Por qué al cine francés no le gustan los robots ni la IA
Dos películas francesas de ciencia ficción estrenadas este otoño, Dalloway, de Yann Gozlan, y Chien 51, de Cédric Jimenez, con un reparto prestigioso y un presupuesto considerable, abordan la cuestión de la inteligencia artificial (IA). En 2025, resulta difícil limitar la IA a un objeto de ciencia ficción propicio para las inquietudes milenaristas que ha podido encarnar en el cine de género.
Desde hace dos años, se multiplican las crisis psicóticas entre los usuarios de ChatGPT, se está reconfigurando profundamente la noción misma de trabajo específicamente humano y las prácticas policiales y militares de vigilancia parecen no tener más límites que los de la imaginación. Ante tales trastornos antropológicos, la propia categoría de ciencia ficción parece un poco anticuada. Pero hay que seguir haciendo películas.
Dalloway aborda de frente las preocupaciones de la burguesía cultural, que teme que todo el trabajo intelectual sea absorbido por inteligencias artificiales generativas y grandes modelos de lenguaje cada vez más perfeccionados en la producción de imágenes y textos originales.
Tomando prestado el título y el nombre de su personaje de Virginia Woolf, Yann Gozlan pone en escena a una Clarissa (Cécile de France) confinada en una habitación que no es realmente suya, ya que está totalmente controlada por una IA. Esta agente conversacional y domótica llamada Dalloway, interpretada por Mylène Farmer, tiene la tarea oficial de acompañar a la autora en la redacción de un libro sobre el suicidio de la escritora británica.
A su alrededor, la empresa Casa controla todo un París convertido en un horno, donde todo el mundo circula con mascarilla y todos los desplazamientos están condicionados a una medición sorpresa de la temperatura corporal o a una prueba de saliva. El único foco de resistencia frente a esta distopía hidroalcohólica es una “clase creativa” refugiada tras los muros vegetales de una lujosa residencia de artistas donde Clarissa lucha por terminar su nuevo libro.
La historia es clásica: todo esto no es más que una conspiración para extraer la preciada materia gris de los residentes reunidos allí por una misteriosa fundación filantrópica, dirigida —sorpresa— por el supermonopolio Casa.
En Chien 51, las “zonas prohibidas” de Trump se han hecho realidad. París está dividida en tres sectores herméticamente separados por puestos de control
El guion de Chien 51 podría parecer escrito de antemano: es bien sabido que Cédric Jimenez solo tiene ojos para la policía, siente debilidad por una cierta visión fantástica de los suburbios y tiene un interés indudable por la cuestión de la vigilancia. Su primera película, Aux yeux de tous (A ojos de todos), estrenada en 2012, se atrevía a retratar las últimas horas previas a un atentado con bomba en la estación de Austerlitz únicamente a través de las cámaras de vigilancia y las webcams.
Todo el mundo recuerda aún el éxito de Bac Nord en 2020, la apropiación que hizo la derecha de esta película —hasta el punto de que el sindicato policial Alliance organizó una proyección para los candidatos a las elecciones presidenciales— y los pequeños ajustes con la realidad del caso en el que se inspiró el guion.
Chien 51 vuelve a recurrir, al menos en parte, a los actores de la película —Gilles Lellouche y Adèle Exarchopoulos— y lo lanza todo (investigación judicial, narcotráfico y mantenimiento del orden) a un futuro más o menos cercano. Allí, las zonas prohibidas trumpianas se han hecho realidad, París está dividida en tres sectores herméticamente separados por puestos de control que solo unos pocos niños seleccionados por un programa de televisión son candidatos a cruzar algún día.
La división de la capital es concéntrica: los puntos de paso siguen la circunvalación y la parada de metro Porte des Lilas aparece en pantalla, totalmente deteriorada, pero todavía en la línea 11. La zona 3, donde ejerce el policía de métodos poco ortodoxos Zem Brecht (Gilles Lellouche), está devastada por la miseria y una droga del futuro, mitad opiácea, mitad crack.
Pero se vive bastante bien en la zona 2, que alberga a una burguesía estéril y a los placeres, filmados como intrascendentes, de las noches queer, una comunidad asociada a la burguesía bajo la mirada del cineasta. La zona 1 corresponde a una isla de la Cité donde viven recluidos los políticos y los ultrarricos.
El orden en esta sociedad lo garantiza una IA policial, Alma, que evidentemente recuerda al sistema precognitivo de Minority Report, filmada por Steven Spielberg en 2002.
