Los libros

El mal taciturno

Los días que no queremos, de Miguel Rollón Muñoz.

Marisa Martínez Pérsico

Los días que no queremosMiguel Rollón MuñozValparaísoGranada2018Los días que no queremos

Los días que no queremos es un libro conmovedor en el que cada poema parece estar exorcizando fantasmas interiores. Es una crónica de las guerras íntimas, de las heridas abiertas en la memoria individual y familiar, pero también una búsqueda infatigable de páramos de sosiego, de compañías que dignifiquen la existencia para dar sentido a los días que pasan. Como escribe Fernando Valverde en su nota de contracubierta, esta poesía “guarda la autenticidad de quien ha mirado el mundo con el corazón encogido por su sufrimiento y el de los otros”. Aquí no hay renuncia ni resignación. Hay conciencia del vacío, sí, pero las carencias no detienen la pesquisa de una felicidad postergada, inconclusa, pendiente: “Y el corazón/ que siempre sabe lo que quiere/ no puede olvidar su cara tatuada en mi memoria/ como todas las cosas que nunca terminé” (“Rayuela”). Se trata de seguir buscando los días que sí queremos, de lanzar la piedrita cuantas veces sea necesario hasta embocarla en la casilla del cielo individual.

Este libro hace viajar al lector por los “puzles incompletos de la infancia” y por cuartos de hospitales suspendidos “en sus bolsas de suero”; hay aquí mujeres que habitan insomnios, “migajas de niebla”, “margaritas con pestañas”, “musas que no hacen visitas de cortesía” y que “no cumplen horarios de oficina”, ventiladores “que hacen girar el gallo de los puntos cardinales”. El tiempo y el espacio se distorsionan para mostrarnos su fragilidad, para que toquemos la precariedad de los puntos de referencia. Porque el sentido de una vida lo dan únicamente algunos nombres propios y unas pocas ciudades: Madrid (el barrio de Malasaña en particular) y Buenos Aires, pero también París y Berlín. Escalas de la vivencia y del recuerdo.

Es curiosa la reiterada personificación de estados anímicos o sensaciones: la ansiedad, el miedo y la melancolía se humanizan hasta convertirse en compañeros de viaje, fantasmas domésticos a los que hay que aprender a conocer para poder prevenir y dominar: “Solo quien lo ha sentido lo sabe./ Un león indomable,/ que no va a morderme,/ me acecha algunos días con su zarpa/ para que tenga prisa./ Las presiones, los nervios,/ el ansia del que llora sin motivo,/ porque se siente herido.// Es un dolor que nada sabe de palabras.// Entonces, como presa, huyo/ en un silencio acostumbrado/ a pensar en sí mismo” (“Ansiedad”); “Un buen día/ Alejandra me dijo:/ –Háblame del miedo./ Y le hablé de mí” (“Alejandra y el miedo”); “Ahora que sé cómo eres,/ que sé que los labios/ en la noche no mienten,/ volveremos a vernos” (“Melancolía”). Al evocar el mal taciturno, la melancolía o saturnianismo, Rollón Muñoz cita en epígrafe a Robert Burton, quien en su Anatomía de la Melancolía la considera enfermedad crónica o permanente, aunque otros vean en ella una fuente de placeres delicados. Por ejemplo Kant, en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cree ver en el melancólico una gran conciencia moral, un sentido de lo sublime por encima de los encantos efímeros. La tristeza del hombre melancólico deriva de la virtud de una escala moral superior.

Muy interesante en este poemario es la yuxtaposición del discurso amoroso con imágenes de sordidez en unos escenarios interiores que, aunque a priori podrían ser considerados espacios hostiles para la consumación de un idilio, terminan demostrando ser aliados de la complicidad y empatía entre los amantes: “Se despertó/ con el drenar de un desagüe,/ apenas había luz,/ me pidió un cigarro,/ fumamos juntos, callados,/ algo me dijo/ con su mano cálida/ sobre mi pecho.// –Los deseos no tienen copyright (...) Esperé/ entre la desnudez de las sábanas/ a que despertaras, y juntos/ poder descrifrar los mensajes escritos/ en la puerta de los baños” (“Deseos sin copyright”).

Otro tema recurrente de estas páginas es la añoranza de la infancia como refugio de la pureza pero también de la primera juventud como oportunidad de experimentación durante los tempranos años ochenta, en pleno proceso de democratización y modernización española: “a principios de los ochenta/ en esa explosión de libertad/ y creatividad insólita, cuando/ tratábamos de cambiar un país/ donde no había autopistas” (“No recuerdo tu nombre”). Otra estampa frecuente es la del niño esperando en un andén, en estaciones de paso, a la espera de trenes que no llegan.

Las alusiones a Julio Cortázar aparecen repartidas a lo largo del poemario, porque releer a este autor permite “regresar al lugar de esa vieja juventud/ donde sentí la más pura felicidad que haya conocido” (“Rayuela”). Aunque esta felicidad coincida con una historia de amor inolvidable y trunca, no es gratuita la mención a Cortázar en un sentido más amplio, por sus característicos personajes viajeros sometidos a desarraigos geográficos y/o emocionales y sus pesquisas del lado de acá o del lado de allá del espacio o de la memoria. En la narrativa del argentino proliferan puentes y galerías que unen Latinoamérica y Europa, pasadizos que transforman pasajes porteños en galerías parisinas, atajos psicológicos que transforman la chatura de la realidad en un mundo paralelo anhelado e inalcanzable, personajes que traspasan las fronteras de los libros y se convierten en seres de carne y hueso. Quien lea Los días que no queremos verá que su voz poética también está buscando un cielo a su medida en el laberinto de una tormenta interior y de una deriva territorial, ese refugio que concilie las distancias geográficas por encima de la nostalgia y de la pérdida.

Uno de los poemas más entrañables y de mayor lirismo es el inspirado en la figura materna: “Madre,/ te enterraré de noche, desnuda/ como llegaste/ bajo la misma tumba sin cruz de un camposanto,/ donde él, joven para siempre, irá a buscarte./ Y juntos, en olvido piadoso, os burlaréis/ del calor de las manos frías de los médicos/ y de los dioses sin misericordia, que crearon/ el amor y la muerte al mismo tiempo” (“Madre”). Hay versos que permanecen en la memoria como una sabia compañía y que a veces resuelven el poema mediante un uso aforístico: “Escribir es aprender a perder”; “Si te fijas bien/ verás la herida abierta/ en el cuerpo propio del dolor ajeno”; “Un tratado de amor:/ de cómo los instantes/ se encaminan/ a un segundo olvido”; “El futuro es el sueño de un regreso”.

*Marisa Martínez Pérsico es poeta y profesora de literatura.Marisa Martínez Pérsico

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