El Mundial de la vergüenza: testimonios de esclavos en las lujosas obras de Qatar

Un trabajador en las calles de Doha.

Rachida El Azzouzi (Mediapart)

Doha (Qatar) —

"Necesitamos su ayuda. Un hermano lleva cinco meses sin cobrar. Reclamó su salario a su empleador y, en represalia, le echó del campo de trabajo. No tiene dónde ir.”

 El teléfono sonó mientras a Muhammad* el cansancio le desplomaba en su habitación sin ventanas, agotado por el trabajo, el calor y la humedad. Aquella tarde, el mercurio había marcado 44 grados. Nunca en casi diez años en Qatar había pasado un verano tan insoportable. Unos días antes, habían caído lluvias torrenciales en plena estación seca: algo inimaginable.

"Envíame su ubicación, le echaré una mano.” Muhammad no se demoró a pesar del cansancio. Se levantó de la cama, un colchón en el suelo de baldosas, empapado de agua; se conectó a la aplicación Uber para encontrar un conductor.

Una hora más tarde, estaba consolando y acogiendo en su cuchitril a un larguirucho ojeroso con las manos agrietadas por el trabajo. Hari*, de 33 años, es un trabajador en una de las faraónicas obras de Lusail, la nueva ciudad a unos quince kilómetros de los rascacielos de Doha, una distopía futurista que emerge de las arenas, escaparate del desenfreno y el lujo donde se disputarán los mejores partidos del Mundial de fútbol, incluida la final, del 20 de noviembre al 18 de diciembre de 2022.

Los partidos se jugarán en uno de los estadios más modernos y extravagantes del planeta, construido para el evento al mismo tiempo que edificios, autopistas, hoteles, campos de golf, un metro, un tranvía, un puerto deportivo y una "Place Vendôme".

El Iconic Stadium cuenta con 80.000 asientos en el vientre de un platillo plegable inspirado en los cascos de los dhows, los barcos de vela tradicionales que aún pueden verse cerca de la cornisa y que antaño se utilizaban para la pesca de perlas cuando Qatar vivía miserablemente de este recurso antes de convertirse en un gigante del petróleo y el gas.

Este territorio, del tamaño del departamento de Île-de-France, es hoy uno de los Estados más ricos del mundo, con el mayor PIB per cápita y la proporción más impresionante de extranjeros respecto a los nacionales: de los 2,8 millones de habitantes, el 90% son trabajadores inmigrantes.

Miles de trabajadores muertos

Como una alegoría del capitalismo extremo, Qatar construyó su fortuna –y, desde hace doce años, la infraestructura de la principal competición futbolística del mundo– sobreexplotando a un lumpenproletariado, principalmente del sur de Asia y de África, hasta llegar a la muerte, como documentan varias ONG y sindicatos internacionales que denuncian esta "esclavitud moderna".

En febrero de 2021, The Guardian presentó una cifra  escalofriante: en la década transcurrida desde que la Fifa (que supervisa el fútbol mundial) designó a Qatar en 2010 en un contexto de corrupción, al menos 6.500 trabajadores de India, Pakistán, Nepal, Bangladesh y Sri Lanka han muerto por accidentes: caídas, infartos y golpes de calor mientras construían las infraestructuras del Mundial en pésimas condiciones laborales.

Esta cifra está subestimada, según el diario británico, que no pudo obtener datos de otros países, como Filipinas y Kenia, que han proporcionado decenas de miles de trabajadores forzados.

Las autoridades qataríes niegan el número de muertos. Afirman que sólo 37 muertes están relacionadas con la construcción de los estadios, y sólo tres de ellas se deben a accidentes laborales. La Fifa les apoya, aplaudiendo las "muy estrictas medidas de seguridad e higiene", así como la "baja frecuencia de accidentes en comparación con otros grandes proyectos de construcción en el mundo".

