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Más allá de la soberanía del Estado

Portada de 'Dominar. Estudio sobre la soberanía del Estado del Occidente'.

Pierre Dardot | Christian Laval

Pierre Dardot y Christian Laval llevan años desentrañando el funcionamiento del poder en las sociedades neoliberales. Autores de la Trilogía de lo Común, acaban de publicar en España Dominar: estudio sobre la soberanía del Estado de Occidente(Gedisa), ensayo en el que analizan un nuevo aspecto en la doctrina política: el papel del Estado. Expertos en la radicalización del nuevo liberalismo en los últimos años, se centran en la soberanía de los países occidentales para mostrar los mecanismos de dominación que, a pesar de haber evolucionado, siguen atendiendo a la misma fórmula, la fe que la sociedad deposita en los representantes del pueblo. Aquellos primeros gobiernos que tomaban a sus representantes de la iglesia parecen quedar lejos. Pero las sociedades modernas siguen relegando la toma de decisiones en mandatarios en los que confían como si de rendir culto se tratase. La modernidad se enfrenta a retos incompatibles con la inamovilidad que la ciudadanía da a sus líderes. infoLibre recoge el extracto de un libro en el que Dardot y Laval advierten sobre una globalización capitalista y un cambio climático que no pueden plantearse sin antes cuestionar el orden establecido. 

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Introducción: más allá de la soberanía del Estado

El mundo está hecho de Estados y cada uno de nosotros ha sido moldeado, en parte, por el Estado, tanto en lo que se refiere al espíritu como al cuerpo. Nuestra realidad es masivamente estatal, o estatal-nacional. Ya sea que se trate de las obligaciones que tenemos o de los derechos y las obligaciones de las que gozamos, dependemos del Estado. Nuestro imaginario es profundamente estatal, se quiera o no, y no resulta fácil desprenderse de él. El Estado, como la cultura, se nos pega a la suela. Como dice Thomas Bernhard: "Dondequiera que dirijamos la mirada, sólo vemos a hijos del Estado, alumnos del Estado, trabajadores del Estado, funcionarios del Estado, viejos del Estado, muertos del Estado, ésta es la verdad. El Estado sólo produce y permite la existencia de criaturas del Estado, ésta es la verdad". No serán las fanfarronadas de los liberales de ayer y de los neoliberales de hoy las que puedan aportar un desmentido cualquiera a esta realidad, dado que ellos mismos están prisioneros de un inconsciente estatal. Basta con recordar su pánico, que se repite en caso de crisis económica o social a lo largo de los dos últimos siglos, para comprobar la solidez de su denegación ideológica. Este inconsciente ya no es una originalidad occidental, ya que el Estado ha sido, a lo largo de los siglos, el mayor producto de exportación que las naciones europeas han podido vender a los países a los que dominaban —por supuesto, siguiendo procedimientos de venta forzada—. En este comienzo del siglo xxi, vivimos en un mundo plenamente estatizado, en una estructura mundial hecha de Estados que componen una muy ilusoria "comunidad internacional" cuyos ideales son constantemente desmentidos por el estado permanente de guerra, abierta o latente, caliente o fría, militar o económica, mantenida por los Estados rivales.

Los desafíos del mundo y el cerrojo de la soberanía del Estado

La cuestión que hay que plantearse es la siguiente: esta organización política del mundo, heredada del pasado occidental, ¿es capaz de hacer frente a los principales desafíos que hoy en día se le plantean a la humanidad? El actual Estado brasileño es un caso de estudio, cuyo examen ofrece un prisma privilegiado. Directamente cuestionado durante el verano de 2019 por su responsabilidad en los criminales incendios organizados por las milicias de los terratenientes, el presidente Bolsonaro se escudó en el principio de soberanía para dejar que la selva amazónica se siguiera quemando y animar al agrobussiness para que extendiera la cría de ganado y los campos de soja. En la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 24 de septiembre de 2019, no dudó en declarar: "Es falso decir que la Amazonia pertenece al patrimonio de la humanidad", para destacar que sólo pertenece a los países donde se encuentra, empezando por Brasil, y que no se trata de dejar que la comunidad internacional se meta en lo que no le corresponde. Semejante actitud no es aislada: ¿qué decir de los Estados Unidos de Donald Trump, que se retiran del Acuerdo de París? ¿Qué pensar de Australia, que renuncia a aplicarlo? En diciembre de 2019, en el momento en que regiones enteras del país eran pasto de las llamas, mientras las cenizas de los incendios llegaban hasta los Andes chilenos y argentinos, a más de 12.000 kilómetros, pudimos oír al primer ministro australiano reafirmando su voluntad de incrementar la explotación de las minas de carbón. Los dirigentes de estos Estados, cuya irresponsabilidad frente al desastre climático es propiamente criminal, tienen todavía a su favor el derecho internacional. Ninguna norma jurídica supranacional puede obligarlos a preocuparse del destino común de la humanidad. Ya que este derecho está profundamente gobernado por la lógica interestatal, muy semejante a una negociación entre propietarios de parcelas del mundo. La respuesta de Macron a Bolsonaro, que consistió en preconizar acuerdos entre los países que poseen una parte del suelo de la Amazonia (como, evidentemente, la Guyana francesa), es en este sentido particularmente reveladora. ¿Cómo "salvar el planeta" si cada Estado se comporta como propietario de una parte de él, con la que puede hacer como mejor le parezca en función, únicamente, de los imperativos de rentabilidad? La verdad es simple: la urgencia climática impone hoy en día un cuestionamiento, directo y abierto, del principio de soberanía del Estado y de la lógica interestatal que no es más que su estricto corolario. Salirse con evasivas está fuera de lugar, sobre todo si se tiene en cuenta que tras la llamada "cuestión climática" lo que se encuentra amenazado es la vida de poblaciones enteras. Es fácil invocar el "común mundial" que sería la Amazonia debido a su papel de "pulmón del planeta", para recordarle a Bolsonaro sus obligaciones. Pero esto supone tener muy poco en cuenta la relación singular y privilegiada que tienen con la región los pueblos que en ella habitan: "Ya que, antes del pulmón del planeta", es en primer lugar su medio de vida el que es destruido por los incendios, el lugar donde nacieron, donde cazan, donde interactúan con los espíritus. La amenaza que gravita sobre la existencia de la selva ama- zónica y la que lo hace sobre los pueblos amerindios son dos caras de una única amenaza: la de un ecocidio agravado por un genocidio, siendo el primero el medio de llevar a cabo el segundo. Si hay un común tangible y ya existente, es el que constituye el vínculo vivo entre la selva como medio de vida y los pueblos autóctonos. La Amazonia sólo es un "común mundial" en un sentido indirecto y derivado, por los efectos que produce a escala del globo. Pero entre este común de facto, que por el hecho de ser reconocido verbalmente no es en absoluto instituido, y el común cotidiano de los pueblos autóctonos, hay una relación manifiesta, salvo que se disocie ese "tesoro de la biodiversidad" de quienes lo preservan y cuidan de él: sólo defendiendo el segundo hay alguna oportunidad de establecer el primero de forma efectiva, pues la destrucción de los pueblos autóctonos supondría una pérdida irreparable. La Amazonia no es un "bien común de la humanidad", sino, en primer lugar, un medio de vida que debe ser jurídicamente instituido para todos los seres vivos (humanos y no humanos) que lo habitan. La responsabilidad de los comunes para con su medio de vida debe poner fin a ese régimen de irresponsabilidad que llaman la soberanía del Estado.

¿Una "Europa soberana" como alternativa?

