El desalojo del poder (o el problema del marco)

Comparecencia de Pedro Sánchez por el caso Koldo en el Senado.

Meritxell Batet

1. ¿Antisanchismo o recuperación del poder?

Definir el debate político en España en torno a sanchismo y antisanchismo es ya un triunfo de la derecha y de su actual estrategia: el debate supera partidos, matices y propuestas y se desplaza a la persona del presidente. Las políticas y sus alternativas ya no importan y son sustituidas por el apoyo o la descalificación no ya a un partido, sino al liderazgo de Pedro Sánchez. No es un cambio gratuito ni inocente. Ese desplazamiento se vincula íntimamente a una demanda excepcional para el sistema democrático: el desalojo inmediato del presidente y actual mayoría, mediante el fin de la legislatura y una vaticinada victoria electoral alternativa, que concluya con el acceso al gobierno de quienes están hoy en la oposición.

El acceso al gobierno, y el consecuente relevo de la mayoría política que lo sostiene, es un elemento propio de la política democrática. Lo que resulta excepcional es que esa alternancia se reclame de modo inmediato por encima de los periodos de gobierno y del desarrollo de la legislatura. La constante descalificación del gobierno y la reclamación permanente de un cambio de mayoría parlamentaria mediante la convocatoria de nuevas elecciones comportan, casi inevitablemente, cuestionar los resultados electorales vigentes, deslegitimar la actual mayoría y negar la posibilidad de la política institucional; no hay lugar para el debate de las políticas, entendido como el reconocimiento de las opciones ajenas y mayoritarias, ni para el intento de influir en las mismas desde la oposición. La política se reduce al enfrentamiento electoral y, de hecho, a la victoria propia en esas elecciones.

La estrategia del desalojo necesita pues de una fundamentación que niegue la legitimidad del gobierno actual y su mayoría. Es esa fundamentación la que ahora quiero examinar (2), para exponer después los instrumentos con que se despliega esa estrategia (3) y sus consecuencias (4).

2.-Los fundamentos de la deslegitimación

Desde la designación de Pedro Sánchez como presidente en 2018 hemos asistido a una variada y acumulativa presentación de razones extraordinarias que deslegitiman su gobierno.

Los socios de gobierno fueron, prácticamente desde el primer momento, la primera razón para negar su legitimidad. En breve síntesis, el gobierno socialista nacía apoyado por terroristas, golpistas y comunistas, un apoyo que no haría sino crecer en el tiempo y en la intensidad de un gobierno de coalición. Esa sonora descalificación, al margen de su carácter real o imaginario, choca sin embargo con dos elementos que hacen difícil admitir su compatibilidad con la democracia. En primer lugar, todos esos apoyos son de grupos parlamentarios nacidos de elecciones legítimas y con apoyo ciudadano, de modo que representan la voluntad política de millones de españoles llamados a estar presentes en las instituciones, y, en segundo lugar, tanto el apoyo como la representatividad democrática se han visto confirmados en tres elecciones posteriores: las dos de 2019 y las de 2023.

Casi desde antes de iniciar la acción de gobierno, su contenido se ha constituido en la segunda gran causa de descalificación: prácticamente todas las decisiones del Gobierno son inconstitucionales y atentan, directa e irrevocablemente, contra el interés de España y prácticamente contra su supervivencia. Prescindamos de nuevo de la inédita situación en que un gobierno consigue que todas sus decisiones sean nocivas e inconstitucionales, y limitemos nuestra consideración a dos cuestiones menos opinables.

En primer lugar, la Constitución no es una regla de gobierno de la que emana la solución a todo debate político, sino un marco de convivencia dentro del que caben proyectos y posiciones políticas distintas, cuyo respeto y posibilidad ampara la propia Constitución. Si todo lo que defiende un partido es consecuencia necesaria de la Constitución y todo lo que defienden sus contrarios es, también, contrario a la Constitución, deberemos concluir que o bien ese primer partido retuerce la Constitución para apropiársela (y desconocer los contenidos que no le gustan), o bien debería reconvertirse a una permanente acusación popular ante los tribunales, pues sus demandas no son políticas sino jurisdiccionales; o, ambas cosas, apropiación y judicialización, lo que quizás se adecúe más a nuestra realidad.

