Los diablos azules

Para parar las aguas del olvido

Unos niños se preparan para ser evacuados durante la Guerra Civil.

Paco Ignacio Taibo

Publicamos varios fragmentos de Para parar las aguas del olvido, el libro de memorias del escritor asturiano-mexicano Paco Ignacio Taibo I que acaba de publicar la editorial Drácena. Paco Ignacio Taibo, escritor y periodista exiliado a México en 1959, hace en sus memorias una evocación llena de humor de los años duros de la Guerra Givil y de la soberbia de los vencedores en la posguerra. Un grupo de niños aprende el arte rebelde de la supervivencia.Paco Ignacio Taibo I

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  Están llamando a la puerta

La policía sabe que es policía, sabe que tiene el poder, sabe ejercerlo, sabe que las puertas se le tienen que abrir y que al otro lado de cada puerta hay un rostro desencajado que intenta, inútilmente, reconstruir la calma.

La policía no usa nunca el timbre, aun cuando lo haya y esté funcionando.

La policía estrella el puño contra la tabla y espera que la tabla no caiga al suelo; pero lo que se cae, al otro lado, es el corazón y el pulso, y las rodillas. Hasta los calcetines de los muchachos se caen al otro lado, cuando se estrella el puño del policía.

Por todo esto, los perseguidos nos acostumbramos a llamar a la puerta con un toquecito liviano, con un suave rasguño, con un repiqueteo de dedos.

Con el puño, jamás.

Por todo esto, que muchos de ustedes comprenderán de inmediato, mi familia, al igual que miles de españoles, llamamos siempre a la puerta con amor.

  El moro que se quiso casar con una puta

La cosa nunca estuvo muy clara; parece ser que el moro pidió permiso para casarse en Oviedo y que el comandante se lo denegó.

Después intervino la junta de señoras que atendían a que las fuerzas africanas no se sintieran desamparadas en tierra de cristianos y entonces autorizaron la boda.

La novia, se dijo, estaba dispuesta a no consentir, si el moro no se hacía católico, y el moro aceptó ser bautizado.

Por lo que se contaba en el barrio la novia había conseguido traer a un pagano a la verdadera religión y esto acaso haya sido lo que movilizó tanto entusiasmo alrededor de la boda y de los prolegómenos.

Sin embargo, las cosas se estropearon, súbitamente, cuando las señoras supieron que la novia era puta y que seguía ejerciendo las actividades propias de su negocio.

 

La gente comprensiva afirmaba que si la novia seguía puteando era porque quería reunir un poco más de dinero, para poner un restaurante, con su marido, en Ceuta.

El moro, al que nunca conocí, le parecía bien que su futura esposa pensara en el mañana.

A las damas que atendían a los moritos, todo esto les sonaba a escándalo.

—Es que lo menos que se le puede pedir es que se regenere.

Pero ella no se regeneraba y el moro no se hacía cristiano mientras no supiera, claramente, lo que daban las señoras por cada católico conquistado.

La puta, el moro, las damas y el comandante, tuvieron una junta que debió ser deliciosa.

La puta quería el restaurante en Ceuta, el moro pedía cuatro mil pesetas y un traje de civil, con sombrero; las damas aconsejaban a la puta que dejara su negocio, ella se negaba a abandonar la casa mientras no estuviera claro su futuro y el comandante terminó enfadándose y diciendo una grosería tan grande que las damas le acusaron de ser digno de la zona roja.

Y no hubo boda.

Pero desde entonces la puta era señalada por todos, en Oviedo, con un gran respeto o, por lo menos, con una gran curiosidad.

—Mírala; es la puta que se quiso casar con un moro.

—¿Y el moro?

Extraña cosa, no se volvió a hablar de él y parece que jamás se hizo cristiano.

Una dama que estuvo en mi casa comprando a mi madre el reloj de pared que teníamos, le dijo, muy atribulada:

—No merecía esa bendición.

El moro que se quiso casar con una puta fue tema de conversación entre los amigos que tomaron diversos partidos, según su grado de politización, de ateísmo y de misterioso respeto por la prostitución nacional.

Sin embargo, y en líneas generales, la actitud del moro fue mejor comprendida que la actitud del comandante y de las damas.

A este se le señalaba falta de rigor en su análisis del temperamento moruno y a las señoras se les acusaba de contradictorias.

Primero: traen los moros de África.

Segundo: abren casas de putas en Oviedo.

Tercero: dan un traje a cada moro que se bautice.

Cuarto: patrocinan las bodas de militares.

Los amigos nos mirábamos, después de haber desarrollado toda la situación y nos decíamos:

—Entonces, si las cosas son así; ¿por qué coño se tienen que meter en cama de la novia?