La misma exigencia, la de la superación de este régimen, se impone igualmente en otros dominios, ya sea que se trate de la defensa de las libertades públicas individuales o la de la solidaridad con las poblaciones aplastadas por las bombas u oprimidas por los Estados totalitarios. Los realistas de la política internacional conocen bien este principio de soberanía, así como su eficacia en el Consejo de Seguridad de la ONU, cuando se trata de dejar las manos libres a los fabricantes de guerras. Pudimos verlo en Siria con los kurdos, abandonados al nacionalismo agresivo de Erdogan y de Putin por los Estados Unidos, Francia e Inglaterra. Bajo la forma de un bello derecho de las naciones a disponer de sí mismas y de los principios de no injerencia en los asuntos interiores, la soberanía es una norma jurídica internacional que autoriza los comportamientos políticos más nocivos para el bienestar y la vida de las poblaciones, así como para el porvenir del planeta. Desde los Panama papers hasta los Paradise papers, los ciudadanos descubren atónitos las sumas as- tronómicas que los Estados, en connivencia con las finanzas mafiosas, las multinacionales y las grandes fortunas, han dejado huir y esconderse en los paraísos fiscales: no menos —y seguramente más— de 200.000 millones de euros. En cuanto a los gastos militares de los Estados, en crecimiento continuo desde mediados de los años 1990, incluso de un 60% desde comienzos del siglo xxi, no representarían menos de 18.000 millones de euros por año, en comparación con las necesidades de la "tran- sición ecológica" que, según Nicholas Stern, son del orden de 14.000 millones de dólares por año, para los cuales numerosos Estados declaran "no encontrar dinero". El apoyo de los Estados a la agricultura nociva y a las energías fósiles, dejando de lado el dumping ambiental que consiste en exportar a los demás las industrias que causan polución, muestra hasta qué punto los Estados no son hoy en día y no podrán ser en el futuro los "salvadores" del planeta, puesto que la lógica de la soberanía los con- duce a rehuir toda responsabilidad en materia climática y ambiental.

La Unión Europea no se queda atrás, en particular en materia de degradación de los derechos sociales o de dumping fiscal (el impuesto sobre los beneficios de las sociedades ha pasado en Europa del 45% en 1985 al 20% de media hoy en día, con tendencia a la baja). Constituye, incluso, un buen ejemplo del permiso concedido a la evasión fiscal, practicada abiertamente por Irlanda, Luxemburgo u Holanda, bajo el pretexto de la soberanía del Estado en materia fiscal y bancaria. Lo que acaba imponiéndose en los hechos, se reconozca o no, es una ecología neoli- beral consistente en culpabilizar a todo individuo en cuanto individuo, sean cuales sean su clase social y su nivel efectivo de responsabilidad en el sistema económico y social, lo cual permite quitar la responsabilidad al Estado, redimiendo a la organización de la producción de los intercambios capitalistas y del consumo de las clases ricas. Macron demostró de qué es capaz: inmediatamente después del incendio de Notre-Dame, este campeón del espíritu de empresa era capaz de invocar los manes de la realeza y de la historia de Francia, vanagloriarse de haber restaurado la verticalidad "jupiterina" del Estado y escenificar un simulacro de democracia participativa para desactivar el movimiento de los chalecos amarillos. El objetivo sigue siendo el mismo: salvar lo esencial, es decir, la soberanía del Estado francés, que, como se sabe, es una pieza fundamental de la "construcción europea". Se nos objetará que Macron ha abogado por una "Europa soberana" con una constancia nunca desmentida desde 2017. Pero oponer la "Europa soberana" al "nacionalismo" resulta ser un modo más de ensalzar la lógica de la soberanía estatal, bajo la forma del compromiso interestatal que rige el funcionamiento de las instituciones de la Unión Europea (desde el Consejo Europeo hasta el Consejo de la Unión Europea de ministros, pasando por la Comisión Europea). La "Europa soberana" no hace más que desplazar la escala de la soberanía, sin romper en absoluto con la lógica de la soberanía como tal. Incluso ha promovido un "nuevo concepto de la soberanía" —de acuerdo con la fórmula de Jean-Claude Trichet, antiguo presidente del BCE— en virtud del cual las autoridades europeas se reservan el derecho de ejercer un poder soberano en caso de desviación de la ortodoxia económica y monetaria. Esta lógica de la soberanía la vimos especialmente en acción en el tratamiento inicuo reservado por la Unión Europea a los migrantes. La "Europa soberana" adopta, bajo nuestra mirada, el rostro de Frontex, la agencia que vela por las fronteras externas de la Unión. También el del vergonzoso "pacto migratorio" firmado con la Turquía de Erdogan: dinero a cambio de la retención de los migrantes en suelo turco. Adopta, finalmente, el rostro de esos barcos fletados por las organizaciones humanitarias, a los que los países europeos rehúsan entrar en puerto —en es- pecial el Sea-Watch 3— y que se ven obligados a romper el bloqueo decidido por Salvini. Pero el derecho del mar está por encima del derecho de los Estados, así como está por encima del derecho que se arroga la "Europa soberana", precisamente porque es un derecho supranacional que impone obligaciones a los Estados, a todos ellos, así como a todas las uniones entre Estados. El derecho del mar se alza como un obstáculo contra la soberanía del Estado, lo cual es bueno. Por tanto, no se trata de elegir entre la soberanía del Estado-nación y la soberanía supranacional de una Unión Europea hecha de un acuerdo entre Estados-nación; tampoco entre los acuerdos bilaterales, tan elogiados por los soberanista de todo pelo, y los tratados supranacionales elogiados por los "progresistas". La única pregunta válida consiste en saber, no si el Estado debe obligarse a cuestionar su soberanía, sino a qué debe obligarse mediante este cuestionamiento. Dejemos la oposición entre la soberanía nacional y la soberanía supranacional a Salvini y a Orbán, a los nacionalistas y a los neofascistas: está hecha a medida para jugar a su favor, cuando su única ambición es modificar, ventajosamente para ellos, las relaciones de fuerzas internas de la Unión Europea —y ciertamente, no para oponerse a sus fundamentos antidemocráticos—. No se puede, por un lado, apoyar al gobierno italiano contra la Unión Europea, con respecto al tema presupuestario, en nombre de la soberanía del Estado, y, por otro lado, defender a los inmigrantes en nombre de una exigencia de solidaridad internacional que prevalecería sobre el derecho de los Estados. La alternativa entre "soberanía del Estado o soberanía de la Unión europea" es un engaño. Contrariamente a una idea demasiado extendida en las izquierdas, es preciso afirmar alto y fuerte: la soberanía del Estado no es la solución, la soberanía del Estado forma parte del problema.

La gran trampa de la oposición Estado/capital

Pero, si se razona de este modo, ¿no se corre el riesgo de caer en las fal- sas apariencias del "liberalismo"? A menudo, del poder inaudito del capitalismo mundial se extrae una consecuencia falsa: los Estados nacionales estarían en pleno declive y su soberanía no sería ya más que un vano adorno frente a los flujos de toda clase que atraviesan las fronteras territoriales.Así, para luchar contra el capitalismo y poner freno a la destrucción del mundo a la que conduce, sólo habría dos opciones: o bien admitir la desaparición de los Estados, empezando por no considerarlos el meollo del análisis y el blanco de las luchas, o bien, a la inversa, restaurar su soberanía con el fin de dotarse de la única arma a disposición de los ciudadanos. Presentar las cosas de esta forma es una trampa intelectual y política que resulta, fundamentalmente, de una ignorancia. Esta trampa consiste en oponer el poder del capitalismo mundial a la soberanía de los Estados. Y son muchos los que nos quieren encerrar en esta trampa. Las fuerzas políticas neoliberales se presentan como los promotores modernos de la "apertura", frente a los retrógrados partidarios del "repliegue sobre sí" —es la alternativa entre "progresistas" o "populistas", tan del gusto de Macron—, cuando las fuerzas políticas soberanistas se presentan como defensoras de la nación frente a otros peligrosos "mundialistas" o "europeístas".

