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Refugiados sin refugio: la muerte de la Convención de Ginebra

Migrantes son trasladados de un bote inflable a botes de rescate de la ONG Sea-Eye frente a la costa libia este 5 de julio de 2019.

A Libia, considerada por los dirigentes de la UE como un “puerto seguro”, hubiese sido desviado el Sea-Watch 3, que llevaba a bordo alrededor de 40 inmigrantes desfallecidos, si la capitana Carola Rackete no hubiese desobedecido las instrucciones recibidas.

Si no hubiese protagonizado un acto de desobediencia civil, si no se hubiera rebelado, sola, contra las amenazas del ministro del Interior italiano de extrema derecha Matteo Salvini, la valiente alemana (puesta en libertad finalmente por la Justicia italiana) habría llevado a los náufragos de vuelta a esa tierra devastada por la guerra, donde un misil alcanzaba a un centro de detención el pasado 2 de julio, matando al menos a 40 migrantes e hiriendo a muchos otros.

En este mundo en desintegración en que vivimos, una cosa está clara: con honrosas excepciones, ya no hay ningún remanso de paz para los refugiados. La Convención de Ginebra, firmada tras la Segunda Guerra Mundial con la convicción de que era necesaria la solidaridad internacional para ayudar a los que sufren en sus países de origen, parece letra muerta.

El texto sobre el estatuto de los refugiados, aprobado en 1951, contenía no obstante las normas esenciales del derecho internacional humanitario. Tras el Holocausto, aplicó las preocupaciones proclamadas por la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, según la cual “toda persona tiene derecho a circular libremente y a residir libremente en el territorio de un Estado”, “toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país” y “ante la persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo y a disfrutar de asilo en otros países”.

En Osaka, en un espectáculo de pesadilla, los poderosos del globo destruyeron este espíritu de armonía y ayuda mutua. Esta cumbre del G20, en la que Donald Trump apoyó a Mohammed bin Salmán al decir que estaba haciendo “un trabajo espectacular”, a pesar de la implicación del régimen saudí en el asesinato del periodista Jamal Jashoggi, marcó la afirmación del iliberalismo, la rehabilitación y el reasentamiento de Gobierno autoritarios y liberticidas en el primer círculo de líderes mundiales.

Bienvenidos al salvaje oeste: la brutalidad y el individualismo han sido legitimados como forma de gobernanza. Ningún país se opone, sobre todo en el Viejo Continente. Cuando se guarda silencio mientras se conculcan los derechos humanos, en beneficio sólo y exclusivamente de los intereses económicos y políticos, no de los Estados, sino de sus dirigentes, Europa ha actuado como si se hubiera rendido.

Incluso antes de esta sombría puesta en escena, el cinismo de la UE hacia los inmigrantes se había puesto de manifiesto en muchas ocasiones. Han pasado varias décadas desde que el Mediterráneo se convirtió en un cementerio, y la única reacción tangible ha sido un endurecimiento continuo de las políticas migratorias.

Se ha demostrado la ineficacia de las medidas para bloquear Europa, ya que ningún decreto ha impedido nunca que nadie huya de la guerra o de la pobreza, y los Estados miembros siguen considerándolas como la única solución que les da algo de credibilidad ante su electorado.

Durante más de 15 días, el Sea-Watch 3 navegó en zigzag antes de romper el bloqueo de las aguas territoriales italianas, sin que ningún país se ofreciera a acoger a los náufragos.

Sin embargo, esos exiliados habían sido torturados en Libia, pero según la actitud de los líderes europeos, bien podían seguir languideciendo durante unos días más a pocos kilómetros de Lampedusa.

Con o sin guerra, Libia hace ya mucho tiempo que ha dejado de ser un país seguro para los migrantes. Al menos desde la intervención occidental en ese país, que provocó la muerte de Muammar Gaddafi en 2011. Esto no ha impedido que la Unión Europea, al tiempo que penalizaba la ayuda a los migrantes, alcanzase (en 2017) acuerdos de repatriación con Trípoli  que contravienen el derecho internacional y los valores que se supone que debe defender en todo el mundo.

Esta complicidad concierne a Francia. Y mucho. No es sólo simbólico: a principios de año, el Ministerio de Defensa de Florence Parly vendió seis barcos a la marina libia para facilitar estas operaciones de devolución.

Se trata de una decisión escandalosa, ya que los guardacostas de Trípoli envían sistemáticamente a sus supervivientes a centros de detención como el que acaba de ser bombardeado, posiblemente por las fuerzas del mariscal Khalifa Haftar, que también cuenta con el apoyo francés.

Estas políticas inhumanas no difieren mucho de la crueldad, al otro lado del Atlántico, del otro Gobierno supuestamente iluminado en este mundo, Estados Unidos. La muerte de un hombre y de su hija, salvadoreños, inmortalizada en una foto que ha dado la vuelta al mundo –como la del pequeño Aylan Kurdi, cuyo cuerpo apareció en una playa turca en 2015–, hallados a orillas del río Grande, que intentaban atravesar a nado, ha recordado los efectos mortales de los muros de todo tipo erigidos por el presidente Trump.

La visita del 1 de julio de representantes demócratas del Congreso a los centros de detención en la frontera con México sacó a la luz esta negación, ahora globalizada, de los derechos humanos. Vieron a las mujeres privadas de duchas durante dos semanas, obligadas a beber agua del inodoro; vieron a los niños separados de sus padres; vieron a los menores encerrados en jaulas.

Las imágenes publicadas por los inspectores del Ministerio de Seguridad Interna, dependientes de un órgano de control interno, muestran a los detenidos tan amontonados que tienen que permanecer de pie por falta de espacio.

La misma constatación que ONG y periodistas llevan mucho tiempo denunciando, pero que esta vez adquiere una dimensión particular, ya que la defensa de los detenidos la llevan a cabo representantes de la nación norteamericana.

Alexandria Ocasio-Cortez (AOC), representante electa del distrito 14 del Estado de Nueva York, de la izquierda norteamericana, denunció en Twitter una “crueldad sistémica” y una “cultura deshumanizadora que trata a los migrantes detenidos como animales”. Sin embargo, ha habido voces que han centrado la controversia no tanto en las condiciones de detención de los migrantes como en los términos utilizados por la AOC, que comparó estos lugares con los “campos de concentración”.

Estos lugares de privación de libertad no son campos de exterminio. Pero efectivamente son campos. Hace 15 años, la red de asociaciones Migreurop recibió críticas similares cuando utilizó este término para describir a los lugares donde, en Europa y en alrededores, los extranjeros están encerrados en nombre de las políticas migratorias.

Estos episodios ponen cara a cara a un mundo angustiante, donde los Estados provocan el desorden, dejando desamparados y sin refugio a aquellos y aquellas que los sufren de pleno. Todo lo que queda por salvar a estas personas –y a nuestras conciencias– son las acciones de unas pocas ONG (y a los individuos que se sitúan a la cabeza de éstas). Ellos, a quienes persigue la Justicia o que están incluso entre rejas, son nuestro último recurso frente a la infamia reinante. ____________

Cuando el problema son 'los otros'

Cuando el problema son 'los otros'

Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

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