lanzar una idea supuestamente devastadora como para definir al personaje, caracterizado por conocer a la perfección su mundo toda vez que le atormentaba que no hubiera algo más, algo que se pasaba buscando toda la serie con permanente insatisfacción. Por otro lado la frase, quizá, podía resonar igualmente con nuestra época. Con el hecho de que ya entonces, a mediados de los 2000, se hubiera diagnosticado la muerte de la comedia romántica.
Se ha teorizado mucho sobre el fin de un género que a cada tanto regresa para demostrar que exageramos —el año pasado tuvimos dos pruebas tan categóricas como Cualquiera menos tú y Fly me to the moon—, aunque no se ha insistido tanto en su irreductible vitalidad, capaz de sobreponerse a las sátiras y a los planteamientos más escépticos. Pues, del mismo modo que ni Don Draper podía creerse lo que decía en Mad Men —si no aceptara que el amor existe, nunca habría habido serie en primer lugar—, no existe una sola comedia con intención de arremeter contra Lo Romántico que mantenga la burla hasta el final. Le pasa lo que a las comedias antinavideñas: no hay tal cosa como comedias “anti-románticas” porque al final de cada una, en sus propios términos, cualquier personaje creerá pese a todo en el amor. Como el señor Scrooge con la Navidad.
Quizá, si convenimos en asociarle una crisis al género —que es mucho convenir—, podríamos aceptar que la época impele a hablar de forma algo más distante del asunto. Estamos cansados, decepcionados, el capitalismo que tanto lucro saca de San Valentín se halla en crisis, y parece que el amor solo puede paliar momentáneamente estos desengaños. Resulta que la asunción de que el amor ya no es lo que era —de que es una fantasía colectiva vertebrada por la transacción y el miedo a la soledad— es sentido común de nuestro presente, como una cuestión que seguramente pudiera tratarse con total armonía en una comedia romántica. Pues en una comedia romántica habría rechazo al principio, y luego amantes recapacitando dulcemente. Este es tal cual el esquema de Materialistas, solo que Materialistas no es una comedia romántica. Y ese es su mayor problema.
En Materialistas suceden cosas típicas de una comedia romántica, pero sin el tono de una comedia romántica. El personaje de Chris Evans es un actor fracasado, tiene treintaymuchos y se ve obligado a compartir piso, estando bañada su cotidianidad en un agradable sentido del humor que ojalá hubiera ido a más (si esto fuera una comedia romántica, su compañero de piso habría sido un secundario robaescenas). Pero son casi los únicos destellos de humor que se permite Celine Song como directora y guionista. En otro momento descubrimos algo sobre el personaje de Pedro Pascal (en disputa con Evans el amor de Dakota Johnson, la protagonista) que es completamente hilarante. Cuando se lo cuenta a Johnson, sin embargo, lo hace con una solemnidad absoluta. Insistiendo en que él es también un materialista. Prefiriendo emitir tesis antes que chistes.
El problema con que Materialistas no sea una comedia romántica es que la película quiere ir totalmente en serio siendo en general bastante ridícula. Hay una tensión entre las preocupaciones y las estrategias para expresarlas que solo podría haberse aliviado mediante una apuesta decidida por la ligereza. Esta permitiría observar a estos personajes tan equivocados de forma más distendida, y digerir mejor los diálogos pomposos y sobreescritos en los que se involucran para teorizar sobre las susodichas preocupaciones. Materialistas, a cambio, es lánguida como ella sola, y se obstina en exhibir el peso de las cosas indiscutiblemente importantes que cuenta.
Una película perdida en sí misma
No es una sorpresa viniendo de Song, claro. Confundir la importancia de las cosas que cuenta con la necesidad de un envoltorio “importante” —algo que va más allá de una realización refinada o un guion ambicioso para asentarse en el tono, el ritmo y en el aprecio de esa crítica que suele despreciar las comedias románticas— definía por completo a Vidas pasadas, su aclamadísimo debut. En este caso, al menos, el triángulo amoroso se construía a partir de nociones más inequívocamente dramáticas, enclavadas en un malestar cultural. Materialistas tiene mucho malestar también, claro, pero este es más peliagudo porque la única forma que Song encuentra de aliviarlo es recurriendo a los derroteros de la comedia romántica típica y a una cursilería estomagante.
Esta cursilería no cuaja en la medida que Materialistas, podríamos decir, se esfuerza demasiado en ser metamoderna. El metamodernismo lleva siendo teorizado algo menos de tiempo que la muerte de la comedia romántica, aunque quizá Song haya leído algo al respecto y se haya reconocido en esa necesidad de superar lo posmoderno para recuperar los afectos genuinos. Desde este ámbito entenderíamos esos diálogos, integrados por frases entre Paulo Coelho y encabezados de Instagram, como una forma de resistencia o incluso desafío. Asumiendo que el amor ha devenido mercado —como la protagonista insiste desde su trabajo de casamentera—, la mejor forma de oponerse a él sería con la valentía del ridículo, de un ridículo que representara la vuelta de la honestidad.
¿Es honesta Materialistas entonces, por muy fallida que pueda parecernos? Resulta difícil decirlo, porque salvo en lo que respecta a la magnífica dirección —ahí Song sigue sin fallar— o a la banda sonora —una total exquisitez a caballo de la música original de Daniel Pemberton y varios temas que son en sí mismos estados de ánimo—, la propuesta está demasiado atrapada en lo que denuncia. Es hasta incómodo. Materialistas denuncia cómo la superficialidad ha anegado nuestras interacciones románticas, condenándolas a su dócil gestión por parte de apps de ligues y perfiles como el de la protagonista, y sin embargo la única forma que parece conocer de oponerse a ella es con personajes que reflexionan triste y dilatadamente sobre dicha superficialidad.
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Esto, cuando no traiciona su propia tesis, y Materialistas se acerca a ser un fracaso embarazoso por cómo evidencia su propia alienación. Quitando alguna ocurrencia apreciable —lo de los cavernícolas, no por idiota menos garante de un desenlace cuqui—, difícilmente podemos aceptar que Song denuncie la capitalización del amor a través de tantísima heteronormatividad y un fetichismo hacia el lujo de vivir en Nueva York que remite de forma muy desafortunada a Woody Allen. O, ya que hablamos de Allen, aún menos vamos a aceptar cómo instrumentaliza la asimetría de las relaciones heterosexuales, llegando al extremo de que Materialistas utilice el abuso sexual que sufre un personaje secundario solo para hacer avanzar el arco de Dakota Johnson.
Son los minutos dedicados a esta ¿subtrama? lo peor, sin duda, de Materialistas. Lo que más fácilmente ejemplifica el embrollo en el que se ha metido Song con su segunda película, consciente de la enfermedad afectiva de la sociedad contemporánea sin tener la menor idea de cómo curarla, y aun menos sin saber apaciguar unos síntomas que su propia película sufre. Materialistas trasluce estos síntomas de forma aparatosa mientras lo mete todo en un escaparate precioso e higiénico, y se reconoce en aquella frase de Don Draper. No tanto por compartir su preocupación, como por el deseo que habría guiado al publicista de hacer un anuncio de esta preocupación.
Eso es Materialistas, ni más ni menos. Un spot que vende la necesidad de creer en el amor, pese a que todo el mundo crea en el amor. Ya sabemos que el capitalismo siempre se ha especializado en explotar necesidades ficticias.