Historia

Diccionario del delirio antimasónico

Cartel de Acción Popular, 1933.

Cultos aberrantes, obediencia a secretos poderes extranjeros, concilábulos de comunistas, judíos y demás huestes del Maligno, republicanos, liberales, socialistas, adversarios todos de la España esencial, católica, apostólica y romana. ¿De qué hablamos? ¿Quiénes son estos traidores a Dios y a su reservorio espiritual, la España eterna? Un tal Jakin Boor, que se hacía apodar Centinela de Occidente y que entre 1946 y 1951 publicó en el diario falangista Arriba 49 artículos sobre la materia, nos da otra pista: "Pequeña turba de traidores, fomentadores durante más de un siglo de nuestras revoluciones y servidores contra España de los intereses ocultos extranjeros, y que durante toda su historia vinieron conspirando en obediencia, mandato y consignas extrañas y traicionándonos en todos los momentos cruciales de nuestra historia". Aquí va otra pista más: mataban niños. Y en sus reuniones, convocado en horrendos ritos de magia negra, se aparecía el mismísimo Lucifer. Cojan la teoría de la conspiración más alambicada y siniestra que puedan encontrar –hay para elegir–, multiplíquenla por mil y quizás anden cerca de lo que en España se propagó, desde los altavoces oficiales de la sociedad, trono y púlpito, sobre la Orden del Gran Arquitecto del Universo, más conocida como la masonería. Por cierto: Jakin Boor era en realidad Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España por la Gracia de Dios.

"Los masones fueron desde su aparición el chivo expiatorio de todos los males de España. Con ellos se aplicó esa máxima que dice que si se repite mil veces una mentira acaba convirtiéndose en verdad. Y al contrario que otras organizaciones reprimidas durante el franquismo, como los partidos políticos y los sindicatos, no recibieron con la llegada de la democracia prácticamente ninguna reparación ni reconocimiento oficial de la represión", señala Leandro Álvarez Rey, catedrático director del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla, que junto a Fernando Martínez, catedrático de la misma rama de la Universidad de Almería, son responsables del libro La masonería en Andalucía y la represión durante el franquismo (Biblioteca Nueva). Se trata de un pormenorizado recorrido por la historia de la masonería centrada en Andalucía, que fue desde su entrada por las puertas del constitucionalismo gaditano su principal vivero en España con 16.000 miembros y no menos de 600 logias entre 1868 y 1936, llegando a representar la mitad del total del país bajo la dirección del sevillano Diego Martínez Barrio, el hermano Vergniaud, a la sazón ministro, presidente del Gobierno y después de la República en el exilio.

Como puntualiza Leandro Álvarez Rey, no es exacto hablar de "masonería", sino de "masonerías", dependiendo de su logia de obediencia. La primera nació en Londres en 1717, hace ahora 300 años. Su origen está en las cofradías de constructores, formadas por canteros, picapedreros, yeseros y albañiles, de gran prestigio en la Edad Media y depositarios de los secretos intransferibles de sus oficios. Con la decadencia del sistema gremial, pusieron sus conocimientos bajo tutela de individuos de las élites social e intelectual, desde nobles hasta cirujanos, que les aportaba financiación a cambio de satisfacer su curiosidad y conocer en detalle, por ejemplo, las técnicas que hacían posible la edificación de una catedral. Estas élites, en 1717, decidieron crear una organización propia, de carácter filantrópico y universalista, continuadora de la línea de pensamiento y del ambiente intelectual gestado en el Siglo de las Luces, lo cual explica también el pronto desarrollo de la masonería en Francia. "La masonería inglesa, elitista y volcada en cuestiones humanitarias, influye menos en España que la francesa, más progresista e implicada en cuestiones políticas", explica Álvarez Rey.

El pecado de la implicación política

Ése es el pecado original de la masonería española: meterse en política. Porque a la política, en España, sólo estaban llamadas la Iglesia, la Corona y sus subalternos de ocasión. No es extraño que todos ellos recibieran con horror al nuevo invitado, que captaba a sus miembros en las esferas ilustradas de la sociedad y propugnaba ideas extrañas, foráneas, peligrosas. ¿Qué podía haber más pagano, más impío, que la secularización? ¿Qué más antipatriota, más contrario al ser español, que la universalidad? La propia simbología, heredada de su origen gremial, era delatora: además de la plomada, el compás, la paleta o el mandil del picapedrero, estaba la escuadra, un triángulo cuyos vértices evocaban tres valores: libertad, igualdad y fraternidad. La Revolución francesa. El gran anatema.