En segundo lugar, el interés de España o el interés general no son categorías objetivas. Su concreción, al menos su concreción honesta, plantea incertezas a resolver mediante opciones políticas, y exige también optar entre intereses contrapuestos, legítimos, pero por ello mismo sometidos a cesiones, priorización y sacrificios. Por esa razón el interés general, y el de España y sus ciudadanos, se concreta en decisiones políticas que adopta un parlamento representativo. Nada de excepcional y ajeno a la política ordinaria hay en el desacuerdo sobre esas decisiones y la concreción del interés común que significan.

Si es democráticamente difícil descalificar las opciones políticas de un partido, siempre queda la opción de contraponer al partido, legítimamente distinto del propio, con su líder para acabar actuando en defensa de ese partido (que naturalmente no es el nuestro, pero al que apreciamos cordialmente), frente a la deriva cesarista de su actual dirección. El Partido Socialista, sus militantes y sus votantes, están secuestrados por un líder que los tiene prisioneros y del que hay que liberarlos urgentemente, sin poder esperar al final de la legislatura, entre otras razones porque al final de las anteriores han dado ya muestras de sufrir además un agudo síndrome de Estocolmo llevado hasta el enamoramiento con el secuestrador. Al fraternal e infalible diagnóstico del partido rival, elaborado desde los bancos de la oposición al que les arroja ese mismo líder, se suman argumentos tan relevantes como el de la reducida vitalidad interna del Partido Socialista, en esta época de encendida implicación ciudadana en el día a día de los partidos, o el de las tan estimables como personales declaraciones de antiguos líderes socialistas.

La ilegitimidad del Gobierno y su mayoría no tiene mejor expresión que su vinculación con la ilegalidad y el delito. Lo que no es inconstitucional es por lo menos ilegal, y el Gobierno es poco más que una organización delictiva, en su vertiente de felonía y traición al interés general o en la de corrupción y nepotismo. Al interés general me he referido ya, y lo dicho es aplicable a su traición, desmentida por cuantas instancias independientes se han ocupado de ella (el Abogado General de la UE es el último caso). A la corrupción, en los niveles que hoy conocemos, alejados de cualquier diseño institucionalizado y de partido, no me parece realista reconocerle carácter extraordinario o excepcional que exija acabar con el Parlamento surgido de las últimas elecciones para intentar conseguir otro con mayoría distinta y, por ello, indudablemente ajena, al menos, a ese mismo nivel de corrupción. 

La última de las excepcionales situaciones de deslegitimación es la que sostiene que no hay mayoría parlamentaria que sostenga al Gobierno, convertido en usurpador que debe ser desalojado: ni presenta presupuestos, ni aprueba leyes, ni gobierna. Y hasta los golpistas que lo sostenían declaran hoy su ajenidad respecto del mismo. El argumento, sea real o desmentido por votaciones en el Congreso, obvia sin embargo que la existencia de mayoría de gobierno y su fin es algo tradicionalmente regulado por las constituciones en un sentido claro e inequívoco: el Gobierno, una vez investido, mantiene la confianza parlamentaria siempre que no exista una mayoría alternativa o el propio Gobierno decida someterse a una expresa cuestión de confianza. Que el Presidente la presente o que convoque elecciones son decisiones políticas, sometidas a crítica política, pero no incumplimientos, patologías o aberraciones, más aún cuando se discute si existe o no esa mayoría en la realidad.