A dos meses de la ceremonia de apertura, y con los llamamientos al boicot multiplicándose, a ese influyente micro Estado con su formidable soft power le gustaría que el tema desapareciera del radar mediático; "Qatar es pionero en la región, ha mejorado considerablemente la vida de los trabajadores extranjeros", asegura uno de sus comunicados.

Muhammad mira al cielo, como señalando "una gran mentira". Enciende un cigarrillo: "Este Mundial es el más sucio y sangriento de la historia. Cuando uno de nosotros muere en una obra, Qatar no investiga, no ordena una autopsia, no se pregunta por qué un hombre joven y sano muere de repente. No verás escrito ‘accidente de trabajo’ en un certificado de defunción. Siempre se disfraza de muerte natural, culpa del fallecido, al que se le achaca una mala salud, una insuficiencia cardíaca o respiratoria. No se permite que su familia exija justicia o una indemnización al empresario y al Estado.”

La ONG Amnistía Internacional hizo la misma observación en agosto de 2021 tras examinar los certificados de defunción e investigar la muerte repentina en la flor de la vida de seis nepalíes y bangladesíes. Manjur Kha Pathan, de 40 años, conductor de camión, trabajaba de 12 a 13 horas diarias a temperaturas infernales en una cabina con aire acondicionado defectuoso. Lo había denunciado en vano. Se desmayó y luego murió el 9 de febrero de 2021. 

Sujan Miah, de 32 años, era instalador de tuberías en una obra en el desierto. Sus compañeros lo encontraron muerto en su cama la mañana del 24 de septiembre de 2020. Los días anteriores, la temperatura había superado los 40°. En sus países, sus familias están destrozadas. Pierden un hijo, un marido, un padre, un hermano, pero también muy a menudo su único recurso económico.

"Volver al pueblo en un ataúd es una obsesión para todos nosotros. En mi región, muchos hombres van directamente al cementerio", dice Muhammad. Procede de un país asiático conocido por proporcionar una de las manos de obra más dóciles y baratas, trabaja para una constructora qatarí que ha confiado la supervisión a personas de Oriente Medio, y recibe el equivalente a 340 euros al mes por once horas de trabajo al día, seis días a la semana.

Habla con nombre falso, de forma anónima, como todos los trabajadores con los que se reunió Mediapart [socio editorial de infoLibre], temiendo la ira represiva del régimen qatarí sobre él y sobre aquellos a los que ayuda de forma informal y clandestina, "sus hermanos esclavos" relegados a las afueras, en el desierto, en el polvo, lejos de todo, de las obras, de los centros urbanos, de la vida.

Trabajamos como esclavos desde las 4 de la mañana

Kofi — Trabajador en uno de los estadios del Mundial

Reducidos a la única y exclusiva función de producir, estos explotados están hacinados, sin ninguna intimidad, por miles, y a veces incluso por decenas de miles, en "campos de trabajo" alquilados por sus empleadores: campos de trabajo míseros y superpoblados, algunos de ellos sin agua corriente ni electricidad, plantados en zonas industriales contaminadas y bajo estrecha vigilancia, rodeados de altos muros, vallas, guardias, cámaras y chivatos.

Alineados a lo largo de los barracones, hileras de autobuses blancos Tata o de minibuses, fletados por las empresas, los llevan a los andamios al amanecer y luego de vuelta al dormitorio por la noche.

Mediapart ha conseguido entrar en uno de los más "presentables" desde el exterior, el de Barwa El-Baraha, un monstruo de hormigón en el que no se puede entrar sin mostrar credenciales y que da cobijo a más de 50.000 trabajadores inmigrantes, en su mayoría bangladesíes, levantado hace una década en el sur de la opulenta Doha para responder al clamor internacional, pero que sigue persiguiendo el mismo objetivo: la segregación.

Trabajar, dormir, trabajar. El sistema "heredado de las prácticas segregacionistas americanas e importado (al Golfo) por la compañía petrolera Aramco de Arabia Saudí a finales de los años 30", analiza el investigador Tristan Bruslé– está diseñado para aislar, excluir, controlar y dejar sin salida a estas clases trabajadoras que sólo cuentan por su fuerza de trabajo.