Hay aquí una ilusión óptica. El capitalismo y el Estado hace mucho tiempo que van de la mano. Immanuel Wallerstein, después de Braudel y muchos otros historiadores, ha recordado que los Estados nunca estuvieron ausentes de los procesos del capitalismo mundial, o mejor dicho, han sido sus actores esenciales: "El desarrollo de Estados poderosos en las zonas centrales del mundo europeo fue un elemento esencial del desa- rrollo del capitalismo moderno". Seguir oponiendo Estado y capitalismo es un error intelectual que sólo puede resultar en errores estratégicos por parte de quienes luchan para dejar atrás el capitalismo. No sólo no hay que oponerlos, sino que, incluso, se trata de no separarlos en el análisis que se lleva a cabo de la realidad mundial. El sistema mundial de dominación es un todo que comprende Estados, empresas, organizaciones internacionales o intergubernamentales, iglesias y poderes religiosos, ciudades, clases, partidos, etcétera, desempeñando cada una de estas distintas instituciones y organizaciones su papel específico en las articulaciones del sistema. Este sistema mundial de dominación es, por tanto, al mismo tiempo político, económico, jurídico y cultural. Y si bien este sistema político no es una entidad política al mismo título que un imperio, sería impensable sin el tejido de relaciones entre Estados que quieren ser soberanos, cada uno en sus respectivos territorios. Ya que ésta es la primera paradoja de la situación: el sistema mundial de dominación está compuesto de entidades políticas celosas de su independencia, que resulta difícil ver como partes implicadas en un sistema de relaciones.

Sin embargo, la imbricación de las dimensiones económica y política en el desarrollo del sistema mundial ya no es algo que se tenga que demostrar. La gran expansión moderna de Europa hacia el resto del mundo fue uno de los efectos de la centralización política de los Estados y la competencia entre ellos, del mismo modo que los Estados territoriales deben mucho al auge de las ciudades y al entretejido de las relaciones comerciales entre sí. La asociación de la expansión del capitalismo a escala mundial y de la universalización del Estado-nación a partir de Europa es muy antigua. Sería muy difícil imaginar la construcción de los Estados nacionales en el centro y en la periferia sin las transferencias de riquezas que engendró la colonización. La propia descolonización, que reprodujo, multiplicándola, la forma estatal-nacional de la dominación sobre las poblaciones, no ha puesto fin al "pillaje del tercer mundo", lo disfrazó en un neoimperialismo más presentable, pero igualmente depredador.

Lo que es válido para la expansión de Europa, lo es más todavía para el capitalismo mundializado contemporáneo: lejos de desarrollarse a pe- sar de los Estados o contra ellos, los tiene como su condición, se despliega gracias a ellos y necesita de su acción continua. En los orígenes de este movimiento, a finales de los años 1930, los teóricos del neoliberalismo anunciaron su color. En 1950, en El Nomos de la Tierra, Carl Schmitt había tomado acta de la disociación entre la autoridad estatal de derecho público (o imperium) y la propiedad de derecho privado (o dominium) que se había producido en el siglo xix: entonces se asistió a la "formación, a partir de la economía, de un espacio particular del derecho de gentes, un mercado libre común que traspasaba las fronteras políticas de los Estados soberanos", de tal manera que un cambio territorial en el derecho interestatal se reducía a un cambio del imperium estatal, sin afectar al "régimen internacional del mercado libre". Lector de Schmitt, el ordoliberal Wilhelm Röpke planteó muy pronto que el orden mundial ideal estaría basado en una estricta "separación de la esfera pública estatal respecto del dominio privado". Siguiendo su estela, la Escuela de Ginebra considerará el dominium, no como un espacio de laissez-faire o no intervención, sino como algo que debe ser constantemente sostenido, construyéndolo y cuidándolo, incluso recurriendo a litigios, mediante la intervención del Estado. De hecho, en el actual sistema neoliberal mundial, los Estados desempeñan el papel decisivo, mucho más allá del control "clásico" de las mercancías y de los movimientos de personas en las fronteras. Las diferencias en poder financiero, militar y mediático en la escena mundial siguen siendo determinantes en el marco de la rivalidad permanente entre los Estados. El neoliberalismo como modo de gobierno de las sociedades ha acentuado la función al mismo tiempo adaptativa y ofensiva de los Estados, en el entorno de competencia exacerbada que constituyen los mercados mundializados. Las políticas comerciales, aduaneras, fiscales, sociales, científicas, urbanas, influyen directamente en la competitividad y en la atracción de capitales. Así las cosas, ¿qué ha cambiado con respecto a la era de los capitalismos nacionales? Es el vínculo cada vez más íntimo entre un capital que ahora es global y los Estados, que incesantemente crean las condiciones nacionales de la globalización del capital, transformando sus condiciones de deslocalización y de acogida, procurándole una fiscalidad favorable o, más exactamente, una desfiscalización óptima, asegu- rándole el conjunto de protecciones necesario para su máxima rentabilidad y todo lo que facilite una movilidad absoluta. ¿No es acaso la mayor paradoja que esta globalización capitalista suponga, precisamente, el ejercicio sostenido e incluso reforzado de la soberanía estatal, algo que demuestran de sobra las formas cada vez más autoritarias de los Estados capitalistas?

El impasse soberanistaimpasse

Si no hemos terminado con el neoliberalismo, menos aún con el Estado y con su principio constitutivo de soberanía. Uno de los nudos de la política mundial es, desde hace siglos, la cuestión de la soberanía, debido, al mismo tiempo, a la generalización de la forma de dominación estatal y al lugar decisivo de la categoría de soberanía en las relaciones entre Estados, es decir, en el derecho internacional. Pero esta cuestión de la soberanía se ha vuelto todavía más candente por el hecho de que es presentada por numerosos teóricos y políticos —por otra parte, con gran éxito— como la única forma política capaz de impedir la destrucción de las sociedades barridas por flujos incontrolables de capitales, mercancías e inmigrantes. En efecto, es grande la tentación de dar un peso renovado a esta categoría de la soberanía, que ha desempeñado un papel tan esencial en la construcción de los Estados occidentales, con el fin de captar las iras populares contra un orden mundial que es vivido como injusto y amenazador. "Restablezcamos la verdadera soberanía de los Estados para volver a hacernos con las riendas de nuestro destino colectivo". Tal sería la única salida que se ofrece a las poblaciones que padecen la mundialización. La soberanía no es, por tanto, un simple concepto de derecho público heredado del pasado, es todavía un principio político activo que rige, y puede regir todavía, mutaciones políticas considerables en años y decenios venideros. Ello es tanto más verosímil si se tiene en cuenta que la restauración de la "soberanía nacional", particularmente en materia económica, es sostenida tanto por la extrema derecha como por una parte de la izquierda, aunque, sin duda, de un modo distinto: por un lado, se pretende instalar una protección eficaz de las fronteras para obstaculizar los flujos migratorios, mientras que por el otro, se quiere llevar a cabo una "desmundialización" económica que protegería los empleos y restauraría los compromisos sociales anteriores. Esta ideología de la soberanía, ya sea de derechas o de izquierdas, cree ver la solución en la reconstrucción de un gran sujeto político, Estado, Nación o Pueblo, más o menos confundidos, cuya voluntad una y firme se opondría a todas las exigencias y obligaciones, ya sea que provengan de otros Estados, de las organizaciones internacionales o intergubernamentales, de los oligopolios capitalistas o de los "mercados financieros", así como de la presión de los flujos migratorios y las influencias religiosas —particularmente islámicas— que amenazarían la unidad de la nación y los intereses del pueblo. En resumen, lo que los juristas llaman la "cara externa" de la soberanía del Estado, la ausencia de subordinación del Estado con respecto a otro Estado, debería ser reforzada y extendida para hacer frente a todas las presiones externas, públicas o privadas, económicas o culturales, demográficas o religiosas.