Todas estas argumentaciones conducen a dos conclusiones. En primer lugar, hoy la crítica y el debate prescinden de la política, es decir, se niega el reconocimiento de la legitimidad de las posiciones contrarias, e incluso de su posible acierto, y se evita asumir la posición propia de minoría parlamentaria y, desde esa asunción, intentar influir, negociar o presentar alternativas de futuro. Y, en segundo lugar, la conversión del contrario político en enemigo, no ya propio, sino del pueblo. Y con el enemigo no se debate ni se negocia, se le vence. Produce un cierto sonrojo tener que describir y explicar lo hasta aquí dicho. No es nuevo, ni en la historia de las democracias, ni en la reflexión política y constitucional desde la Primera Guerra Mundial y la crisis de Weimar, ni siquiera en nuestra reciente historia democrática, curiosamente con los mismos partidos siempre en la misma posición de gobierno y oposición. Llamarlo hoy antisanchismo no es sino velar la realidad que pasa siempre por el retorno de la derecha a lo que considera su lugar, el gobierno.

3.- Los instrumentos de deslegitimación:

Lo que sí es relativamente nuevo es el instrumental que lleva aparejada esta estrategia, o al menos su intensidad. Prestamos atención habitualmente a la crispación y al tono de debate político y criticamos la pendiente de la falta de respeto y del insulto por la que nos deslizamos. Pero crispación, tono e insultos no son más que la expresión razonable del enfoque antes expuesto. Su síntoma más evidente, pero también el menos dañino y el más amparado por la libertad ideológica, de expresión y de debate político. Más allá de esa crispación, existen otros instrumentos, intensamente utilizados ya en nuestro país, mucho más peligrosos.

Desplazar la política institucional en beneficio del enfrentamiento electoral tiene una primera víctima, el Parlamento, que se instrumentaliza y desnaturaliza. Toda actuación parlamentaria deviene, casi exclusivamente, un instrumento de confrontación, orientado únicamente al sostén o a la destrucción de la mayoría existente y nunca a una finalidad en sí misma. Lo importante no es la decisión y su contenido, sino su aprovechamiento para la dinámica electoral. Hemos eliminado los espacios de discusión e integración, de cesión y de acuerdo; aquellos espacios en los que el Parlamento, más allá de la representación electoral y la confrontación de propuestas, actuaba y adoptaba decisiones desde su concreta composición electa y el juego entre mayoría y oposición. El Parlamento es, en esta lógica, poco más que un plató televisivo gratuito y permanente.

Pero la subversión del Parlamento y sus funciones se traslada a todo ámbito institucional en el que la oposición consigue instrumentalizar su presencia: el CGPJ, el propio Tribunal Constitucional, las instituciones de las Comunidades autónomas… Todas ellas dejan de tener sentido y función propias en la medida en que deban verse desplazadas por la tarea de oposición, o mejor dicho, de desalojo del Gobierno. No es ya que sus decisiones se interpreten y utilicen en lógica de enfrentamiento partidista, es que se adoptan desde esa misma perspectiva, casi con carácter excluyente de cualquier otra: conferencias de presidentes y conferencias sectoriales, informes sobre iniciativas legislativas, propuestas de nombramiento y hasta sentencias concuerdan de modo preocupante con la lógica del desalojo, o, como veremos, con la de la defensa frente al mismo. Hasta las actuaciones e intervenciones públicas de la Corona pasan a valorarse, casi exclusivamente, desde ese enfoque. El enfrentamiento se impulsa incluso en los ámbitos tradicionalmente reservados al consenso, como la defensa o la política internacional. Y lo hace, a mi juicio, no por un incremento de las divergencias o de su importancia en esas materias, sino por la necesidad de generalizar el conflicto y eliminar la instancia de refugio para el Gobierno, en las que pueda recuperar su vertiente institucional, su liderazgo y, en definitiva, su legitimidad. En especial, el uso de las propias instancias internacionales como trincheras de debate partidista y de enjuiciamiento (y condena, claro) del Gobierno está llegando a límites que ponen en cuestión la propia función de esas instancias. El bloqueo de la renovación del CGPJ y la intervención de la Comisión Europea es un ejemplo paradigmático; y la lógica de defensa de la propia posición de las instituciones europeas creo que tiene un papel no desdeñable en las recientes conclusiones del Abogado General sobre la Ley de amnistía.

Es imposible exagerar el papel de los medios de comunicación en la dinámica de polarización y deslegitimación gubernamental, hasta el punto de poder cuestionar si los medios son instrumento o actor. En tono, en confusión de información y opinión, en sesgo y hasta en desinformación y mentira, los medios de comunicación, y las redes sociales, se convierten en las mejores armas para la batalla de la deslegitimación pública del contrario.