"Somos como ratas que no pueden acercarse a la casta de los cataríes o de los expatriados occidentales", dice Muhammad. Durante mucho tiempo, vivió en uno de esos guetos desvencijados, etnificados y sexistas, donde sólo viven hombres. Hasta que cambió de empleador y consiguió una asignación de cien euros para vivir en este piso compartido en un barrio obrero de las afueras de Doha.

Ahora vive en el mismo edificio con indios, filipinos, keniatas, marfileños, ghaneses y malienses, todos trabajadores de la construcción. En su piso hay una decena de ellos, repartidos en dos habitaciones que han modificado para hacer cuatro. Una de ellas tiene aire acondicionado, pero no es la suya. 

Muhammad se conforma con un ventilador. La cocina es compartida, pero todo el mundo guarda sus ollas, arroz, especias y refrescos a los pies de las camas, por donde desfilan columnas de cucarachas. Hari no deja de agradecer a su anfitrión el haberle acogido. Sentado en el suelo contra la pared, bajo la tenue luz de un cartel de neón, combate su angustia y contiene las lágrimas. Durante cinco meses no ha enviado ni un céntimo a su familia en Nepal, a su mujer, sus tres hijos y sus padres, abandonados a su miseria en la meseta del Himalaya.

Suele reservar para ellos casi todo su sueldo, que es muy inferior al que le prometieron, 1.200 riales al mes (320 euros), que gana sudando bajo un calor abrasador, a veces sin sombra, entre doce y catorce horas al día, seis días y medio a la semana. Esto es mucho más de lo que estipula su contrato, mucho más del máximo establecido por el Código Laboral de Qatar, que ya supera las normas establecidas por la OIT, la Organización Internacional del Trabajo (60 horas semanales). Sólo guarda lo suficiente para pagar su comida (que debería cubrir su empresa) y su paquete de internet.

Desde hace cinco meses, su jefe, un subcontratista qatarí de un conglomerado que trabaja en varias obras de Lusail, "la ciudad del futuro", el corazón palpitante del Mundial de Fútbol de 2022, se niega a pagarle a él y a sus compañeros, argumentando problemas de liquidez, una razón que se ha vuelto imparable en un emirato en permanente construcción que está sobrepasando todos los récords de subcontratación con, de abajo a arriba de la cascada, empresas y fondos de inversión de todo el mundo descargando sus responsabilidades sobre las espaldas de los trabajadores.

Hari ya no puede concebir el sueño. No sólo deja de alimentar a su familia, sino que aumenta sus deudas: hace seis años, para dejar Nepal, escapar de la pobreza extrema e ir a Qatar, que sabía que no era Eldorado, pidió un préstamo al usurero del pueblo para pagar los 2.000 euros de la comisión de contratación de la agencia que le consiguió el trabajo.

Cuotas exorbitantes y totalmente ilegales que hunden a las familias en una deuda de por vida que puede llevarlas a ser esclavizadas a su vez, en este caso por el prestamista, si la persona por la que han apostado todo, muerta por la aplastante máquina de la explotación, no regresa y ya no pueda pagar el "derecho" de ir a trabajar a Qatar.  

Reinventar la resistencia

Muhammad intenta tranquilizar a Hari: "Descansa, encontraremos una solución.” No es ni sindicalista ni abogado, sólo un compañero en la miseria, pero ha enderezado, a través del exilio y la tiranía, su espalda, ha aprendido Derecho con la práctica y es apoyado por la central sindical de su país de origen, convirtiéndose sin darse cuenta en uno de esos activistas cuyo número de teléfono móvil pasa discretamente de una litera a otra entre los explotados.

Él encarna la resistencia individual y colectiva, la solidaridad intra y extracomunitaria que se reinventa valientemente en la ilegalidad para aflojar los tentáculos de una "gasomonarquía" antisocial y autoritaria bajo el dominio de la dinastía Al Thani, conocida por su opresión de los trabajadores, pero también de las mujeres, los homosexuales y cualquier disidencia.

