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Narcotráfico

México, el cementerio de los desaparecidos

Armados con palas, picos o machetes, medio centenar de habitantes de Iguala y alrededores se daban cita un domingo por la mañana del mes de noviembre en la plaza mayor. A pocos metros, se sitúa el edificio del Ayuntamiento, saqueado y quemado por los cócteles molotov lanzados por los manifestantes el pasado 22 de octubre. Entre los presentes, algunos hombres y muchas mujeres, jóvenes o de más edad, algunas acompañadas de niños. “Vamos a organizarnos en grupos de seis”, avisa Miguel. “Cada grupo se dedicará a cavar lo que puede ser una fosa y tan pronto como aparezcan huesos, parará”.

Miguel es promotor de la Unión de Pueblos y de Organizaciones Sociales del Estado de Guerrero (UPOEG), una organización que reagrupa a las Policías comunitarias de la región y encargada de la búsqueda de los 43 estudiantes desaparecidos el 26 de septiembre de 2014 en Iguala. “Esta ciudad es un cementerio gigante”, explica Miguel: “Mientras buscábamos a los estudiantes de Ayotzinapa, descubrimos en las inmediaciones de la ciudad numerosas fosas, por lo que decidimos volver y ayudar a sus habitantes a que encuentren ellos mismos a sus familiares desaparecidos”.

Frente a él, un hombre de unos cincuenta años, que presta labores de asistencia, levanta la mano: “Hay que poner a la policía ante los hechos consumados, de lo contrario nunca van a abrir estas fosas”. Los reunidos en asamblea asienten. “Así que, tan pronto como se encuentre un hueso, se vuelve a enterrar, para no alterar el escenario, se pone una estaca para señalizar la fosa y a continuación debe ser la Policía la que haga su trabajo”. El hombre se llama Claro Raúl. Sus dos únicos hijos de 21 y 24 años desaparecieron en 2008, raptados tras un tiroteo a la entrada de Igualada. “Desde entonces, nada, ni rastro”, suspira este hombre de mirada cansada aunque decidida. Claro Raúl, desde el día siguiente de la desaparición, buscó a sus hijos por las comisarías y las morgues de la región, sin éxito: “La Policía llegó a decirme: 'Por qué no lo asumes, esos cabrones de los narcos ya han matado a tus hijos'. Por esa razón decidí continuar con la investigación yo solo”.

Una de las empleadas de la morgue de Chilpancingo, la capital del Estado de Guerrero, le llamaba tan pronto como llegaban nuevos cadáveres de chicos jóvenes. “Esa persona que trabajaba con la muerte tenía más sensibilidad que un policía cuyo trabajo es justamente el de proteger la vida”. Sin embargo, Claro Raúl nunca halló los cuerpos de sus hijos. Hace unas semanas, se enteró por la prensa local que familiares de desaparecidos empezaban a darse cita en Iguala para tratar de hallar las fosas clandestinas que rodean la ciudad y para identificar los osarios que se ocultan en ellas. “Miré a mis nietos y me pregunté qué les respondería si, mañana, me preguntasen dónde se encuentran su padre y su tío. Quiero que algún día sepan que los hemos buscado, en todas partes, incluso en las fosas. Ni siquiera buscamos culpables, solo a nuestros hijos, muertos o vivos”.

Como él, más de 350 familias de Iguala y alrededores han llegado para buscar consejo y consuelo en el Comité de familiares de desaparecidos. Desde hace casi dos meses, se dan cita cada martes en la iglesia de San Gerardo para organizar la localización de fosas. La lista de desaparecidos incluye más de 350 personas, pero “muchos todavía tienen mucho miedo de hablar”, subraya Xitlali Miranda, portavoz de la organización. “Es terrible escucharlos llorar y ver cómo te vienen diciendo que eres su única esperanza porque las autoridades no han hecho nada por ellos”.

En la plaza del Ayuntamiento, el pequeño contingente se pone en marcha. Los vehículos se dirigen hacia las colinas que rodean la ciudad de Iguala, cuna de la independencia mexicana en 1821. Los coches ascienden con dificultad por los senderos escarpados de tierra. En las inmediaciones, maizales secos, algunas vacas enjutas rumiando y colinas, hasta allí donde alcanza la vista, que ocultan bajo la densa vegetación, decenas, centenares de cementerios clandestinos. La columna de coches se detiene. Nos encontramos en La Laguna, a solo una decena de kilómetros de Iguala. Un agricultor acaba de señalar un lugar susceptible de albergar varias fosas clandestinas, exactamente al lado de sus terrenos: “El año pasado, unos individuos dejaban aquí platos de plástico o latas vacías, se notaba que habían enterrado a personas. No dije nada porque me habrían matado, pero ahora tengo que contarlo para tener la conciencia tranquila”.