Los defensores de este soberanismo, sin distinción, se complacen en denunciar a todos los "ingenuos" que permanecen apegados a perspectivas nacionales y que, de este modo, le harían el juego al neoliberalismo. Nosotros pensamos exactamente lo contrario. Esta ideología soberanista es lo que impide superar el momento neoliberal de la política mundial. Y contra esta ideología soberanista, ya sea de izquierdas o de derechas, va enteramente dirigida esta obra. Tal ideología tiene el cuádruple defecto: 1) de alimentar el nacionalismo y el estatalismo, y por tanto, de agravar los peligros que cada uno de ellos supone; 2) de no ser más que una falsa salida del neoliberalismo, en la medida en que este último ya se ha hibridado con diversas formas de identitarismo y de proteccionismo (Trump o Erdogan son dos ejemplos, entre otros); 3) de invitar al ejercicio de un poder autoritario, a veces "neofascista", en todo caso antidemocrático, en nombre del Pueblo o la Nación, fetichizados en la medida en que se olvida que el frente externo de la soberanía y su frente interno están, más que nunca, estrechamente ligados; 4) más fundamentalmente todavía, de impedir a la humanidad hacer frente a los desafíos mundiales a los que debe responder ahora de un modo del todo urgente (nuevo régimen climático, catástrofes alimentarias, amenazas de guerra nuclear, migraciones, finanzas, desigualdades, etcétera). En verdad, la ideología de la soberanía, tal como hoy en día renace de forma virulenta, se basa en una profunda amnesia. Ignora, al mismo tiempo, el papel que este principio jurídico ha desempeñado en la historia de los Estados-nación, las formas distintas que ha adoptado y los límites absolutos del que es portador y que hacen de él un arma contra la verdadera democracia, es decir, contra el autogobierno de las sociedades y la autonomía de los individuos. Por eso se ha vuelto necesario retomar todos estos problemas desde un ángulo distinto, preguntándonos qué podría ser una organización política del mundo más allá de la soberanía del Estado.

La soberanía como dominación del Estado

Pero, para plantear rigurosamente el problema de esta organización política mundial futura, que será indispensable para salvaguardar la humanidad y la vida terrestre, es preciso empezar por saber de qué estamos hablando. ¿Qué es la soberanía del Estado? Esta noción sigue siendo una fuente de confusión ideológica, que es lo que es preciso disipar. ¿Acaso no se confunde a menudo la soberanía del Estado con la "soberanía nacional", con la "soberanía del pueblo", incluso con la "soberanía de los ciudadanos", como si se hablara de una misma cosa? Demasiado a menudo se olvida que la soberanía es, de entrada, un principio jurídico elaborado en y por el Estado occidental moderno.

Soberanía significa entonces, propiamente, la dominación ejercida, en el interior de un territorio dado, por un poder estatal sobre la sociedad y sobre cada uno de sus miembros. Dicho de otra manera, es el concepto de una forma específica de dominación, la del Estado moderno. Sin embargo, que la soberanía sea una modalidad específica de dominación no resulta de por sí evidente. Dominar se dice propiamente, en derecho romano, de la relación de un amo (dominus) con las cosas que constituyen su propiedad y forman parte de su dominio (domi- nium), incluyendo a sus esclavos. ¿Es posible, sin embargo, extender esta relación a la soberanía política sin comprometer lo que constituye su especificidad? Algunos autores de la modernidad clásica no dudan en entender explícitamente la soberanía como dominación. Así, Hobbes explicita la noción de "poder supremo" (supreme power) recurriendo a las de Chief command y Dominion; y Locke habla del "derecho a la dominación y a la soberanía" (right to dominion and sovereignty). Así, a su manera, la soberanía es dominio exclusivo, lo que la teoría política de lengua inglesa expresa a menudo, al mismo tiempo que mediante el término sovereignty, mediante el término dominion, que significa al mismo tiempo el territorio, el dominio y la soberanía. En realidad, la "domination" puede revestir diversas formas. Es lo que Hobbes pone muy bien de relieve en el capítulo XX del Leviatán. Por un lado, está la "dominación paternal", la que ejerce el padre sobre los hijos, o la "dominación despótica", la que el amo (Master) ejerce sobre su siervo (Servant); ambas dominaciones corresponden al poder soberano adquirido por la fuerza, el que constituye la "República de adquisición". Por otro lado, está la soberanía que procede de la institución de un soberano y constituye la "República de institución". Esta clase de soberanía, ¿es al mismo tiempo una clase de dominación? Según Hobbes, la soberanía adquirida por la fuerza es "esta especie de dominación o de soberanía (this kind of Dominion or Sovereignty) que difiere de la soberanía de institución únicamente en el hecho de que quienes eligen a su soberano lo hacen por temor el uno al otro, no por temor de aquel a quien instituyen". La letra del texto sugiere que la otra clase de dominación o de soberanía es la soberanía de institución y, por tanto, que ambas clases de soberanía son igualmente clases de dominación, aunque sólo la soberanía de institución tiene como característica proceder del temor mutuo que se inspiran entre sí los hombres. Esto es, por otra parte, lo que ya sugería el De Cive, al distinguir "dos clases distintas de dominación, una natural, como la paterna o la despótica [...] y la otra instituida y política. Pero ¿qué significado da Hobbes a dominium o Dominion en el resto del capítulo XX? Cuando habla de la dominación despótica, Hobbes llama dominación a "una especie particular de relación interpersonal", la que existe entre el señor y el amo (Lord or Master) y el siervo (Servant), habiéndose comprometido este último a servir a su amo para estar a salvo. Por tanto, no es asimilable a un esclavo (Slave). Al igual que la dominación despótica, la dominación paterna designa también una relación interpersonal, la existente entre el padre y sus hijos, a diferencia de lo que significa en el latín clásico o jurídico dominium, es decir, el mando ejercido sobre las cosas que constituye el dominio en el sentido de la propiedad. Pero, de suponer que se mantenga la noción de "dominación" para significar la soberanía política, ¿es posible reducirla a una "relación interpersonal", como hace Hobbes en el caso de la dominación paterna o despótica? Si la noción de dominación vale igualmente para la soberanía política, ¿acaso no conviene reelaborar su significación de tal forma que se amplíe más allá de la esfera de una relación de sometimiento entre personas? Es más: para Hobbes, la dominación paterna en sí misma procede, supuestamente, del consentimiento del hijo, no de la generación por sí sola; del mismo modo que la dominación despótica sobre un siervo deriva de la promesa hecha por el vencedor al vencido. Por tanto, todos los modos de dominación presuponen, de un modo u otro, un consentimiento. Pero entonces, recurrir al artificio del consentimiento, ¿sigue permitiendo pensar la dominación propia del Estado?

