IGUALDAD

La Plaza de Mayo y otras "madres de todos los hijos del mundo" que politizaron su dolor

Marcha de las Madres de la Plaza de Mayo.

Dora Carrera se apresura en advertir con genuina diligencia que, aunque tiene mucho que contar, quizá no es capaz de expresarse con la claridad que se espera: "No tengo facilidad de palabra, soy un ama de casa", susurra al otro lado del teléfono, como en una suerte de disculpa. Dora Carrera es ama de casa, es madre y es otras muchas cosas. Entre ellas, una de las fundadoras de un movimiento que lo cambió todo en la Galicia de los ochenta: Nais contra a droga. En un contexto social arrasado por la heroína, aquella madre de O Porriño (Pontevedra) se agarró al brazo de otras que como ella no sabían muy bien qué hacer, pero que necesitaban, al menos, un consuelo al dolor que las atravesaba. Igual que lo hicieron las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina o las Madres contra la Represión en Vallecas. La suya no es sólo una cuestión de memoria histórica: su batalla es también presente y futuro. La mayoría se mantienen en activo, casi todas en el seno de las organizaciones que nacieron de su lucha, otras observando cómo le toman el relevo las generaciones más jóvenes y desafiando lo que siempre se ha esperado de ellas: que se queden en casa, que no molesten, que no hagan ruido.

Igual que la gallega, tampoco solía transgredir los márgenes del hogar Carmen Arias, presidenta de la asociación argentina Madres de la Plaza de Mayo. "Antes de desaparecer los hijos, muchas éramos amas de casa", dice al otro lado del charco, preguntada por infoLibre. "Pero al tener la pérdida de un hijo, en la forma en la que tuvimos nosotras, salimos a la calle". Arias, española de origen, conjuga la primera persona del plural cuando habla de las madres, pero en realidad lo que ella hizo fue agarrar la mano de la suya: ella es hermana de uno de los miles de desaparecidos por la dictadura militar argentina de Jorge Rafael Videla.

Ángel Arias tenía 25 años y militaba en el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP) cuando los militares irrumpieron a tiros en su casa. Era 1977, y a partir de aquel momento, la argentina no dejaría de marchar al lado de las madres. Años después, Hebe de Bonafini, cofundadora del movimiento, le haría entrega del pañuelo blanco, elevado a la categoría de símbolo. "Fue tanta la emoción que no le pude contestar nada. Lo único que le dije fue: yo tengo el pañuelo de mi mamá siempre conmigo", recuerda la argentina. 

Arias nunca consiguió ser madre, pero si desde el primer momento se integró como tal es, en parte, por aquello que le dijo su hermano ante la constatación de una maternidad que nunca sería: "Flaca, más importante que parir un hijo es sentirse madre de todos los hijos del mundo". 

Así lo sienten también las Madres contra la Represión, a más de diez mil kilómetros de Buenos Aires. En pleno sur de Madrid, la organización se fue cimentando allá por 2007, tras el asesinato del militante antifascista Carlos Palomino a manos del militar ultra Josué Estébanez. El primero iba a participar en una manifestación antirracista, el que sería su asesino marchaba hacia otra convocada por Democracia Nacional. La víctima tenía sólo 16 años y fallecería de una puñalada mortal que quedaría registrada en las cámaras de seguridad del metro.

Lo recuerdan varias de las madres que se juntan hoy para atender a infoLibre. Hablan ordenadamente, algunas completan las frases de sus compañeras, otras asienten en un segundo plano. No quieren hablar con nombres y apellidos, no tienen ninguna portavoz: todo lo que dicen representa a la totalidad del grupo. "Éramos madres que llevábamos un tiempo muy fastidiadas con la persecución policial a nuestros hijos. Siempre controlándolos y registrándolos", dibujan. El germen fue Vallecas, donde había "un control policial” sistemático “hacia la gente joven". Fueron los años del "mal llamado bienestar, que era una quimera, como lo es todo". Estaban hartas, reconocen. Pero cada una en su casa: era difícil colectivizar la rabia e identificar como común un dolor que en aquel momento cargaban individualmente.

Transformar el dolor

Cuando Carlos Palomino fue asesinado, varias vecinas decidieron dar un paso que resultaría clave: tender la mano a su madre. "La acompañábamos a los juicios, también empezamos a dar charlas con lo que había pasado. Estábamos muy pegadas a ella, se formó como una especie de unión", relatan hoy. Pero los años fueron pasando y aquella unión no era capaz de dar frutos. "No llegábamos a toda la gente, muchos no entendían lo que pasaba con nuestros hijos: no sólo los detenían, también los mataban".

También Dora Carrera recuerda los juicios, las concentraciones y las visitas a las cárceles. "No sabíamos qué hacer", recuerda nítidamente al otro lado del teléfono. "Algunas madres casi lo ocultaban. Yo no: a mi hijo lo conocía todo el mundo y sabían en lo que andaba". Su hijo Esteban pasaría años batallando con la enfermedad de la adicción, hasta su muerte ya cumplidos los 40. "Cuántas veces pensé que ojalá hubiera tenido un cáncer, para poder abrazarle, para curarle… cuántos deseos tenía de abrazarle", confiesa hoy. Lo hace tras rememorar las recaídas, las punzadas en el pecho cada vez que su hijo golpeaba una puerta que su madre debía mantener cerrada. "Luchamos mucho. Como yo, todas las madres".