El capítulo 6 del libro, Del complot al contubernio, obra de la profesora de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla María del Carmen Fernández, se detiene en la feroz respuesta discursiva que el reaccionarismo español dio a la masonería durante 200 años. Ésta alcanza niveles que, a los ojos de hoy, resultan a la par cómicos e inquietantes. Cómicos –si no fueran dramáticos por la brutalidad de la represión– por los extremos de delirio que alcanzó la campaña, por lo aparentemente inverosímiles que resultan las falsas crónicas de las reuniones de la logia, con Lucifer en persona apareciéndose como un atractivo hombre desnudo. Inquietantes porque aquello ocurrió, y la gente lo creyó; incluso algunos de los propagandistas, Franco entre ellos, llegaron a tragarse las patrañas alentadas por el clero desde sus púlpitos. E inquietantes también porque en su exageración, su obsesión y su continuidad, en la forma en que se aplicó en dos frentes –el político y el religioso–, la antimasonería institucional ofrece algún reflejo evocador de las reacciones que a las ideas de transformación e innovación dispensan aún hoy en España los guardianes de las esencias.

Ateos, satánicos, comunistas, judíos, separatistas...

La peripecia del francés Gabriel Jogang Pagés ilustra bien hasta qué punto llegó la paranoia. Expulsado de la masonería, el hombre pasó a la ofensiva y, a finales del XIX, escribió bajo el pseudónimo de Leo Taxil una serie de artículos, generosamente recogidos en la prensa española, en los que abundaba en la conexión entre la masonería y el satanismo. "Lucifer posee (...) un santuario con un verdadero altar, en el cual figura su dolo bajo forma humana. Este altar es de una riqueza inaudita. Lucifer con las alas desplegadas está representado de pie y completamente desnudo. Parece descender del cielo y en la mano derecha levanta una antorcha, mientras con la izquierda derrama frutas que salen de un cuerno de la abundancia. La estatua es de oro macizo y descansa únicamente en el pie derecho, hollando un monstruo de tres cabezas; una con diadema real, otra con una tiara pontificia y la tercera tiene en la boca una espada", escribió. Diadema, tiara y espada. Ahí está todo: la Corona, la Iglesia, el Ejército.

Taxil, que narraba con desparpajo cómo a mitad de ceremonia Lucifer se plantaba allí en la forma de "un hermoso joven de 30 años, sin vestido alguno", llegó a ser recibido por el papa León XIII. Aunque aquel audaz francés –a quien hoy quizás no faltarían medios en los que publicar sus exclusivas– acabó admitiendo que su relato era una sarta de patrañas, la Iglesia católica española decidió mantener su discurso oficial: los masones eran adoradores del diablo. La jerarquía clerical siempre fue el puntal de la antimasonería en España, que de hecho es anterior a la propia llegada de la masonería al vincularse ya en 1738 a una condena pontificia. En 1751 aparece el primer opúsculo, Centinela contra masones. Con el curso de las décadas se va perfilando el doble discurso antimasón: el religioso –ateísmo, satanismo, adoración del diablo, protestantismo, judaísmo, magia negra, ocultismo, esoterismo, amoralidad– y el político –liberalismo, comunismo, afrancesamiento, conjuras internacionales, separatismo, radicalismo, otra vez judaísmo–. Sí, todo revuelto. Qué más daba.

Salvo excepciones como el sexenio democrático (1868-1874) y la Segunda República (1931-1936), se hizo norma de la antimasonería institucionalizada. Y ni siquiera si había una tregua en la represión oficial, se abandonaba la difusión permanente de propaganda, que encontró el perfecto banderín de enganche en el desastre del 98, momento a partir del cual los masones pasaron a ser culpables por traición de la pérdida de Cuba y Filipinas, con el frágil argumento de que algunos líderes independentistas eran masones.

Proliferación de periódicos y panfletos

Estas campañas, señala Leandro Álvarez Rey, hicieron mella en la masonería española, que ya durante la II República, a pesar del cese represivo, se consumía en disputas y crisis internas. Hoy en día, señala Álvarez Rey, los masones aseguran ser "4.000 en España", aunque la parece un cálculo optimista. La Iglesia, que encontró su perfecto aliado en el franquismo, es la responsable centenaria de la difusión de los más eficaces estigmas que han acabado, en efecto, por situar a la orden en la zona sombría del imaginario colectivo. Durante el pontificado de León XIII se publicaron 2.017 documentos que mostraban su radical rechazo a la masonería, el más famoso de ellos la bula Humanum Genus, de 1884, que acusaba a las órdenes de la "desintegración de la sana y recta moral, el crecimiento vigoroso de las opiniones más horrendas y el aumento ilimitado de las estadísticas criminales". Ya en el siglo XX el Consejo Directivo Nacional de la Unión Antimasónica Universal, alumbrado en un congreso antimasónico en Trento, tuvo delegaciones en todas las diócesis españolas. No sólo los curas se aplicaban desde los púlpitos. Desde la restauración los colectivos políticos ultramontanos defendían la ilegalización. La proliferación de revistas, periódicos, panfletos y libros que difundía contenido fervientemente antimasónico no se detiene ni con la llegada de la II República.