Como observa el filósofo alemán Hermann Heller en 1931: "La do- minación (Herrschaft) es la facultad de obtener obediencia sin considera- ción del hecho de que quien obedece al mando consienta a él íntima- mente". Sin duda, Bodin ya había definido la soberanía como una dominación que prescinde de todo consentimiento. Ser soberano es po- der imponer la ley a cada uno de forma perfectamente unilateral: "El punto principal de la majestad soberana y el poder absoluto reside principalmente en dar ley a los súbditos en general sin su consentimiento". Pero, en realidad, el concepto de "dominación" planteado por Heller tiene poco que ver con la idea de soberanía legislativa, apreciada por Bodin. Se inscribe, por el contrario, en la tradición jurídica alemana de la segunda mitad del siglo xix, en la cual el término Herrschaft permite fijar la distinción entre el derecho público y el derecho privado: mientras que este último remite a un poder de la voluntad ejercido entre iguales (horizontal), el derecho público se refiere a una voluntad vertical que ejerce un poder de "dominación" o de "gobierno" sobre los súbditos del Estado.Queda por determinar cómo se podría aplicar este concepto de dominación, más precisamente, a un Estado burocrático moderno. La ambición de Weber, quien hace de la dominación el punto de partida y la categoría central de su sociología política, consiste en ir más allá de la exclusiva significación jurídica: así, al comienzo de su Sociología del derecho (1913), discute la distinción entre derecho público y derecho privado, mostrando que ésta no admite un criterio unívoco en las ciencias sociales. El interés de su sociología de la dominación consiste, precisamente, en que tiene en cuenta formas de dominación complementarias y correlativas del monopolio del poder de hacer la ley. ¿Cómo se impone, mediante qué órganos, bajo que modalidades? ¿Con qué sanciones en caso de desobediencia? El Estado soberano no sólo es legislador, es necesariamente administrador e inevitablemente burocrático. Si bien la dominación significa la imposición de una voluntad a otras personas dentro de una relación social asimétrica, implica además que esta imposición se lleve a cabo mediante un mando que tiene como respuesta la obediencia, o bien es "un poder de mando autoritario" (autoritäre Befehl- sgewalt). El texto de 1911-1913 titulado "Sociología de la dominación" opone explícitamente la dominación ejercida por el "puro juego de los intereses", como la de un monopolio sobre un mercado, y la "dominación por autoridad", basada en una relación de mando-obediencia, de la cual son ejemplos el poder del padre de familia, el poder administrativo y el poder del príncipe. Pero Weber introduce un elemento singular en esta categoría, distinguiendo un "poder administrativo" del poder del padre de familia y del poder del príncipe. Ahora bien, tal poder no se puede reducir a una relación de persona a persona. Si hay dominación, en cualquier caso, no es por tanto personal. Esta indicación resulta preciosa, pero es insuficiente. Ya que, si la dominación de Estado no es personal, queda por determinar de qué modo se puede entender el ejercicio no personal de una autoridad o de un poder de mando como productor de obediencia, haya o no haya consentimiento. Como se sabe, Weber es más escéptico en cuanto a la posibilidad de una administración liberada de la dominación: la administración la necesita, es decir, requiere una concentración de los poderes de mando y de una estricta jerarquía interna en la propia administración. Los funcionarios legalmente habilitados están sometidos a un poder específico de control sobre el cumplimiento de sus tareas respectivas, en conformidad con la norma burocrática. Según él, subiste siempre en política un "mínimo de poder de decisión y, en consecuencia, en esta misma medida, de “dominación”", y la democracia directa es tan sólo su "minimización", no su supresión.

Por nuestra parte, tomamos aquí el verbo "dominar" en un sentido algo distinto del que le dan Hobbes y Weber. Consideramos, en efecto, que puede haber un "mínimo de poder de decisión" sin que haya "dominación" y que no todo poder de mando está condenado a ser "autoritario". Pero también pensamos que la dominación del Estado, tal como se ejerce a través de la administración, es fundamentalmente no personal, si se considera como "personal" el hecho de proceder de una o de varias personas físicas. Esta dominación, independiente de las personas, de los gobernantes y de los funcionarios, es la de una institución que se perpetúa más allá de su existencia o de su ascenso al poder. El poder del representante o del funcionario es nada más que un "depósito", no una propiedad personal. Aun cuando se ejerce a través de representantes que "personifican" el Estado —ya que este último sólo puede existir mediante representantes físicos—, la dominación estatal conserva el carácter de una dominación impersonal y permanente. En gran parte, si la dominación del Estado se distingue de otras formas, ello se debe a este doble carácter, impersonal y permanente.

¿Qué relación existe entre la dominación entendida de este modo y la soberanía del Estado? "Soberano" significa "superior" (del latín superanus), que no tiene nada por encima, que no es superado por nada en su género, que no está subordinado a nadie. El término, por supuesto, se puede entender negativamente como ausencia de un superior, en el sentido en que, de acuerdo con una vieja máxima, un rey no reconoce a ningún superior. Baldo degli Ubaldi, más conocido como Balde de Ubaldis, jurisconsulto italiano del siglo xiv, lo dice concisamente: "El que es so- berano no puede tener a ningún otro por encima de él (ille qui est supremus non potest habere alium supra se). Pero este sentido tiene una contrapartida positiva que algunos se empeñan en silenciar: al no tener a nadie por encima de él, el soberano es, él mismo, superior a cualquier otro. Por eso, cuando habla del rey electivo, cuyo poder es limitado, Hobbes dirá de forma lapidaria: "aquel que no es superior (not superiour) no es supremo (not supreme): dicho de otra manera, no es soberano (not Sovereign)". Como no sólo es superior a sus súbditos, sino también y quizás sobre todo, a las leyes por las que obliga a sus súbditos, es legibus solutus, es decir, libre con respecto a las leyes en virtud el axioma según el cual aquel que hace las leyes puede, por la misma razón, deshacerlas, no estando, por tanto, obligado por ellas (solutus se opone a alligatus, de ad-ligatus, encadenado o ligado), mientras que sus súbditos sí lo están.

Si la cualidad de soberano —entendida negativamente (ausencia de superior) o positivamente (superior a las leyes)— corresponde, no a la persona de un príncipe, sino al Estado, entonces tal atribución significa que el Estado no tiene nada por encima de él, no reconoce a ningún superior y, al mismo tiempo, está libre de toda obligación respecto a sus miembros, así como respecto a las leyes que sus representantes promul- gan en su nombre. La dominación del Estado, que se ejerce a través de sus representantes, presupone la superioridad del Estado respecto de estos mismos representantes. Así se explica que estos últimos, sea cual sea su tendencia política, se consagren a perpetuar esta dominación, garan- tizando, cueste lo que cueste, la continuidad del Estado.