Este sistema feudal prohíbe las huelgas, el sindicalismo y silencia toda reivindicación y rebelión, como lo demuestra la expulsión sine die, el mes pasado, de varias decenas de siervos bangladesíes, indios y nepaleses, culpables de manifestarse, lo que es extremadamente raro, para cobrar sus salarios impagados desde hace siete meses. "No haremos una revolución, pero podemos mejorar vidas", dice Muhammad.

Tiene más de cuarenta años, tres hijos a los que ve crecer por WhatsApp y una mujer a la que llama todos los días, a menudo entre lágrimas: "No lo soporto, veo demasiados horrores.” Retrasos o impagos de los salarios, ritmos infernales que amenazan la seguridad y la salud de los trabajadores, trabajos forzados, estafas...A pesar de varias reformas iniciadas bajo la presión e indignación de todo el mundo, Qatar sigue siendo para los trabajadores exiliados un viaje al infierno donde se combinan los peores abusos y violaciones de los derechos humanos, económicos y sociales.

En los últimos años, para acallar las críticas y limpiar su imagen antes de la primera Copa del Mundo de fútbol que se juega en Oriente Medio, en suelo musulmán, para la que habrá invertido más de 200.000 millones de dólares, el emirato del gas, que sigue estando muy lejos de los estándares internacionales, ha impuesto un salario mínimo que sigue siendo extremadamente bajo cuando la vida allí es cara: 1.000 riales (unos 260 euros).  

Me estoy volviendo loco, soy como un prisionero en este país

Oumar — Trabajador de la construcción

Qatar también anunció la creación de tribunales laborales especializados y un fondo de compensación por impago de salarios, que ha pagado más de 160 millones de dólares a casi 40.000 trabajadores de diversos sectores desde su creación en 2018, según la OIT. Sin embargo, el proceso es una carrera de obstáculos, según los numerosos testimonios recogidos por Mediapart, ya que el sistema sigue haciendo que el empresario sea un todopoderoso y el trabajador un alienado.

La kafala es un ejemplo de ello. En 2020, para alegría de la Fifa y de la OIT, la agencia de la ONU dedicada a la protección de los trabajadores (que había renunciado a una denuncia por trabajo forzoso en 2017 a cambio de abrir una oficina en Doha), Qatar anunció que había suprimido este mecanismo de patrocinio, vestigio de otra época que en el derecho islámico se refiere a una tutela sin filiación y que se ha transformado en la península arábiga en un terrorífico derecho de propiedad y sujeción del empresario (alias el kafeel en árabe, "padrino" o "patrocinador") sobre su empleado.

Ya no es necesario, por ejemplo, obtener del kafeel un permiso de salida del país o su autorización escrita para cambiar de trabajo, un "NOC" ("No Objection Certificate"), que acredite un "comportamiento ejemplar".

Pero en la práctica, la ley es pisoteada porque no va acompañada de una política disuasoria de sanciones y controles. La kafala se sigue practicando, profundamente arraigada en las mentalidades. Los empresarios siguen poniendo trabas a los empleados exigiéndoles los NOC o confiscando sus pasaportes.

"Nuestro sistema aún no es perfecto. Todavía hay algunas empresas privadas recalcitrantes, pero en cuanto se las denuncia, se las incluye sistemáticamente en la lista negra", defiende una fuente de la administración qatarí.

Cadenas de explotación

Los testimonios recogidos por Mediapart revelan prácticas abusivas generalizadas en un clima de impunidad. Hari teme que su "patrocinador", después de haberle expulsado del campo de trabajo porque se atrevió a exigir el pago de su salario, le cancele el permiso de residencia y le acuse de "fugarse" a la policía, un delito que puede llevarle a ser detenido o deportado a Nepal.