Decenas de periódicos de derechas daban amplia cobertura, e incluso algunos sección propia, a la masonería, calificada sin ambages como una "secta". Destacó el diario sevillano La Unión, dirigido por Domingo Tejera, periodista de origen canario, tradicionalista y diputado a Cortes en el 33, cuya incontinencia verbal –era afecto al recurso del insulto y la injuria– le valió sesenta procesamientos durante la Segunda República. Bastan los títulos de los artículos para atisbar el tenor de la publicación: 1) "La traición de la masonería española. Al servicio del asesino de los Héroes del 2 de mayo. Servidora de los insurrectos. Asesinato de Prim. Matanza de Frailes"; 2) "Intervención de la masonería en los movimientos separatistas"; 3) "Odio de los masones a los sacerdotes y a los templos"; 4) "Hechos masónicos fuera de España. Asesinato de García Moreno y otros. Los autores de la guerra europea. Los causantes de la revolución húngara". Un individuo llamado Joaquín Julio Fernández, ex anarquista reconvertido en 1934 en falangista –la antimasonería se servía de auténticas joyitas–, tuvo una sección propia llamada Palabras de un libertario que abonaba la teoría de la conexión rusa de la masonería.

"Los masones eran siempre la cabeza de turco, los responsables de todos los males de la patria, de todas las revoluciones. Se decía que Riego había sido masón, que Mendizábal había sido masón. Lo curioso del caso es que esta leyenda negra fue del agrado de muchos masones, que veían cómo se les daba una importancia enorme", señala Leandro Álvarez Rey. El propio Franco, en sus artículos con pseudónimo en Arriba, seguía atribuyendo a la masonería una influencia política que atravesaba siglos y continentes: "Está harto probado que nuestras desventuradas empresas en estos años no se perdieron en los campos de batalla, sino en los talleres de la masonería".

Algunos lo usaban, muchos se lo creían

Los pantanos sobre los que se construyó el franquismo

Los pantanos sobre los que se construyó el franquismo

Es difícil delimitar hasta qué punto el franquismo victorioso era crédulo de las especies antimasónicas y hasta qué punto se valió astutamente de aquellas paranoias para crear un enemigo interno. Un hecho induce a pensar que había bastante de interiorización de las mentiras antimasónicas. Lo cuenta Álvarez Rey: "En julio del 36, a las pocas horas de sublevación, de los primeros edificios que se ocupan en Sevilla es el de la casa de Martínez Barrio, en la calle Roque Barcia, hoy Lirio. Y allí estuvieron excavando dos metros en busca de los niños muertos que teóricamente tenía que haber, por lo que creían saber de los ritos masónicos". Quizás habían oído hablar de una de las más inspiradas crónicas de Leo Taxil, que explicaba así cómo eran en realidad las prácticas de las logias: "Los muros del sanctus regnum despiden llamas y se oyen siete golpes sordos, parece que el suelo se abre profundamente. Un soplo cálido e impetuoso quema el rostro de los adoradores del demonio durante un segundo apenas; se produce un calor intenso y Lucifer aparece entonces de pie".

En cualquier caso, lo indiscutible es que con la implantación del nacionalcatolicismo dos siglos de prejuicios quedaron tallados en la piedra del BOE. "La Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo, de 1940, es la quintaesencia de la antimasonería", señala Leandro Álvarez Rey. La ley arranca con un párrafo que, releyendo los libelos de Jakin Boor en Arriba, se diría escrito por el propio Franco de su puño y letra: "sociedades secretas", "fuerzas internacionales de índole clandestina", "organizaciones subversivas en su mayor parte asimiladas y unificadas por el comunismo". Por supuesto el franquismo no se quedó en la retórica del famoso "contubernio judeo-masónico-comunista", quizás su aportación más conocida al amplio diccionario antimasónico español. También pasó a los hechos. En base a esta ley miles de masones fueron represaliados.

Con el regreso de la democracia, la masonería no ha resurgido, quedando limitada a un fenómeno totalmente marginal. Una buena explicación puede ser que, sin la amalgama de una tiranía contra la que luchar, se ha hecho evidente la disparidad de fines e ideologías de sus integrantes, que encuentran ahora una amplia gama de organizaciones a través de las que canalizar la expresión de sus ideales. Otro factor de fondo podría explicar la escasa relevancia actual de la masonería: la leve importancia histórica en España de las clases medias progresistas e ilustradas de las que se nutrió la masonería. Pero también hay que considerar que la feroz antimasonería de siglos quedó profundamente inoculada en la sociedad española, especialmente en sectores derechistas y de la Iglesia. Medios ultracatólicos mantienen a día de hoy casi intacto el relato antimasón clásico. Historiadores como Ricardo de la Cierva –fallecido en 2015– han dado pábulo a la leyenda negra con notable repercusión en medios conservadores. Benedicto XVI afirmó que la masonería era "pecado" y su sucesor, Francisco, ha hecho varias referencias que evidencian un escaso cariño por la Gran Orden. Una búsqueda rápida en Google permite constatar que el tema tiene estantería propia en la infinita biblioteca de la conspiranoia en Internet, donde la verdad –como en casi todas partes– suele estar en minoría.

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