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Los diablos azules

Novelar el lado negro de la política en España, entre el retrato y la demolición

El extesorero del PP Luis Bárcenas, a su salida de la sede de la Audiencia Nacional.

“Recientemente he leído la novela de Alexis Ravelo, Un tío con una bolsa en la cabeza, sobre un concejal y corrupción en las Islas Canarias…”

Quizá porque nos cruzamos en Getafe Negro, tal vez porque el protagonista de esa trama es munícipe como él, Martín Casariego, concejal presidente de los distritos madrileños de San Blas-Canillejas, empieza refiriéndose al lado negro de la política. “Yo tenía claro que no quería ser un concejal corrupto, así que no me ha enseñado nada nuevo.” El también portavoz de Cultura por Ciudadanos en el Ayuntamiento de Madrid asegura que, en su día a día, no está viendo en absoluto malas prácticas, “la corrupción ha existido siempre y seguirá existiendo, pero ahora los controles son mayores y yo desde luego no he visto cosas raras ni me ha tentado a mí nadie”.

Casariego es también, lo era antes de meterse en política y lo seguirá siendo después, escritor. La experiencia, de momento, no le está dando ideas para una novela, pero… “La vida de escritor, más allá de tus amigos, de tu familia, es solitaria. Y en cambio éste, un trabajo de gestión, de ver gente y de ir conociendo la ciudad de una manera diferente, me está enriqueciendo. Y eso se acabará reflejando en lo que escriba”.

Basado en hechos reales

Sus palabras me autorizan a vaticinar que, cuando Casariego escriba sobre lo vivido, no le saldrá nada emparentado con el relato inmisericorde que los clásicos de la novela española han hecho de la vida política y de quienes en ella se desempeñan, y medran. “Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático”, escribe Galdós, y es cita muy evocada, en uno de sus Episodios Nacionales.

Con esta afirmación en mente, pregunto a Belén Gopegui si la novela española es un reflejo fiel de las sucesivas realidades políticas. “La frase de Cánovas habla de su tiempo, no creo que sea aplicable a este momento; otra cosa es que la democracia parlamentaria no tenga herramientas ni fuerza para hacer frente a lo que se suele entender como ‘poder económico’. Ninguna novela es reflejo fiel de nada, las novelas trabajan con la ficción, construyen una realidad, unas reglas iguales y distintas y por eso permiten imaginar mejor.”

Gopegui, en cuya última novela, Existiríamos el mar, cinco personas ya en la cuarentena deciden vivir juntos por culpa de la precariedad social, es una habitual de las relaciones de escritores adscritos a la llamada “novela social”, una etiqueta que ella rechaza. “Creo que no tiene sentido, incurre en el mismo equívoco que el Ministerio de Asuntos Sociales. Si se quiere decir ‘novela que trata de personajes en los márgenes o con muy poca renta’ habría que decirlo así, entiendo que toda novela es social, lo contrario qué sería, ni siquiera una novela narrada en primera persona y referida en exclusiva a la infancia o algo semejante dejaría de ser social”.

Novela política, al cabo. “Una novela puede perfectamente ser ‘política’ sin que ninguno de sus personajes principales sea un político profesional, y sin que ambiente ninguna de sus escenas en el Congreso, en Moncloa, en un ministerio o en algún pleno municipal”, apunta David Jiménez Torres, profesor en la Universidad Complutense de Madrid, doctor por la de Cambridge. “Al hilo de la crisis económica iniciada en 2008 hubo un nuevo interés en una novela ‘política’ que analizara los mecanismos de la corrupción, sí; pero también, y, sobre todo, que abordara las relaciones de poder que se producen en nuestro sistema, en parte por su estructura económica y laboral.” Menciona, por ser buen ejemplo, las novelas de Isaac Rosa La mano invisible y La habitación oscura, que son profundamente políticas y que abordan cuestiones que están presentes en el debate político “pero lo hacen a través del mundo del trabajo, de las relaciones sociales y de unas ocupaciones que en un principio no parecen tener nada que ver con la política”.

Entre las tareas que sí tienen que ver con la política está la de consejero áulico. En su última novela, Queridos niños, David Trueba nos presenta a uno, Basilio. Todo un carácter. “Se burla de los spin doctors que creen que todo lo saben y todo lo manejan. Él es más inteligente y ladino y concede también mucha importancia a la autenticidad.” En estos tiempos en los que tanto hablamos de Iván Redondo, me asegura que al escribir tenía más en la cabeza a los modelos extranjeros, desde Karl Rove a Dominic Cummings, “nosotros aún estamos comenzando en este modelo de política espectáculo, algunos países, los anglosajones en particular, nos llevan bastante ventaja. Ojalá aprendamos de sus errores, tan enormes”.