"Por desgracia, se trata de una forma clásica de chantaje, me llegan casos todos los días", dice Muhammad, mostrando el cuaderno en el que registra decenas de casos de trabajadores engañados por su kafeel. Ahora está también asesorando a su vecino, Oumar*, un joven ugandés que se asoma por la puerta en pantalones cortos y chanclas. 

Oumar está en conflicto con su "verdugo", que le hace trabajar al aire libre en pleno verano en horas prohibidas por ley debido al clima extremo (entre las 10 y las 15.30 horas), o le ponen como ausente cuando está en período de descanso. Le debe cuatro meses de sueldo y se niega a dejarle cambiar de trabajo a menos que pague 5.000 riales (casi 1.400 euros) por un NOC, una suma astronómica que no tiene. Otro chantaje recurrente.

Lo ideal sería presentar una denuncia, pero el jefe amenaza con hacer lo mismo contra Oumar. "Con un clic, a través de una aplicación, tiene el poder de destruirlo, anular su permiso de residencia, acusarlo de huir o robar, sin tener que aportar ninguna prueba", explica Muhammad. 

Oumar prefiere dejar el caso, como la inmensa mayoría. Está muy deprimido. El mes pasado, su único hijo de cinco años murió de leucemia. No pudo regresar a sus colinas en Kampala. Siguió el funeral, los gritos, las lágrimas por teléfono. "Me estoy volviendo loco, soy como un prisionero en este país."

Cuenta el racismo cotidiano, la negrofobia, el miedo a la policía, los controles faciales aunque esté situación legal, los compañeros que se hunden en el alcohol encontrado en el mercado negro, se suicidan o intentan acabar con todo para liberarse de las cadenas de la explotación.

Parias invisibles, pero mucho más visibles en el espacio público que los nativos

Saca su teléfono del bolsillo y muestra una copia de su ridículo contrato y fotos de su ciudad dormitorio: es para vomitar, desde el dormitorio hasta los aseos, devorado por la suciedad, el moho, la promiscuidad. No quería venir al Golfo. El desempleo le obligó a venir. "Perdí mi trabajo como vendedor. No he encontrado otro. Allí no es una crisis, es una miseria total, hay que encontrar dinero.”

Le gusta el fútbol, sentarse y ver un partido con patatas fritas y sus compañeros, pero sobre todo jugar. En Kampala, una agencia de contratación le ofreció la posibilidad de convertirse en futbolista profesional en Qatar a cambio de 3.500 riales (unos 1.000 euros). Cayó en la trampa. "Cuando llegué, me enviaron a la fábrica. Mi familia me dijo que me callara, que aprovechara la oportunidad, que trajera divisas. Ya tenía suficientes deudas.”

Kofi*, uno de sus compañeros, fue víctima de la misma estafa en Ghana. Pagó casi la misma cantidad de dinero a una agencia que le prometió un futuro en el fútbol gracias al espejismo qatarí, "me dijeron que era un país en el que sería fácil abrirse paso gracias a las buenas infraestructuras y al bajo nivel de los locales". Cuando descubrió el engaño, era demasiado tarde, ya estaba atrapado y estrangulado económicamente.

Acabó llevando un casco, de sol a sol, un traje de construcción en las obras de uno de los ocho estadios de la Copa del Mundo por 900 riales al mes (240 euros): el estadio Al-Janoub en la ciudad portuaria de Al-Wakrah, al sur de Doha, un recinto de 40.000 asientos construido en un tiempo récord.

“Trabajábamos como esclavos desde las 4 de la mañana", recuerda Kofi, que recurrió al Red Bull para mantener el ritmo. “Un día, en octubre de 2017, hubo una inspección al cumplirse un año de la muerte de un trabajador. Vinieron sindicalistas internacionales con el Comité Supremo [el organismo qatarí encargado de la organización del Mundial], de repente nos trataron bien, teníamos un refugio contra el sol para hacer descansos, agua ilimitada, pero eso no duró".