Sin embargo, parece que el punto de vista de las damas que habían tomado a su cargo a los moritos no era el nuestro.

Cuando pasé por Ceuta andaba yo mirando los restaurantes y preguntándome: ¿habrá conseguido el moro otra puta en Oviedo?

  Tuberculosis

En el año 1944, Ángel enfermó de tuberculosis.

Tenía diecinueve años y todos los amigos, aterrados, andábamos secándonos las lágrimas con la manga y ocultándole a Ángel tanta pena. Tío decía: «Se puede salvar; hay gente que se salva».

Entonces doña María decidió enviar a su hijo a Páramos del Sil, en tierras de León, para ponerle los pulmones a secar.

Comenzó con esto un epistolario juvenil, lleno de poemas, descripciones y periódicos manuscritos.

Iban y venían las cartas contándonos Ángel cómo miraba, desde su ventana abierta, pasar a las pastoras que iban al monte arreando ovejas y borricas.

Nosotros devolvíamos cuento por poema, noticia por noticia.

Páramo del Sil comenzó a ser un lugar amado e imaginado.

Benigno, Manolo, Amaro y yo mirábamos hacia Páramo del Sil en donde el quinto amigo había puesto al sol sus dos pulmones.

Ángel allá estaba haciéndose poeta, al mismo tiempo que secaba.

El día trece de octubre del año mil novecientos cuarenta y cuatro, Ángel me envía un Envío. Lo dedica: a P. I. T.

  Mis versos están tuberculosos.

Por eso, como yo, necesitan reposo.

Léelos detenidamente

y acuéstalos en el lecho de tu mente,

y luego resucítalos si los crees curados

para ver si maduran sobre los verdes prados.

Decidimos reunir el dinero suficiente e irnos a pasar a Páramo del Sil la Nochebuena.

Viajamos en autobuses y en tren, llegamos al pueblo, que era pequeño, en una camioneta.

El pueblo tenía un puente y un río, una iglesia y algunas casas viejas y aplastadas en un suelo de roca.

Aquella noche entramos en la taberna y pedimos un anís cada uno: después llegó la Guardia Civil, dio las buenas noches y, uno por uno, fuimos mostrando los papeles.

La Guardia Civil usaba enormes capotes verdes, húmedos y olorosos a humo de leña y sudor humano. Los vecinos de Páramo del Sil bebieron sus cazallas mientras los cuatro recién llegados iban mostrando la documentación dentro de un silencio enorme, muy profundo.

Se fueron, después de habernos deseado unos días de descanso muy satisfactorios, y dejaron la puerta bien cerrada, porque por ella entraba un frío muy vivo.

Esa noche estuvimos los cinco muy cerca de las estrellas, que parecían brillar como recién cargadas de energía, y caminamos por el pueblo, cruzándonos con sombras que daban las buenas noches, dejando atrás a la luz amarilla de la taberna y entreviendo muy lejos ya, las dos sombras de los guardias que iban desgajando las piedras del camino.

Ninguno de nosotros sabíamos aún qué hacer o a dónde dirigirnos; qué modelar con la vida que quedaba, si es que quedaba.

La sombra de la tuberculosis de Ángel nos tenía a todos asustados.

Vivíamos en la casa de un cura que se había muerto hacía unas semanas y el ama del cura nos daba, como postre, flanes con doce huevos.

Al tercer día los cuatro recién llegados estábamos enfermos de comida.

Caminamos mucho, hablamos de poetas y de novelistas recién aparecidos, nos burlamos de los últimos poetas victoriosos, que eran una mierda pinchada en asta de bandera, dimos noticias de amores y de besos, de chicas que acababan de ponerse medias; de todo. Y nos fuimos dejando a Ángel con los carrillos enrojecidos de tanto viento, aire, sol, huevos y pastoras.

Había algo que teníamos seguro al marchar: ya no se iba a morir. Un tipo que recibe la visita de cuatro amigos así, ya no se muere.

Una camioneta nos bajó hasta el ferrocarril.

De aquellos días recuerdo la escena de la taberna, alumbrado el lugar con una luz que se nos iba y venía en un suave oleaje; recuerdo también los flanes, la mesa de Ángel con el papel blanco cuidadosamente alineado y también la máquina de escribir sobre la mesa. Las montañas, una pastora gordita, canciones en la noche, ese cielo tan alto y tan lleno de estrellas, y esa ternura que siempre siento cuando estoy con ese mismo grupo, con el que crecí, leí, me fui haciendo grande y luego esa cosa sutil que llamamos maduro.

*Paco Ignacio TaiboI (Gijón, Asturias, 1924 - Ciudad de México,  2008)fue escritor y periodista, autor de obras como Fuga, hierro y fuego, La risa loca. Enciclopedia del cine cómico o El juglar y la cama. 

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