COMUNICACIÓN POLÍTICA

La diplomacia de la humillación o cómo Trump no quiere aliados, sino subordinados

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, habla antes de una cena para recaudar fondos para la ampliación de su salón de baile en la Sala Este de la Casa Blanca.

“Tenemos suerte de que alguien con el temperamento de Donald Trump no esté al cargo de la Justicia en este país”. “Por supuesto, porque si no tú estarías en la cárcel”. Aplausos. “Mi madre es la persona más fuerte que conozco”. “Entonces ella debería ser quien se presentara”. Risas. “Sus respuestas viscerales atacando a la gente por su apariencia física. Alto, bajo, gordo, feo… ¿no estaríamos todos preocupados con que alguien así estuviera al cargo del arsenal nuclear?” “Nunca te he atacado por tu físico, y créeme, hay mucho que decir sobre ello”. Silencio. Estos son algunos de los intercambios verbales más famosos de Donald Trump con varios de sus rivales durante los debates que le llevaron a ganar la nominación republicana y las elecciones de 2016. Hillary Clinton, Jeb Bush y Rand Paul fueron algunas de las víctimas de sus humillaciones, que aún a día de hoy llenan las redes sociales de los trumpistas más acérrimos.

Al contrario de lo que algunos ingenuos podían esperar, cuando el magnate logró llegar al puesto de mayor poder del mundo, su forma de ser no cambió. Exabruptos, faltas de respeto, risas y salidas de tono han sido las constantes desde que Trump entró como elefante en una cacharrería en las cumbres internacionales. Ese lugar antaño reservado para el protocolo, las buenas palabras, las apariencias y, en cierta forma, para el aburrimiento más recalcitrante, es ahora un instrumento más del arsenal comunicativo del presidente estadounidense. Y, de hecho, uno de los más poderosos.

Así lo demostró con toda la fuerza el pasado lunes en la Cumbre de Paz de Sharm el-Sheij (Egipto), donde se vio una de las versiones más ególatras y a la vez más poderosas del presidente estadounidense. La reunión, que tenía como centro la firma del acuerdo para la paz en Palestina, fue, más que una cumbre internacional, un gran evento de autobombo para goce y disfrute del magnate. Si bien había perdido su ansiado Premio Nobel de la Paz, eso sí, precisando que la propia María Corina Machado le había llamado para decirle que él se lo merecía, la cumbre de Sharm el-Sheij fue la consolidación definitiva de la imagen de Trump como “el gran pacificador”, el gran líder del mundo occidental y de la subordinación europea. 

Pero más allá de eso, la cumbre fue un evento, un show en la mayor gama de significados de la palabra. “Trump no entiende la política y las relaciones internacionales de forma tradicional, sino que lo hace desde los códigos del espectáculo televisivo estadounidense. Siempre los busca, porque los conoce bien, es lo que él ha usado a lo largo de toda su trayectoria y los lleva también a las cumbres internacionales”, explica Ana Salazar, politóloga y directora de la consultora política Idus3 Estrategia. La experta ve en lo que sucedió el lunes la misma dinámica que siguió Trump en uno de sus highlights de su segundo mandato: la firma masiva de decretos ley pocas horas después de jurar el cargo en un estadio. 

Siguiendo con el símil deportivo, lo sucedido en Egipto se puede comparar con los cuatro cuartos de un partido de baloncesto. El primero, la llegada, a la que Trump acudió tarde tras pasar por Israel a darse un baño de aplausos en la Knéset. El segundo, el ‘besamanos’, donde Trump exhibió todo su repertorio de tirones de manos e, incluso, obligó al presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan, a levantar el pulgar cuando se hacían la foto protocolaria. Tras eso, llegó la firma, con el presidente en el centro y con todos los líderes mundiales asistentes detrás, rodeándole en una posición de sumisión que recordaba a la famosa reunión entre el magnate y los mandatarios europeos, en la que estos aparecían sentados alrededor de la mesa de Trump en el Despacho Oval. 

Pero el presidente estadounidense dejó lo mejor para el final, con una conferencia de prensa en la que, con todos los líderes igualmente detrás, se fue dirigiendo uno a uno haciendo comentarios o, directamente, burlándose de ellos. Quizás el momento más comentado fue cuando invitó al premier británico, Keir Starmer, a acercarse para luego darle la espalda, aunque tampoco se queda a atrás cuando hizo referencia a la belleza de Giorgia Meloni, un comentario por el que “podría terminar su carrera política en EEUU”, según él mismo arguyó.

“Lo que hace Trump no puede entenderse sólo en términos diplomáticos: todo lo que pasó fue también una coreografía de poder. Su lenguaje corporal proyecta un mensaje claro: dominio y centralidad. Trump buscaba (lo hace siempre) ser percibido como el protagonista, el actor imprescindible, el hombre fuerte que impone el ritmo”, responde el experto en comunicación política Xavier Peytibi, que recalca cómo el mandatario estadounidense trata con sus tirones en los saludos “de marcar jerarquía, haciendo perder, aunque sea levemente, el equilibrio a su interlocutor, tirándolo hacia sí”.