Para proceder, Trueba recurre a un tono, casi un género, que es arma de ataque y escudo protector: la sátira. “Decía Bernard Shaw que cuando quieras decir la verdad, mejor haz reír, porque si no te matarán”, se explica. La crítica que contiene su novela “no podría ser tolerable si no fuera acompañada del humor. De hecho, lo detecto en quienes hablan de la novela”. Ha notado que cuando sus lectores le dicen que la novela es muy divertida, no lo hacen tanto como un elogio al autor, sino como una defensa, una manera quizá de alejar lo que describe de nuestras vidas cotidianas. Empeño baladí: “La realidad es que todos los casos de corrupción que se comentan están sacados de nuestra realidad. En cambio, los personajes, no tienen ningún modelo nacional”.

Al cabo, incluso bajo manto de sátira y con personajes creados, de lo que habla es de lo que pasa, de lo que nos pasa, cada día. “La política no es abstracta, sino que se encarna en cada uno de nosotros y sobre todo la vivimos, la sufrimos a diario”, nos dice, tras participar como Casariego en Getafe Negro, Gustavo Forero, autor colombiano residente en España. “En cada momento de nuestra vida estamos sintiendo el poder sobre nosotros.” Es la experiencia que ha querido reflejar en El innombrable, novela que aspira a “precisar cómo la política, la organización misma del Estado, la organización del Gobierno, influye en nuestra vida cotidiana”. Los ejemplos de obras que hablan de eso son infinitos, pero puestos a citar una, Forero menciona Historia de un crimen, de Víctor Hugo, que “plantea perfectamente la relación entre el gran poder, para el caso el gran poder monárquico, sobre la vida de los ciudadanos, cómo le afectó a él mismo, que tuvo que participar en una revolución”.

Ser o no ser... crítico con el poder

La literatura es política desde el principio de los tiempos, pero si hay una tradición asentada representaciones literarias del poder político, esa es la anglófona, y eso desde Shakespeare.

“La fijación de Shakespeare con el poder político y la monarquía es muy particular a él; pero al convertirse en el gran autor canónico en lengua inglesa termina influyendo en las generaciones posteriores ―afirma David Jiménez Torres, que además de profesor, es autor de 2017. La crisis que cambió España. La tradición española tiene autores de una talla descomunal pero que han preferido centrarse en figuras más periféricas al poder: el Quijote, el Lazarillo, la Celestina, Don Juan, los habitantes de Fuenteovejuna... incluso en las obras del Siglo de Oro protagonizadas por personajes de la alta aristocracia o la realeza, como El castigo sin venganza o La vida es sueño, el tema no suele ser el ejercicio del poder en sí.” Esta distancia, continúa, es la que siglos después Valle-Inclán lleva al extremo con obras como Tirano Banderas, La hija del capitán o las novelas del Ruedo Ibérico, donde aparecen representaciones literarias de dictadores, reyes y ministros, pero siempre tratados desde una distancia que los deforma. “Si Shakespeare intenta que comprendamos hasta a los reyes ingleses más crueles, como Ricardo III, Valle-Inclán somete a sus personajes a una deformación deliberada y a una crítica total.”

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Trueba añade un factor: la salud democrática. “El mundo anglosajón entiende la crítica como un ejercicio necesario, casi de lealtad democrática. En cambio, nosotros consideramos la crítica un insulto o una traición. De ahí que abunden más los libros que persiguen la adulación del lector, presentarle un fácil protagonista con el que identificarse y pocas veces desafiar su capacidad de análisis y tolerancia”. En España, sostiene, si alguien hubiera escrito Hamlet o El rey Lear aún estaríamos buscando contra quién estaban escritos, “no hubieran sido entendidos como un comentario general, universal”.

Escuchado todo ello, me pregunto cuál es “la gran novela española sobre la actividad política”. En un texto de hace un par de años, Jiménez Torres apostaba por El disputado voto del señor Cayo, de Delibes, no sé si le habrá dado tiempo a revisar esa valoración… “Creo que la mantengo. Lo hago en parte por un criterio de calidad: es una novela especialmente bien planteada de uno de los mejores autores españoles del siglo XX. Pero también es muy ilustrativa de varias cuestiones a las que seguimos dando vueltas, como el tránsito que se hizo de un sistema dictatorial a un sistema democrático y el vínculo que se estableció entre gobernantes y gobernados, que también es entre representantes y representados.” A pesar del tiempo transcurrido desde su publicación (1978, el año de la Constitución), sigue siendo una novela muy relevante para los debates actuales sobre la situación de la España rural, y cómo se han representado (o no) sus intereses durante la etapa democrática. “Y, por último, es una novela que aborda de manera muy eficaz la diferencia entre el lenguaje político y el habla cotidiana, y cómo afecta esto a la propia relación entre los votantes y aquellos a quienes eligen para gobernar.”

Traslado la pregunta a Belén Gopegui: “En la medida en que creo que la vida política empieza en la toma de conciencia, mencionaría como gran novela Tea Rooms, de Luisa Carnés”.

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