La inseparabilidad de las dos caras de la soberanía

La soberanía moderna, nacional-estatal, ha sido definida desde hace mu- cho tiempo, de entrada y ante todo, por el control ejercido sobre un territorio determinado. En muchos aspectos, sigue siendo definida de este modo, pero con ciertos límites. Así, Stephen Krasner distingue tres clases de soberanía moderna: la soberanía westfaliana (Westphalian sove- reignty), la soberanía internacional (domestic sovereignty) y la soberanía internacional (international sovereignty), y hace del control territorial un elemento crucial de cada una de ellas. La soberanía westfaliana pretende implicar la exclusión de los actores políticos exteriores que están fuera de las estructuras políticas de un territorio dado. La soberanía interna remite a la verdadera capacidad de las autoridades políticas para controlar los procesos en el interior de las fronteras de sus entidades políticas respectivas. La soberanía internacional constituye una función de la capacidad de los Estados para controlar los flujos que atraviesan dichas fronteras. Sin embargo, no se entiende bien el interés que tendría distinguir soberanía "westfaliana" y soberanía "internacional". Podemos preguntarnos si no es porque la soberanía exterior fue pensada, de entrada, a partir del modelo westfaliano al que luego resultó necesario añadirle el control de los flujos en las fronteras, como si se tratara de dos elementos separados. Pero ¿es pertinente todavía este modelo para analizar las formas que ha adoptado la soberanía exterior? Podemos tener legítimas dudas a este respecto. La soberanía llamada "westfaliana" ha tenido una larga vida. Recordemos que fue instaurada tras la guerra de Treinta Años (1618-1648) por el Tratado de Westfalia de 1648, y que el sistema de seguridad que entonces se impuso tenía por función garantizar un equilibrio entre las potencias: los Estados vieron cómo se les reconocía en derecho la "superioridad territorial" (Landeshoheit) que ya ejercían de hecho, en su mayoría, desde hacía más de un siglo. El principio "a cada Estado su territorio", siempre invocado, es hoy en día ampliamente contrarrestado por una interdependencia generalizada y por la intervención de nuevos actores no estatales (ONG, multinacionales, etcétera), convirtiendo a este modelo westfaliano, desde hace tiempo, en algo del todo caduco.

Desde un punto de vista jurídico, la soberanía es, de hecho, el criterio del Estado moderno cuando define la norma estatal de la supremitas, "cualidad jurídica de derogar todas las otras normas llamadas “inferiores”". Este concepto, surgido a finales de la Edad Media, es constitutivo de los Estados-nación en dos aspectos: el del derecho público interno y el del derecho internacional. Hablar del Estado-nación moderno es hablar de un centro político que se ha atribuido el monopolio de la producción de la ley a la que todos deben obedecer en un territorio. Es también hablar de la independencia de cada Estado con respecto a los otros Estados, noción esencial en derecho internacional. En otras palabras, es hablar de la articulación entre una arquitectura institucional interna y una arquitectura institucional externa. En el plano interno, la soberanía es un poder de voluntad y de dominio tal que no soporta ningún veto por parte de un grupo o una institución: en el plano externo, la soberanía se define como una independencia absoluta en relación con cualquier otra entidad política. Pero, como destaca Raymond Carré de Malberg, gran teórico de la doctrina del Estado, ambos aspectos están intrínsecamente ligados. Si el Estado "detenta un poder que no se deriva de ningún otro poder y no puede ser igualado por ningún otro poder, no puede sino excluir toda subordinación respecto a un poder exterior, así como cualquier sujeción respecto a una agrupación o institución en el interior de sus fronteras. Sin embargo, también se puede advertir, según el mismo autor, que si bien la "sobernía externa" parece enteramente negativa (no ser subordinado), la "soberanía interna" adquiere el sentido más positivo de una "autoridad suprema", en el sentido de que su voluntad predomina sobre todas las voluntades de esos individuos o grupos, los cuales sólo poseen un poder inferior al suyo. La palabra "soberanía" sirve, por tanto, en este caso, para expresar que el poder estatal es el poder más elevado existente en el interior del Estado, que es una summa potestas". Como dice igualmente Carré de Malberg, estos dos aspectos inseparables significan, ambos, que "el Estado es amo en su casa". Este "en su casa" designa aquí un territorio y todo lo que contiene —miembros individuales y entidades colectivas—. El territorio nacional es el domino del Estado, en el sentido del latín dominium. El territoire (territorio), en lengua francesa, se define como una "extensión de país que depende de una autoridad, una jurisdicción cualquiera" (Larousse). La soberanía del Estado es, por tanto, dominación, esto es, ejercicio de la autoridad suprema sobre un territorio apropiado por una persona pública, de su dominio exclusivo. Pero este dominio no puede reducirse a un concepto de geografía política. El Estado soberano es propietario de la cosa pública, de todos los medios del ejercicio de la dominación estatal, como lo mostró el jurista tolosano Maurice Hauriou. La supremitas del Estado reposa en la propiedad exclusiva de los medios políticos y administrativos de dominación de población. Maurice Hauriou habla a este respecto, precisamente, de "propiedad de los medios del gobierno". Hablar de la "soberanía del Estado" equivale a decir que no hay poder más elevado que el del Estado, pero también que este poder, superior a todos los otros poderes, está vinculado a la posición eminente de aquel que es propietario de la cosa pública.

En cualquier caso, aunque la soberanía es, de entrada, dominación del Estado, también remite, de forma particularmente ambigua, a la fuente de legitimidad de esta producción legal, es decir, al soberano, antaño al rey y, desde el gran vuelco "democrático", al pueblo o la nación. Como se sabe, desde que tuvo lugar este cambio de titularidad de la soberanía, la soberanía de los súbditos del Estado, su propia pertenencia al Estado, es legitimada por la supuesta "soberanía" que los ciudadanos de dicho Estado ejercerían con ocasión de las consultas electorales en el marco de las "libertades públicas" que les son reconocidas y garantizadas por la Constitución. Pero la "soberanía del pueblo" como principio constitucional de legitimación de los representantes del pueblo significa algo muy distinto del concepto originario y fundamental de la soberanía del Estado. O, más exactamente, no es del mismo orden. En el primer caso, se trata de la fuente del ejercicio legítimo de un poder regulado de acuerdo con procedimientos legales de nominación (principio dinástico o electivo); en el segundo, se trata de las prerrogativas efectivas de una persona pública dotada de la autoridad suprema. Los que detentan el poder están muy interesados, naturalmente, en justificar el segundo sentido mediante el primero, recurriendo a un juego de manos del todo esencial para el funcionamiento político de los Estados, antiguos o modernos. Es fundamental no quedar atrapados en esta confusión deliberada de las significaciones. La confusión, de consecuencias considerables para la instauración de las democracias liberales representativas, se debe al hecho de que la independencia respecto a todo poder exterior constituye la base misma de la idea de autodeterminación de una nación, lo cual tiene la ventaja de ocultar el otro lado de la cuestión, el de la supremacía del Estado sobre la población. Para Wendy Brown, ésta es una de las principales "paradojas de la soberanía": "El nombre de soberanía designa, al mismo tiempo, un poder absoluto y una libertad política". Es así como la dimensión de la dominación propia de la soberanía estatal ha sido edulcorada, incluso recubierta por el discurso autolegitimador de los "representantes" políticos.

¿Declive o mutación de la soberanía estatal?

Sea como sea: ¿tiene alguna utilidad reabrir el proceso sobre la soberanía estatal? ¿No es acaso un problema superado? La tesis del declive de la soberanía nacional-estatal y del paso a una nueva soberanía que se ha venido en llamar "imperial", defendida, por ejemplo, por Michael Hardt y Antonio Negri en Imperio, se puede poner en relación con los análisis políticos de Michel Foucault de comienzos de los años 1970. Aquellos trabajos tenían por objeto la emergencia de nuevas formas de poder, cuya característica consistía en exceder la esfera del derecho y del Estado. Toda una parte del trabajo de Foucault consistió en mostrar que el poder, en las sociedades modernas, se ha alejado cada vez más del modelo jurídico-político de la soberanía. Por tanto, para pensar el poder moderno, se debería pasar de esta concepción clásica de la soberanía a un análisis concreto de las formas diversas de la normatividad, tal como han sido instauradas a través de las disciplinas y los dispositivos de seguridad.