La geopolítica del poder

Todo ese juego de poder y de protagonismo no era, hasta ahora, algo habitual en la diplomacia occidental. “El protocolo, si algo garantiza, es que tiene que haber un cierto orden, estabilidad y, sobre todo, igualdad. Con Trump, todo eso salta por los aires, es desordenado y humillante, porque el protocolo brilla por su ausencia”, comenta Salazar. Todo ello no es casual, sino que responde simbólicamente a la visión del mundo que defiende el presidente de EEUU. “Trump está priorizando un poder duro basado en la fuerza y no tanto un enfoque más cultural, rompiendo con lo que hacían antes los presidentes de EEUU”, afirma Jordi Sarrión-Carbonell, consultor y analista político. 

Por ejemplo, hubiera sido inimaginable con Biden u Obama lo que hizo el magnate durante la cumbre de la ONU en Nueva York con una de sus víctimas favoritas: Emmanuel Macron. El presidente francés tiene un amplio historial de tensos encuentros con el presidente estadounidense, el cual intenta ponerle repetidas veces en una posición de inferioridad. Pero nunca con tanta intensidad como en Nueva York cuando la caravana presidencial de Trump bloqueó a la de Macron y este tuvo que llamar al presidente estadounidense por teléfono para pedirle que le dejara pasar. Un momento registrado en vídeo y que rápidamente se hizo viral.

El contraste con el gran enemigo estadounidense es evidente. Mientras Trump se dedica a humillar a todos sus aliados, China toma un camino opuesto para recibir a los líderes mundiales. “Las formas de Xi Jinping cuando se reúne con sus aliados no pueden distar más de las del estadounidense. China sigue una tradición larguísima en estas recepciones, que también hacen otros países del entorno y que se basa en agasajar a quien llega al país. Existe un respeto que no sucede con Trump”, comenta Sarrión-Carbonell.

Sin embargo, nos equivocaríamos si sólo leyéramos a Trump en clave internacional. Sí, quiere mostrar su poder y su dominio sobre el resto, pero cuando realiza estas demostraciones de fuerza a quien también da un mensaje, quizás el más importante, es a los ciudadanos estadounidenses. “Trump hace lo que hace porque no se dirige tanto a sus homólogos de otros países, sino simplemente a sus votantes más fieles, que interpretan esa manera de actuar como un signo de fuerza, como prueba de que ‘pone en su sitio’ a los demás países. Se muestra agresivo fuera porque necesita reforzar la narrativa de líder fuerte dentro”, recalca Peytibi.

Cómo doblegar a Trump

La cuestión de mostrarse como un hombre fuerte es primordial en la forma de Trump para relacionarse, pero es llamativo cómo el presidente estadounidense no sigue la misma regla de conducta con líderes más autoritarios, como Vladimir Putin, cuyo recibimiento en Alaska por parte del magnate no se pareció en nada a lo que hace con sus aliados del Viejo Continente. “Él siente que son sus iguales y que por eso no puede ningunearlos. El presidente ruso es casi su alter ego, porque entienden el poder de una forma muy parecida y por eso le ve como un ‘tío duro’ como él”, afirma Salazar.

Y si no que se lo digan a Volodymir Zelenski. El líder ucraniano fue víctima de una de las mayores humillaciones y encerronas por parte de Trump en pleno Despacho Oval, donde el magnate se comportó, como muchos definieron, como un matón de colegio. La pregunta aquí es clara, ¿cómo se puede salir de esta dinámica? “Para evitar caer en esa trampa, los otros líderes necesitan responder con gestos igualmente firmes, mantener una presencia visual equivalente y no dejar que la conversación o la imagen giren exclusivamente en torno a Trump”, defiende Peytibi, que subraya la importancia de tratar de cambiar el marco y evitar enfrentarse a Trump en su terreno.

El juego sucio y trilero del plan de paz para Palestina de Trump y Netanyahu

De esto saben mucho varios líderes que han conseguido recalibrar su relación con Trump y conseguir una estrategia de oposición alejada de las humillaciones de los europeos. El primero, y quizás el que más éxito ha tenido ha sido el presidente brasileño, Lula da Silva: “Es de los pocos líderes que ha logrado mantenerle el pulso a Trump. Eso sí, tiene algo que pocos tienen, un carisma casi inigualable y una gran capacidad de explicar sus propios marcos para atrapar en ellos al rival. Además, cuenta con un gran equipo diplomático que le hace jugar en otra liga”, confirma Sarrión-Carbonell.

Otro líder que sin duda ha logrado rivalizar e imponer sus marcos a Trump ha sido el presidente canadiense, Mark Carney. De hecho, su forma de rivalizar con el magnate después de que éste amenazara con anexionarse su país le llevó a ganar las elecciones, a pesar de tener muchos puntos de desventaja con el candidato conservador y trumpista, Pierre Poilievre. Su arma para ello fue el nacionalismo, algo que también ha usado de forma muy acertada la presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, que igualmente ha logrado erigirse, combinando la fuerza con la negociación, como un dique contra Trump.

En cambio, los europeos no han sabido jugar bien sus cartas. Los expertos critican que en su mayoría están muy lejos de las nuevas formas de comunicación que políticos como Trump han leído a la perfección, uniendo eso a un discurso poco claro y que da bandazos con respecto al magnate, fruto de la división que abunda en la Unión Europea. Por eso, ni han conseguido rentabilizar la oposición a Trump, haciendo que este les vea como inferiores, ni tampoco tienen el carisma de una figura como Lula para hacer frente a las formas de un magnate, complacientes de su papel, no como aliados, sino como subordinados.

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