“Lo vas a lamentar toda la vida porque no vas a volver a ver a tu hermano”

Una vez llegados al lugar de destino, los habitantes, inquietos, se dispersan escrutando con desesperación el suelo, de modo que la menor aspereza del terreno se convierte de inmediato en sospechosa. “La tierra está suelta, veis, allí hay algo”, lanza Miguel, de la UPOEG. Bajo un sol abrasador, dos hombres comienzan a cavar la tierra con un pico. El tiempo se detiene por un instante, todas las miradas puestas en la zanja abierta. De repente, aparece un hueso. Entero, ennegrecido por el paso del tiempo, se trata de un fémur. En unos segundos, medio centenar de pares de ojos miran la fosa abierta, algunos no pueden reprimir un sollozo, otros se apartan para evitar el olor fétido que desprende la tierra removida. Aquel día, en total, aparecieron 17 cuerpos en 12 fosas.

Alertada por teléfono, la Policía Federal y la Gendarmería llegan al lugar horas después. En mitad de un maizal, ante una de las 12 fosas descubiertas aquel día, Guillermina solloza, mientras sostiene la foto de su hijo en la mano izquierda. Frente a ella, un gendarme, protegido por su uniforme, baja los ojos, molesto, con el arma apuntando al suelo. En el suelo, se ve un hueso, probablemente un omóplato, mientras que a unos metros, una camisa de hombre, manchada de sangre coagulada, está hecha una bola, entre las mazorcas.

“Se me hace un nudo en la garganta al ver aquí a la Policía porque nunca me ayudaron cuando desapareció mi hijo”, suspira Guillermina. “En la Fiscalía me dijeron que volviera en 15 días porque estaban demasiado ocupados, en la Policía Judicial me pidieron dinero para pagar la gasolina y la Policía de Igualada perdió la denuncia y el caso”. Su hijo desapareció el 19 de agosto de 2012, a plena luz del día, en Huitzuco, a una treintena de kilómetros al Este de Igualada. “Lo más doloroso es ir a la Policía para ver qué han averiguado y que te pregunten si hemos recabado pruebas”.

Es la misma amargura que embarga a Mayra, que acudió inmediatamente a la SEIDO (oficina de la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada) tras el secuestro de su hermano, el 5 de julio de 2012. “Por la noche, los secuestradores nos reclamaron un rescate de 300.000 pesos [más de 16.000 euros]. No pudimos reunir todo el rescate y los secuestradores nunca nos facilitaron una prueba de vida. Para los investigadores, había que interrumpir las negociaciones y así lo hicimos, pero en la última llamada, los secuestradores me dijeron: 'Lo vas a lamentar toda la vida porque no vas a volver a ver a tu hermano'. No lo volvimos a ver”, cuenta Mayra, una joven menuda de treinta años, a la que tiembla la voz y corroe la culpa.

“Nunca se intervinieron teléfonos, ni se puso en marcha operación de rescate alguna. Nada. Seis meses más tarde, tras mucho insistir, los investigadores terminaron por contarnos que se trataba de un grupo tan bien organizado que les habían perdido la pista. Ir a ver a la Policía no sirve de nada, es incluso contraproducente. Vives con el miedo en el cuerpo por haber denunciado”.

Denunciar es una idea inapropiada, por no decir suicida, para buen número de familiares de desaparecidos, como ocurre en el caso de Mariana y de Felipe, cuyo único hijo desapareció de la faz de la tierra hace dos años en la carretera que comunica con Igualada. “No denunciamos porque nuestro pueblo está en manos de un grupo de narcotraficantes”. El pueblo en cuestión se llama Mezcala, a una treintena de kilómetros al Sur de Iguala, y alberga la mayor mina de oro de América Latina, gestionada en régimen de concesión desde hace nueve años por el gigante canadiense GoldGroup. La pareja de agricultores dejó enseguida de cultivar maíz y frijoles para alquilar sus tierras a la mina. Con el dinero de la renta pudieron “contratar a detectives privados” con los que llevar a cabo su “propia investigación”, pero no consiguieron información alguna. “Vinimos a Igualada porque uno de estos huesos quizás pertenezca a mi hijo”.

Aquel día, los familiares de los desaparecidos pudieron contar con la inestimable ayuda de Tita Radilla, figura fundamental en la lucha contra las desapariciones forzosas en Guerrero durante la llamada guerra sucia. Tita es hija de Rosendo Radilla Pacheco, militante de izquierdas en los años 50-70, desaparecido el 27 de agosto de 1974. “A mi padre lo arrestó el Ejército en un control. Le llevaron al cuartel militar, de donde nunca salió”. El padre de Tita Radilla es uno de los cientos, miles de militares desaparecidos en la guerra sucia mexicana, registrada de 1968 a finales de los 70, periodo durante el cual el Ejército y las fuerzas del orden tenían como objetivo reprimir la oposición política y las guerrillas, muy presentes en el Estado de Guerrero en aquella época.

“En México, hay un 100% de impunidad en el caso de las desapariciones forzadas”

El caso Radilla es simbólico porque, en 2009, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) declaró al Estado mexicano culpable de su desaparición. Hasta la fecha, se trata del único caso en el que las autoridades mexicanas han sido declaradas responsables de una desaparición forzosa. A sus 70 años, Tita Radilla no dudó en subir a las colinas de Iguala en busca de cementerios clandestinos. “Las familias viven la misma situación de terror y, con nuestra experiencia, podemos ayudarlas”.