Hace casi un cuarto de siglo, Tom Cruise ya se encontraba frente a la interfaz de una máquina presciente que la crítica comparó con una mesa de montaje. Con solo mover los dedos, el investigador cortaba y pegaba proyecciones probabilísticas del futuro para esclarecer crímenes incluso antes de que estos tuvieran lugar. La película, desde entonces ejemplo fetiche de las disertaciones de filosofía, planteaba la cuestión de la intencionalidad del crimen y la legitimidad de la justicia preventiva.
Amenaza monolítica y omnipotente
En Chien 51, la metáfora del montaje se sustituye por el término “guion”, que designa los crímenes reconstruidos en 3D a posteriori por Alma. Los policías se ven privados del placer de la investigación, de la persecución, del mismo modo que los guionistas temen verse sustituidos algún día por la inteligencia artificial.
Los policías de Cédric Jimenez son imperfectos, seguramente un poco cascados, un poco violentos, pero aún así tienen más estilo cuando usan una pistola que un dron con hélices. Y, sobre todo, tienen instinto. Son esos mismos policías, por cierto, los que salvan al mundo de esta IA que se ha vuelto loca, con la bendición de un misterioso hacker que queda fuera de juego desde los primeros momentos de la película y de un ministro del Interior aterrorizado.
Dan ganas de decir que Dalloway y Chien 51 son la misma película: aterrorizadas ante la idea de perder el monopolio de la ficción frente a la IA, percibida como una amenaza monolítica y omnipotente, ávida de sustituir a los humanos. Así, tras siete temporadas de Black Mirror y varias décadas de literatura y cine cyberpunk, todo ello deja inevitablemente una impresión de ingenuidad, y de déjà vu, si tenemos en cuenta las citas directas de Blade Runner y Ghost in the Shell (El alma de la máquina) que abundan en la película de Jiménez.
En Dalloway, lo único que sabemos de los magnates de la tecnología es su deseo maquiavélico de sustituir a los artistas por máquinas. En Chien 51, el Estado que ha pactado con Alma solo está representado por un insípido ministro del Interior (Romain Duris) cuyas motivaciones ideológicas nunca llegaremos a conocer. La IA representa la victoria de una tecnocracia sin rostro sobre la autenticidad de la vida, de una existencia definitivamente desencantada. En resumen, una Francia que habría perdido contra los robots.
‘Happy End’ parece abordar de forma más directa lo que realmente hay que temer de la IA en la era de los nuevos fascismos
Happy End, una película del joven cineasta japonés Neo Sora estrenada en Francia entre Dalloway y Chien 51, podría constituir, sin embargo, una tercera vía. Esta historia de amistades adolescentes y paso a la edad adulta narra las aventuras que se viven entre el instituto y las fiestas tecno clandestinas, al tiempo que incluye, casi sin darse cuenta, la cuestión de la vigilancia y la inteligencia artificial en un guion por lo demás clásico.
En un Tokio que parece contemporáneo, las retinas de los ciudadanos se recopilan en una misma base de datos que los agentes de policía pueden manejar en cualquier momento, y los institutos utilizan soluciones de reconocimiento facial que permiten someter a los alumnos a un sistema de retirada de puntos por mal comportamiento. Paralelamente a las tribulaciones de los personajes, los medios de comunicación informan del ascenso de un jefe de Estado de extrema derecha que endurece el estado de emergencia y la represión de los manifestantes de izquierda.
Los inmigrantes, en particular los de origen coreano, son los primeros en sufrir las consecuencias de un nuevo perfil racial que ha sido posible gracias a la IA. Los bounding boxes, esos rectángulos de colores que utilizan los sistemas de vigilancia automatizados para reconocer y perseguir a las personas, cambian de color en función de si el personaje observado es japonés o no.
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Así, la IA parece ya asimilada por el cine en Happy End como parte integrante de la vida cotidiana. Y la película trata menos de la tecnología que de la adolescencia sacudida por el retorno del nacionalismo en el archipiélago. A principios de octubre, la ultraconservadora Sanae Takaichi se convirtió en presidenta del Partido Liberal Democrático, ahora en el poder, lo que la convierte en la probable próxima jefa del Gobierno, por lo que la película de Neo Sora, terminada en 2024, parece abordar de forma más directa lo que realmente hay que temer de la IA en la era de los nuevos fascismos.
Traducción de Miguel López