Este diagnóstico de la superación de la soberanía se apoyó en la conjunción de diversas lógicas históricas que han contribuido a descentrar efectivamente el poder. El derecho estatal se aplicaba a un territorio, se basaba en un conjunto de principios y de discursos que erigían al soberano como foco de emisión y centro de garantía de las normas. Ahora bien, todas las dualidades conceptuales sobre las que se fundaba la normatividad jurídico-política de la edad clásica, empezando por la separación de lo "público" y lo "privado", parecieron disolverse a finales del siglo xx debido al poder inaudito adquirido por el capital global, ayudado de instrumentos técnicos que han sido el soporte de su expansión, y por el despliegue de políticas neoliberales de sujeción de las sociedades y las subjetividades. Estos trabajos, foucaultianos o neofoucaultianos, han permitido poner de relieve, mejor de lo que podían hacerlo los análisis clásicos, "estatocentrados", el ascenso de instituciones intergubernamentales e internacionales que, en coordinación con organismos privados (firmas multinacionales, bancas privadas, fondos de inversión), han instaurado una "gobernanza internacional capitalista" de un nuevo tipo, que sin lugar a dudas parece transformar el orden mundial en el sentido de una fragmentación del poder político. Con el refuerzo de la globalización, la gubernamentalidad transnacional que parece sustituir a la soberanía clásica se caracteriza por ejercerse por vías distintas que las de la ley, o más exactamente, por vías a las cuales, de ahora en adelante, parece haber quedado sometida, como un instrumento, esa misma ley que, supuestamente, manifiesta la soberanía. Estas vías han movilizado procedimientos complejos que permiten hacer aceptar, por parte de los órganos legislativos nacionales, convertidos en cámaras de registro, un conjunto de normas y disposiciones discutidas y decididas en un lugar distinto de las instituciones estatales. En consecuencia, la crisis de legitimidad de los Estados-nación y de los sistemas de representación política ha podido ser considerada como el efecto de este vuelco hacia un nuevo sistema normativo mundial que acompaña a la "mundialización" de las actividades financieras, productivas y mercantiles.

Encontramos este tipo de análisis en Wendy Brown, quien mostró, precisamente, que esta tendencia va acompañada de un fenómeno paradójico de "levantamiento de muros" en todo el mundo: "Mientras que individuos y organizaciones de toda clase y tendencias (tanto neolibera- les como cosmopolitas, tanto humanitarias como de militantes de izquierdas) alimentan el fantasma de un mundo despojado de fronteras, los Estados-nación, ricos y pobres, se apasionan por los muros". Sin embargo, según ella, este levantamiento de muros no es sinónimo de restauración de la soberanía estatal; es más bien la respuesta a la diversidad y a la densidad de los flujos transnacionales de capitales, de mercancías, de seres humanos, pero también al mayor papel desempeñado por las organizaciones internacionales o intergubernamentales, así como al peso creciente de las empresas y los bancos en la producción normativa en materia comercial y financiera. Las "democracias entre muros" serían más bien la imagen teatralizada de la soberanía estatal en un mundo poswestfaliano, caracterizado por los flujos internacionales y por las normas semiprivadas del comercio de las finanzas globalizadas. Si cada vez hay más muros, sería porque cada vez hay más flujos que contrarrestar o filtrar, especialmente flujos humanos de personas pobres. Así, la paradoja del muro se debería a que, en vez de desmentir, confirma el fin de la soberanía de los Estados.

Esta afirmación perentoria reclama la mayor prudencia. Como lo ha observado la propia Wendy Brown, obviar la cuestión de la soberanía estatal, por fecunda que haya resultado la estrategia metodológica foucaultiana, es correr el riesgo de dejar fuera del campo de análisis la realidad efectiva de la dominación estatal. Si bien es indudable que la soberanía del Estado, desde el punto de vista de las relaciones internacionales, está cada vez más encastrada en relaciones internacionales restrictivas, hay muchas razones para no "olvidar" la cuestión de la soberanía, empezando por el hecho histórico de que se trata de un pilar del sistema político occidental, de su arquitectura simbólica y material, que no se puede eliminar de un manotazo. Contrariamente a las ilusiones acerca del desvanecimiento del Estado, hay que darse cuenta de que, casi en todas partes, incluso en los Estados que pretenden ser "de derecho", el refuerzo de los medios reglamentarios, judiciales, policiales y a veces militares de la dominación es actualmente la regla. Desde este punto de vista, la "desdemocratización" no es en absoluto sinónimo de "des-soberanización". Uno y otro proceso no van juntos. Por el contrario, "desdemocratización" va a menudo de la mano de un refuerzo de la soberanía estatal. Cuando los Estados se enfrentan a crisis internas o desequilibrios externos, su primer reflejo es reactivar ruidosamente el viejo fondo de la soberanía y reafirmar —frecuentemente con brutalidad, llegando hasta el fascismo puro y duro— su derecho de mando sobre las poblaciones. La soberanía no está muerta y la dominación burocrática del Estado es más poderosa que nunca, aunque con el neoliberalismo se haya revestido de una retórica antiestatal.

Aun así, no caeremos en otra trampa, que sería la de creer que el modelo de la soberanía estatal es el único tipo de poder en vigor en los Estados modernos. Pero aun no siendo el único, de algún modo constituye la condición última de los otros modos de poder. El poder no se ejerce únicamente a través del ejercicio de la soberanía: sobre este punto, las lecciones de Foucault son esenciales. Pero conviene decir también, si se considera la política ordinaria con la atención que merece, que la soberanía sigue siendo el principio que, si bien queda "en segundo término" en períodos de paz relativa, interior y exterior, vuelve a estar "en primera fila" en cuanto la crisis lo reclama, lo cual sucede a menudo muy rápidamente. Y el "gobierno mediante la crisis", que es lo propio del modo neoliberal de dirigir las sociedades, supone e impone un recordatorio constante del principio de soberanía. Punto de apoyo de las disciplinas institucionales y de las exigencias de la competencia del mercado, la soberanía sigue siendo la clave de bóveda de un sistema de poderes heterogéneos, hecho de sedimentos coexistentes de distintas épocas, sin que, por otra parte, deje de haber tensión entre todos ellos.

Una genealogía de la soberanía del Estado

El principal reto que se plantea este libro es situar y restituir los acontecimientos que han concurrido para producir la ficción de derecho (fictio juris) de un sujeto llamado Estado, persona pública dotada de una voluntad soberana. Su objeto es exclusivamente el Estado moderno occidental, en tanto se caracteriza por la dominación impersonal de una "persona pública". Y, si nos interrogamos por la emergencia de los primeros Estados, ello es únicamente para poner mejor de relieve la especificidad histórica del Estado moderno. El método que adoptamos es el de la genealogía, en el sentido foucaultiano: una "pesquisa histórica" que trabaja para restituir la "singularidad de los acontecimientos", fuera de todo finalismo y de todo continuismo, es decir, sin buscar restablecer, en contra de la singularidad, la continuidad de la historia a partir de un supuesto "origen". Por eso la sucesión de los capítulos no pretende de ningún modo reproducir exactamente el orden de la cronología. A menudo hemos tenido que consentir a retornos y rodeos, en particular para volver a secuencias anteriores a las que estábamos estudiando. Estas vueltas atrás tienen, ante todo, una función de con- trapunto con respecto a lo que, de otro modo, hubiera podido parecer el despliegue de una lógica aplastante. El acontecimiento singular que fue, desde todos los puntos de vista, decisivo fue la "revolución papal" de finales del siglo xi, que hizo de la Iglesia el modelo de la constitución de los Estados seculares. Por tanto, resulta en vano ir a buscar a la Grecia antigua o a la Roma clásica las "fuentes" de esta soberanía, como si el Estado occidental moderno descendiera de ellas, a pesar de todo. Aquí, aprenderemos más de los "acontecimientos" que de las "fuentes". De entre estos acontecimientos, tomaremos muy particular- mente el giro de comienzos del siglo xiv hacia la soberanía absoluta, así como la controversia entre Jacobo I y los teólogos defensores del papado a comienzos del siglo xvii. Sólo estudiando estos acontecimientos podremos comprender lo que nos ha llevado a constituirnos "como sujetos de lo que hacemos, pensamos, decimos". Lejos de deducir de ello que nos hemos encerrado en nuestro presente, la pesquisa genealógica aquí propuesta nos abre por fuerza a las posibilidades de nuestro propio presente, ya que deduce "de la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos, la posibilidad de no seguir siendo, haciendo o pensando lo que somos, hacemos y pensamos".