Porque aquel dolor no le pertenecía solo a ella. "Me encontró un día una madre, sabíamos que había más chicos con problemas", narra la gallega, hoy vicepresidenta honorífica de la asociación Érguete. Primero fue su marido el que empezó a acudir a las reuniones que en aquel momento empezaban a celebrarse. Allí estaba Carmen Avendaño, la encargada de poner las bases sobre las que se construiría el colectivo. "Mi marido me dijo que Carmen tenía muchas tablas y sabía por dónde ir. Como él tenía que trabajar, me dijo que fuera yo todos los días". A mediados de los ochenta, las madres no eran más de diez, pero ya sobrevolaba la idea de constituirse como asociación, el paso definitivo para hacer de su maternidad una herramienta política. "Yo pensaba: cómo vamos a hacerlo, si no sabemos por dónde ir ni qué hacer", relata. 

Igual de desorientadas se sentirían, décadas después, las madres vallecanas. Fue a raíz de un viaje solidario cuando empezaron a mascullar cómo dar forma a una respuesta organizada. "Todas teníamos un montón de cosas en común: nos sentíamos muy solas y aunque habíamos militado en organizaciones, el asunto de los hijos era distinto. La respuesta que nos daban casi siempre era el clásico ‘algo habrán hecho’. Era muy difícil hacerlo entender, incluso a la familia". Pero entre ellas sí se entendían. 

Precisamente, el principal objetivo para Dora Carrera era transformar la percepción social alrededor de los chavales, dotarles de derechos y dignidad: "Eran tratados como apestados, pero en realidad eran enfermos". Carrera recuerda con total claridad cada detalle del camino. Las salidas cada lunes bajo la lluvia, el balcón de Radio Vigo que, casualmente, se alzaba en el mismo lugar de las primeras concentraciones, el juez que no quiso atenderlas. Y a sus compañeras. A Fina, que era "alta y fuerte y tenía a dos hijos metidos", o la que lloraba porque no entendía por qué su hijo hacía lo que hacía.

"Mientras los jóvenes nos necesiten, ahí estaremos"

"Lo que más nos importaba era estar al lado de la gente joven que lucha: estar al lado de nuestros hijos y de todos los demás", insisten las vallecanas. Madres, como las argentinas, de todos los hijos del mundo. Incluso hoy, aunque la mayoría son ya abuelas.

Han demostrado sobradamente su capacidad para tejer redes y establecer vínculos, rebelándose contra los estrechos fundamentos de una maternidad servil que pierde sentido fuera del ámbito doméstico. "Se nos tacha de sumisas y es insultante", señalan las vallecanas, quienes encajan la organización, precisamente, como un rasgo propio de las madres. Se preguntan qué era, si no organización, el hecho de que las mujeres salieran juntas a lavar la ropa al río en las aldeas. Cómo no va a organizarse la madre que todos los días cuida a su vecina enferma, o aquella que comparte confidencias con otras madres en la puerta del colegio. "Ha sido así en todos los ámbitos y desde siempre", presumen al otro lado del teléfono. "El hecho de ser madres nos lleva a organizarnos porque defendemos a nuestra tribu".

Rompieron con el silencio para tomar las calles y hoy siguen siendo suyas. Están en las manifestaciones por la vivienda, en las feministas, allí donde tienen que estar. "Estamos orgullosas de que la gente joven cuente con nosotras. Mientras los jóvenes nos necesiten, ahí estaremos".

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El mismo orgullo lo atesora Dora Carrera, quien observa emocionada el trabajo de Érguete por devolver, cuatro décadas después, la dignidad a todos a los que un día se les negó. "Fuimos las primeras en ir a la cárcel, las primeras en hacer un piso para los que estaban en programas y no podían ir a casa. Nosotras fuimos las raíces y ellos son las flores".

A más de diez mil kilómetros, Carmen Arias pronostica un futuro fértil para las Madres de la Plaza de Mayo: “La asociación se va a mantener viva, aunque no estemos las madres, porque es una lucha de muchos años y vamos a seguir". La memoria, asiente, es la única garantía para que lo que sucedió "no pase más, ni en Argentina ni en ningún otro país del mundo". Especialmente en un contexto de avance reaccionario.

En una de las últimas marchas, la madre, que es en realidad hermana, agarra con fuerza una pancarta, con el lema La falta de trabajo es un crimen. A sus 83 años, dice confiar en el futuro y parece segura del relevo generacional: "Tenemos toda la fuerza para seguir combatiendo y seguir militando". Cada jueves, las calles de Buenos Aires se siguen llenando de personas dispuestas a hacer memoria. En las mismas plazas brotan todavía los pañuelos blancos. 

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