A la primera oleada de desapariciones forzadas durante la guerra sucia le siguió una segunda, vinculada con la guerra contra el narcotráfico iniciada por el gobierno de Felipe Calderón en 2006. Según las cifras que maneja el Ejecutivo, desde 2006, más de 23.000 personas no han sido localizadas, una forma de agrupar a todos los desaparecidos cualquiera que sea el motivo. “No existe una base de datos de desapariciones forzosas, pese a las recomendaciones de la ONU y de la CIDH”, lamenta Francisco Cerezo, fundador del comité Cerezo, una organización en defensa de los derechos humanos. Entre las causas que explican el incremento de las desapariciones forzosas en 2006, se encuentra la corrupción creciente de las Policías municipales y regionales, pero también la participación, cada vez más importante, del Ejército en las operaciones de seguridad pública.

Félix Pita, taxista en Igualada, es testigo de ello. Su hijo de 17 años fue raptado por soldados en la noche del 1 al 2 de marzo de 2010, junto con otros seis jóvenes. “A mi hijo lo secuestraron, a unos cientos de metros del 27º batallón de Igualada, hombres armados escoltados por un convoy de militares”, denuncia Félix. “La cámara de videovigilancia de una casa lo filmó todo, pero la Policía consideró que ¡era una prueba poco convincente!”.

“En México, la impunidad es del 99%, pero en el caso de las desapariciones forzadas, llega al 100% pese a existir leyes”, lamenta Francisco Cerezo. A nivel federal, la desaparición forzada tiene la consideración de delito, pero no ocurre lo mismo en numerosos Estados. Legalmente, según la definición de la Convención Internacional para la protección de las personas contra las desapariciones forzadas, una “desaparición forzada” es un secuestro o privación de libertad, cometida por agentes del Estado o por personas que actúan con autorización, apoyo o complicidad del Estado. Para Francisco Cerezo, no cabe la menor duda de que “todos los secuestros cometidos en Iguala y alrededores constituyen desapariciones forzadas”.

En el Estado de Guerrero, la ley contra las desapariciones forzadas, adoptada en 2009, es una de las más completas del país. Incluye obligaciones sobre las condiciones de investigación o el seguimiento de las familias, pero en este Estado, que junto con Chiapas, Oaxaca y Michoacán, suma el mayor número de desapariciones forzosas, “no tiene ninguna consecuencia en la práctica”, denuncia Edgar Cortez, investigador del Instituto Mexicano de Derechos Humanos y Democracia (IMDHD). “En México, el hecho de que el Código Penal incluya este delito no sirve para nada porque no se han desarrollado paralelamente las capacidades que permitan efectuar una buena investigación sobre el terreno”.

“Hace tiempo que en el seno de la Policía existe mala praxis”, deplora el investigador. “Cuando las familias denuncian una desaparición, las autoridades no actúan inmediatamente, prefieren esperar 72 horas y dicen que la persona se ha ido a Estados Unidos”. Una investigación reciente del IMDHD sobre el estado de los servicios de peritaje policial y de medicina legal en tres Estados de México (Campeche, Puebla y en el Distrito Federal) ponía el foco en la fuerte rivalidad entre la Policía, el Ministerio Público y los servicios de medicina legal, la falta de medios y las malas condiciones de trabajo. “Todo ello contribuye a generar un peligroso cóctel y es urgente invertir tanto en una verdadera Policía de investigación como en servicios de medicina legal de calidad y de confianza”, subraya Edgar Cortez.

Ajeno a estas consideraciones, en plena crisis política y social, el presidente mexicano anunció a finales de noviembre una serie de reformas “urgentes”, “para un México en paz, con Justicia, unidad y desarrollo”. Frente al autocue que le sopla el discurso, Enrique Peña Nieto, abucheado en la calle y en caída libre en los sondeos –casi el 60% de los mexicanos desaprueba su acción–, se comprometía a refuerzar la lucha contra el crimen organizado, la supresión de las Policías municipales y el refuerzo de las leyes contra las desapariciones forzosas o la tortura.

Sin concretar ni precisar medidas concretas, Enrique Peña Nieto no “ha convencido a mucha gente y sobre todo ha puesto en evidencia que el Gobierno no es consciente de la grave crisis que atraviesa el país” desde la masacre y la desaparición de los 43 estudiantes, subraya la periodista Denise Dresser. Ahora, en Iguala, la Policía federal y el personal del procurador general de la República acompañan a los familiares de los desaparecidos en la búsqueda de restos y pagan jornales a los agricultores para que busquen en las fosas. Entretanto, en la plaza del Ayuntamiento calcinado, se ha desplegado una gran pancarta que insta a buscar a los desaparecidos: “Iguala, despierta, la sangre está en tu puerta”.

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Traducción: Mariola Moreno

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