Comprender cómo se ha impuesto el principio de la permanencia y de la continuidad del Estado, cuál es el principio mismo de la soberanía, debe abrir también la posibilidad de un más allá de la soberanía. Porque toda esta construcción sólo ha podido tener lugar mediante el paciente trabajo de los legistas que, en un mismo movimiento, dieron a luz la entidad estatal y legitimaron las prácticas de sus agentes. En otras palabras, como se edificaron los Estados modernos fue mediante una verdadera revolución en la concepción de la dominación, sostenida por un derecho público occidental que se ha extendido al mundo entero. Sólo a continuación de este hecho el término "soberano" designará al "monarca", en la doble figura del emperador, que por derecho posee un poder universal sobre el mundo, y al papa, monarcha Ecclesiae que gobier- na a los religiosos y extiende su poder espiritual a todos los fieles.Y es más tarde todavía cuando la "soberanía" se convertirá en el concepto abstracto que se hoy conoce y que se podrá extender a los reyes, convertidos a su vez en "monarcas", pero dotados de un poder restringido a sus respectivos reinos. La fórmula clave del siglo xiii: "El rey es emperador en su reino" (Rex est imperator in regno suo) expresa una conquista simbólica arrancada al imperio y al papado. Es también una conquista a expensas del funcionamiento clásico de la feudalidad, en la que el rey no es soberano de todos sus súbditos, sino señor feudal de sus vasallos. Para pasar, por transiciones lentas, de lo uno a lo otro, fue preciso constituir una administración de justicia que diera a luz una ley real, un fisco más regular, una moneda real que inspirara confianza, un ejército permanente, el cuerpo de los "oficiales" y los "intendentes", es decir, una armazón administrativa constituida aparte de la jerarquía feudal y que permitiera poner a todos los súbditos, poco a poco, "en manos" del rey. Esta clave de bóveda de la soberanía es, aún hoy en día, lo que se encuentra en el origen del "fetichismo político" que autores tan diversos como Saint-Simon, Tocqueville, Proudhon, Marx o Nietzsche pusieron en tela de juicio en el siglo xix. Sin embargo, ni las revoluciones liberales y democráticas desde el siglo xviii hasta el siglo xix, ni la revolución industrial, ni las "revoluciones" comunistas del siglo xx han afectado en lo más mínimo a la lógica de la soberanía. La adaptaron a condiciones nuevas y, lejos de abolirla, llegaron incluso a reforzarla en ciertos aspec- tos, llevándola a veces hasta su paroxismo.

Sin embargo, contrariamente a la alternativa enunciada por Foucault, por nuestra parte no elegiremos entre el "Estado-cosa" y el "Estado-práctica": que el Estado no sea una cosa no supone que se le deba negar, a priori, toda densidad institucional para reducirlo a una o incluso a varias prácticas. Darse como objeto el Estado moderno no implica en absoluto comulgar con el culto de las generalidades, así como tampoco es una concesión al "modelo del Leviatán" o a la "teoría jurídico-política" de la soberanía. En efecto, este planteamiento no separa el análisis del Estado de las prácticas de sus dirigentes y gobernantes; no ignora las distintas formas a través de las cuales se ha edificado la soberanía del Estado, sino que concede una atención privilegiada, no al Estado "en general" —es cierto— sino a la construcción del Estado moderno, dado que el estudio de este proceso histórico de larga duración esclarece las nuevas formas que adopta en nuestros días la soberanía estatal. Desde este punto de vista, lo que hace demasiadas concesiones al "modelo del Leviatán" es más bien la reducción del poder de soberanía a la lógica de la relación de mando-obediencia entre dos voluntades, la del soberano y la de los súbditos. Este modelo y ningún otro es el que hace proceder el Estado moderno de una transferencia de voluntad que permite legitimar la sumisión de los súbditos al soberano. Y es a partir de tal reducción de la soberanía a una relación de voluntad a voluntad como Foucault puede oponer la soberanía a la dominación, las relaciones de soberanía a las relaciones de dominación, sustituyendo finalmente el problema de la soberanía y la obediencia por el de la dominación y el sometimiento, lo cual le impide entender la soberanía como dominación, lo cual constituye, por el contrario, el corazón de nuestra investigación. Comprender la soberanía estatal requiere disociar esta última de la existencia física del soberano, en vez de fundar en ella el poder de soberanía. Contra esta tendencia, cuyo efecto es reducir la soberanía a la sociedad feudal, es preciso tomarse en serio la idea de la continuidad y la permanencia del cuerpo del reino, evidenciada por Kantorowicz y tenida en cuenta de un modo muy accesorio por Foucault, quien descuida su verdadera significación: en la relativización del cuerpo natural o de la "singularidad somática" del rey, hay que reconocer las líneas de fuerza del proceso de construcción del Estado soberano en Occidente, más que identificar en el cuerpo del soberano el punto de convergencia que haría que se man- tuvieran articuladas las relaciones heterogéneas de la sociedad feudal. Ya que es la permanencia y la continuidad del Estado, más allá de la existen- cia de tal o cual persona natural, lo que hace del Estado un Estado soberano. Lo cual no significa que el proceso de construcción de dicho Estado, que se extiende a lo largo de siglos, sea continuo y progresivo, como si fuera guiado silenciosamente desde el interior por su finalidad. Pero esto, sin duda, significa que permanencia y continuidad del Estado, lejos de ser datos de partida, tuvieron que ser conquistadas contra resistencias y obstáculos con los que fue preciso llegar a compromisos. De hecho, es esta misma construcción lo que acaba haciendo que la soberanía se vuelva efectivamente independiente de la existencia del príncipe o del rey. En un primer tiempo, en un primer momento, lo que ocurrió es que el príncipe absoluto se calzó las "mulas del pontífice romano". Luego, cuando fue la nación lo que ocupó el lugar antes consagrado al príncipe, "el Estado absoluto moderno, aun sin príncipe, estuvo en condiciones de plantear sus exigencias", exactamente como la Iglesia, a la que había tomado por modelo. Esta transferencia de sacralidad del papa al príncipe, luego del príncipe a la nación, producido particularmente a través de la Revolución francesa, es en gran medida decisivo —y sigue siéndolo en parte— en lo que se refiere al sentido que tiene en nuestro mundo la soberanía política.

Esta obra, redactada en común, ha sido concebida desde su origen como la primera parte de un proyecto conjunto que tendrá dos volúmenes. Este primer apartado, iniciado por las investigaciones de Pierre Dardot sobre la soberanía, es genealógico. El segundo, iniciado por las investigaciones de Christian Laval sobre la izquierda global y la cosmopolítica del común, será estratégico.

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