Finalmente, la extensión de esta dinámica al ámbito judicial es particularmente preocupante. De la independencia judicial y su realidad se habla mucho en nuestro país, pero es difícil distinguir amenazas reales sobre la capacidad de cada juez de resolver por sí mismo los asuntos de los que conoce, con plena garantía frente a presiones externas, concretada en su inamovilidad y en la atribución al CGPJ de las decisiones sobre su carrera y de cualquier actuación de exigencia de responsabilidad. De la imparcialidad se habla menos, y acostumbramos a limitarla a las cuestiones de vinculación personal del juez con las partes en proceso. Pero la imparcialidad va más allá y se vincula estructuralmente con el sometimiento a la legalidad. En sus decisiones el juez debe dejar de lado sus opciones políticas e ideológicas, que naturalmente tiene, e incluso contravenirlas si así resulta la ley. No es fácil, en especial cuando a los jueces se someten cuestiones estrictamente políticas, menos aún cuando la realidad judicial española está insólitamente teñida por un asociacionismo judicial que se solapa con la realidad de los partidos políticos, y las posiciones políticas de los jueces se exponen con crudeza y sin contención alguna en el debate público, incluso exhibiendo más que vistiendo su toga. En este contexto, el traslado a la justicia de los debates políticas hacen mella ya en la consideración de la justicia en nuestro país.

4.- Las consecuencias

Esta política del desalojo tiene importantes consecuencias. La primera, sin duda asumida por sus impulsores y hasta bienvenida, es su traslación al contrario. Frente a la descalificación y la deslegitimación es difícil evitar una respuesta simétrica que proyecte sobre el adversario sus propias acusaciones y que, a medio plazo, convierta el debate político, y su percepción, en un enfrentamiento sin cuartel y en un espacio en el que no caben matices, acuerdos ni cesiones mutuas.

La segunda, obvia y repetidamente mencionada, es la crisis de las instituciones, huérfanas de función alguna más allá del enfrentamiento electoral y despojadas del necesario respeto y reconocimiento del otro. Si el adversario es ilegítimo, ¿para qué integrarme en el debate político? Si las instituciones asumen el enfrentamiento como como única función, ¿para qué el debate y la discusión razonada? Y ¿dónde debe refugiarse quien siga creyendo en la política como contraposición de opciones legítimas? 

En tercer lugar, la crisis de legitimidad se expande a todo espacio público; los poderes territoriales son instrumentos de enfrentamiento y no de integración; los tribunales se convierten en actores del debate y no en árbitros; los medios no informan, sino que refuerzan mis convicciones y cohesionan a los partidarios de uno u otro sentido, y su credibilidad se derrumba más allá de su propio sector ideológico. 

El resultado es que perdemos (y destruimos concienzudamente) cualquier referente común y, en consecuencia, incómodo. La política se radicaliza y se concentra exclusivamente en el acceso al poder, al margen de contenidos y políticas. De este modo los liderazgos, al menos los que no vencen en las elecciones, caducan de modo inmediato, en una huida hacia delante que incrementa el enfrentamiento casi sin fin.

Y la política, el debate de fondo sobre cuestiones legítimas, sus razones y sus consecuencias, desaparece, reducida en el mejor de los casos a mero instrumento de conflicto en el que los valores propios no son otros que los que más se oponen al contrario, quizás porque si las declaraciones y alianzas del presidente Sánchez se enmarcan plenamente en la volatilidad de nuestros tiempos, sus políticas y su obra legislativa muestran una coherencia sorprendente con esos mismos tiempos.

En resumen, un precio que nadie pagaría por la opción de cambiar un gobierno dos años antes de lo que correspondería. Por esa razón la oferta no puede ser un cambio de gobierno, sino que debe aumentarse al desalojo del enemigo, cosa que justifica, ahora sí, todo precio a pagar.

*Meritxell Batet fue presidenta del Congreso de los Diputados entre 2019 y 2023.

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