En este vertiginoso complejo, al menos dos trabajadores nepalíes han muerto en el trabajo. En octubre de 2016, Anil Kumar Pasman, de 29 años, fue atropellado por un camión y murió. Fue la primera víctima de un accidente laboral mortal en un estadio que fue reconocido oficialmente por Qatar. En agosto de 2018, Tej Narayan Tharu, de 23 años, cayó al vacío mientras cargaba una enorme tabla por una pasarela nocturna de más de 35 metros de altura.

En la primavera de ese año, según una investigación en profundidad de The Guardian, fallecieron otros dos trabajadores nepalíes del estadio de Al-Janoub, que gozaban de excelente salud según sus familias: Bhupendra Magar, de 35 años, y Ramsis Mukhiya, de 52. Los compañeros los encontraron fríos en sus literas en el campamento. Los certificados de defunción indican que Bhupendra murió de "insuficiencia respiratoria aguda" y Ramsis de "insuficiencia cardíaca aguda". No se ha llevado a cabo ninguna investigación para aclarar las causas de sus muertes.

Bhupendra trabajaba en Qatar con un solo propósito: pagar casi 4.000 dólares de deudas contraídas para conseguir un trabajo... en Afganistán. Su madre está inconsolable: "Mi hijo se ha ido para siempre. Tiene una niña pequeña. ¿Cómo sobrevivirá?”

La misma pregunta persigue a Hari sobre su familia. No sabe qué hacer mañana, si esconderse o volver al campamento cerca de Asian City, al sur de la capital, otro país dentro del país riquísimo, la tierra de los miserables donde están estacionados más de medio millón de proletarios, un escaparate de cómo funciona la segregación, donde el gobierno ha aceptado finalmente construir un enorme centro comercial y un campo de cricket con 13.000 asientos para todas las formas de entretenimiento.

Muhammad se ofrece a llevar el caso a la caja de compensación, pero quiere pedir consejo a la "red" primero. "Tiene pocas esperanzas, pero no se lo he dicho. Escucho, ayudo, pero a menudo no hay solución, el monstruo es demasiado fuerte", confiesa en privado, abatido.

Teme el día después del Mundial, cuando las luces y el brillo del negocio del fútbol se apaguen. ¿Quién va a seguir indignándose por la condición de esclavitud de esas manos sin las cuales la “misa mayor” del fútbol mundial con sus audiencias demenciales (más de la mitad del planeta vio el evento de 2018) no tendría lugar, sin las cuales Qatar no sería esta nación ultra próspera, este paraíso fiscal cortejado por el mundo entero que puede permitirse todo, islas, olas, montañas artificiales, y enfrascado en una carrera de gigantismo brilli-brilli con Dubai, el rival?

Parias invisibles, pero tan visibles en el espacio público, mucho más que los nativos con dishdashas blancas o abayas negras (las prendas tradicionales de la península arábiga), estos eslabones esenciales pululan por todas partes, con sus cascos y chalecos fluorescentes, sus rostros envueltos en pañuelos o gorros para hacer frente al mercurio ardiente, construyendo afanosamente puentes, carreteras, hoteles de lujo, rascacielos, zonas para los hinchas, paseos marítimos...

Muhammad pregunta si "vosotros, los periodistas" váis a volver. Mañana es viernes, su único día libre esta semana. No es el caso de todos los "hermanos esclavos": "Muchos de ellos trabajan siete días a la semana y no saben lo que es el descanso. En realidad no tiene un día libre, ya que el teléfono se calienta con llamadas de auxilio, pero intenta dormir un poco, ir a la mezquita a rezar y leer el Corán. Su apoyo.

No entiende "cómo los seres humanos de un país tan religioso pueden explotar a sus semejantes hasta la muerte y escupir sobre los valores islámicos". El otro día, descubrió un hadiz: "Dale al empleado su salario antes de que se le seque el sudor". Le gustaría colocarlo en cualquier lugar de la ciudad mundial que está a punto de recibir a más de 1,2 millones de aficionados al fútbol.

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