'Terrestre'
La ganadora del Premio Pulitzer en 2024, Cristina Rivera Garza, vuelve este jueves 10 de abril a las librerías españolas con Terrestre (Random House, 2025), un libro entre la crónica personal, el relato de viaje y la literatura especulativa. Las historias que componen esta obra son puro movimiento: a pie, en bus o en tren, las jóvenes protagonistas de estas historias avanzan en diferentes lugares de México, de donde es la autora, pero también por lugares del mundo como Irlanda del Norte o el medio oeste americano.
Además de los viajes terrestres que articulan esta novela, Rivera Garza indaga también la geografía de la amistad, la juventud, la memoria, el deseo, el poder de la transformación y la experiencia del tiempo.
infoLibre reproduce a continuación un fragmento del primer capítulo de este libro:
El significado de la lluvia
Tenía mucho tiempo sin pensar en Julia O’Bradeigh.
De hecho, no sería falso decir que había olvidado a Julia O’Bradeigh por completo. Fue cosa de llegar a Belfast una tarde gris de primavera para volver a sentir sus pasos cerca. Se aproximaba poco a poco, dudosa, sin decidirse bien a bien a hacerse presente. Pero se aproximaba de cualquier manera.
¿Primera vez en Belfast? Me preguntaron varias veces y, todas esas veces, contesté con la verdad: mi primera vez, ciertamente. Y, sin embargo, la familiaridad del espacio y la inequívoca sensación de regreso me aguijoneaban el cráneo. Durante la caminata inicial por los campos de la universidad tuve que detenerme a considerar mi respuesta. ¿Había estado antes en este lugar y lo había olvidado? ¿Había recorrido sus calles húmedas con zapatos de suela ancha hasta caer rendida en una acera no muy distinta a ésta? ¿Había soñado con estas nubes iridiscentes que se perdían en un telón gris como de perla? Avanzaba entre los charcos y, pausando con discreción, me volvía hacia atrás. ¿Me perseguía alguien? Luego, dirigía la mirada hacia el frente: ahí se abrían las veredas empedradas entre los amplios prados de jacintos y las isletas circulares donde irrumpían, alebrestadas, las coronas amarillas de los narcisos. ¿Estaba alguien allá, esperándome? Al final de todo, apenas del otro lado de la reja, me pareció distinguir la figura de una mujer que, inmóvil bajo la lluvia, me observaba desde lejos. Lloviznaba en realidad, y dejaba de lloviznar casi al mismo tiempo: el clima, afuera, tan inseguro como yo misma adentro. Una suave presión, como de piedra que cae en un pozo de aguas quietas, me obligó a llevar la mano al pecho. Supuse que era el cansancio, que con frecuencia produce alucinaciones, o la desorientación natural de quien acaba de llegar de un viaje largo. El penetrante olor de los jacintos me regresó de súbito al lugar donde me había detenido: es sólo que llueve, me dije, y que estoy aquí, bajo la lluvia, como una estatua con frío.
En la Ciudad de México las lluvias son muy puntuales. Alguien aseguró eso durante la primera cena. Y yo añadí: empezaba a llover a las dos de la tarde y terminaba de llover un par de horas después a lo mucho, enfatizando la conjugación en tiempo pasado. ¿Hace ya cuánto tiempo que esto no ocurría así? La plática pronto viró hacia cuestiones del cambio climático y cómo ahora los horarios se habían vuelto cada vez más inciertos, desalmados incluso, pero yo continuaba sonriendo con algo de nostalgia y otro tanto de secreta algazara mientras hacía esfuerzos por distinguir, en el reflejo del ventanal, a través de los goterones que resbalaban lentamente sobre el vidrio, ese otro sitio y ese otro tiempo de lluvias disciplinadas y previsibles. Por eso nadie usaba paraguas o gabardinas, murmuré después, ya cuando la plática había cedido ante la calidad de los postres o los rasgos del aire nocturno, como si acabara de dar con la respuesta a un enigma ancestral.
Julia O’Bradeigh tenía la costumbre de ponerse una gabardina beige —una prenda muy holgada y medio raída, con un cinto hecho nudo en la cintura del cual siempre colgaba una hebilla de carey— sobre unos pantalones de pana. Tenis oscuros. Así deambulaba por las calles de la Ciudad de México a paso lento, absorta dentro de sí misma, con las manos en los bolsillos y la mirada sobre el pavimento, sin percatarse de que la tarde de lluvia había llegado a su fin. Si eso no hubiera sido suficiente para notar que era distinta a nosotros, sólo habría hecho falta fijarse un poco en los rizos cerrados de su cabellera rojiza y la piel blanca, salpicada de pecas, para darse cuenta de que venía de lejos. Fue eso lo que despertó la curiosidad de Xian la tarde en que se detuvo, en alguno de los cuentos de Andamos perras, andamos diablas, apenas unos pasos detrás de ella en la cola del autobús. La cercanía era tal que podía distinguir los brotes de orzuela en las puntas de su cabello descuidado y el aroma, una pesada combinación de sudor y cítricos, que se desprendía de su piel. Tal vez fue eso o tal vez fue la crueldad lo que la llevó a urdir una broma y a ejecutarla en el acto. Me persiguen unos hombres, le dijo a la muchacha justo después de picarle la parte posterior del hombro con el dedo índice. Ayúdame. La voz de alarma. La mirada como súplica. Y Julia O’Bradeigh, crédula y solidaria a la vez, inocente y arriesgada al mismo tiempo, salió corriendo junto a ella, a su paso, preocupada por criminales imaginarios mientras atravesaban la colonia Doctores a toda velocidad.
'Suya era la noche'
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Es difícil saber a ciencia cierta cómo o por qué surgen personajes específicos. Tal vez Julia O’Bradeigh, la irlandesa triste, la pelirroja atroz, nació justamente de ese momento de credulidad. Una confianza primigenia. Algo fuera de lugar. Xian ya había reparado en ella antes, intrigada por sus largas caminatas solitarias que parecían desprenderla del mundo, pero no fue sino hasta que corrieron a la par que supo, y esto a ciencia cierta, que quería estar a su lado. Quería conocerla. Ya luego le regaló un pájaro, que Julia dejó volar libre por ese departamento de techos altos donde coincidían, a veces, tránsfugas del sistema, extranjeros de profesión, mujeres sin hombres y extraños personajes del submundo de la réplica. Protegida por otro nombre u otros nombres (a veces se llamó, por ejemplo, Terri, porque era, en realidad, terrible), Julia pasó el verano de disciplinados aguaceros vespertinos al lado de Xian: despertaban juntas y, juntas, intercambiaban monedas húmedas por piezas de pan recién hecho o divisaban el vuelo de las palomas sobre las estatuas de los parques abandonados. Juntas reían, y juntas se volvían taciturnas, piedras cerradas dentro de sí mismas. Hubo un verano y, dentro del verano, un dúo de jovencillas larguiruchas y desempleadas que vivían de milagro, o de robar pequeños objetos con algo de valor en las casas de los ricos que, a veces, seguramente por equivocación, les abrían sus puertas: unas mancuernillas de jade, una pierna de jamón, alguna cartera llena de billetes límpidos.
¿Era ella la que apenas se alcanzaba a distinguir allá, del otro lado del tiempo, borrosa tras las marejadas intermitentes de la lluvia de la mañana? Me llevé la mano al pecho otra vez, porque algo se desbocaba dentro. El pulso. O la ansiedad. Y seguí caminando hacia el museo de Ulster a paso lento, como si paseara por Belfast por primera vez.
Hubo rachas de agua y tormentas alucinadas, lloviznas como rezos, chaparrones, diluvios.