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Daniel Innerarity: "La indignación se quedó en un gesto improductivo"

El ensayista y filósofo Daniel Innerarity.

No se diría, pero entre dos de los últimos libros del filósofo y ensayista Daniel Innerarity (Bilbao, 1959), solo median tres años. En La política en tiempos de indignación (Galaxia Gutenberg, 2015), el catedrático de Filosofía Política daba cuenta de un mundo aparentemente en pie, que parecía tener claro quién era el enemigo y cómo derrotarlo. En Política para perplejos (Galaxia Gutenberg, 2018), el impulso ha dado paso a la incertidumbre, y quien hace no tanto agitaba pancartas enfurecidas, hoy, quizás igual de enfadado, duda de si aquellas consignas estaban en lo cierto, se siente perdido cuando lee el periódico y por no saber no sabe ni a quién votará en las próximas elecciones. De aquel movimiento queda poco, y el ensayo se afana en explicar por qué, pero también en volver a dotar de capacidad de acción a quienes creen que, después de todo, a lo peor nada puede cambiar. 

Quizás porque el movimiento se demuestra andando, Innerarity responde a entra entrevista marchando a buen ritmo, del otro lado del teléfono, por el tramo de Camino de Santiago que atraviesa su pueblo navarro. Tras su voz se escucha el ladrido de los perros, las conversaciones de los peregrinos, el viento. Y, a veces, una sombra de duda. Porque él, confiesa, también forma parte de la perplejidad y también trata de resolverla, como todos. En sus clases, en sus libros: aquí aborda, en sus habituales capítulos cortos y autoconclusivos, el antipopulismo, la "casta", el nacionalismo, el feminismo, el Gobierno de Donald Trump o el pesimismo, que "no es razonable". La perplejidad se resuelve también, advierte, pensando en voz alta. Como ahora. 

Pregunta. Defiende a lo largo del libro que vivimos en un momento de especial incertidumbre. ¿Encuentra algún otro período de la historia reciente que le parezca comparable con el actual en este sentido?

Respuesta. En la historia siempre se pueden hacer analogías, pero recuerdo esa sentencia de Hegel que decía: “Lo que se puede aprender de la historia es que de la historia no se puede aprender nada”. Cuando la gente compara ciertas regresiones democráticas actuales con lo que ocurrió en la República de Weimar… Yo siempre he sentido más bien lo contrario: que la actual insatisfacción y decepción con la política, aunque formalmente se parezca mucho a lo que ocurrió en Centroeuropa, tiene un significado opuesto. Si en aquel momento era la antesala de un enorme fracaso democrático, en estos momentos se debería interpretar como una fase más en la maduración de las democracias. El hecho de que haya un mayor espíritu crítico cívico en relación con el funcionamiento de las instituciones no es una señal de debilidad, sino de que somos más exigentes con lo que ocurre en el espacio público.

P. ¿Cree entonces que esta perplejidad podría funcionar como una vacuna contra la ingenuidad ante el poder?

R. Claro. En otros momentos de la historia hemos sido mucho más crédulos, hemos otorgado un margen de confianza mayor a las instituciones, no teníamos instrumentos de vigilancia del espacio público… Y aunque todo esto tenga sus contrapartidas, en términos generales hay que considerarlo como un avance.

 

P. Asegura que este libro podría considerarse una continuación del anterior, La política en tiempos de indignación (2015). ¿Cómo se ha pasado en tan poco tiempo de la movilización social y política a esto que llama “perplejidad”?La política en tiempos de indignación

R. Fundamentalmente, porque no hicimos los diagnósticos adecuados. Si no, no se explicaría. Los momentos de indignación son momentos de gran simplificación. Porque se establece una línea divisoria muy clara entre los buenos y los malos, se subraya la dimensión moral de los problemas en detrimento de su componente técnico, parece incontrovertible la identificación de quiénes son los destinatarios tanto de nuestra ira como de nuestras expectativas de solución… Estamos configurando sociedades cada vez más complejas, y la democracia no puede tener un menor nivel de complejidad. No puede articular soluciones binarias a problemas que requieren más sofisticación.

P. Pero justamente señala que la complejidad de la situación política actual impide que el ciudadano sepa qué está sucediendo realmente y que se sienta perdido. 

R. Ese es el gran problema de la política en estos momentos. Que la democracia avanza, haciéndose más complicada, y en la medida en que se hace más complicada, se hace menos comprensible. O, por decirlo de otra manera: la democracia requiere un tipo de ciudadanía (formada, competente, interesada, crítica, responsable) que no se puede dar bajo las condiciones actuales. Esto genera una ruptura entre las razones de la tecnocracia y las razones del populismo. Entre una división normativa que supone la entrega de las decisiones públicas a las decisiones de los expertos, lo que es un fracaso democrático, o la apelación a una voluntad popular que no se ha formado o no entiende los procesos políticos, y que por lo tanto emite señales equívocas al sistema. Mientras no tengamos una ciudadanía capaz de entender la naturaleza de la política… Porque no es tanto tener unos grandes conocimientos de economía política o de geoestrategia. Yo puedo no saber cómo resolver concretamente la cuestión de los refugiados, pero puedo tener una sensibilidad positiva o negativa respecto de ellos; puedo no saber cómo se articulan procedimientos para procurar una mayor igualdad, pero debo tener un sentimiento positivo a favor de la construcción de la igualdad. Entender la política no es saber mucho de derecho constitucional, sino tener una sensibilidad para los valores fundamentales que deben regir nuestra convivencia.

P. ¿Cree que la ciudadanía tiene una responsabilidad que no ha asumido, con ideas como el “No nos representan”?

R. A una persona enfadada no tenemos que pedirle un presupuesto alternativo ni un pliego de condiciones acerca de cómo solucionar el tema que le indigna. La indignación es un momento democrático, pero no es un momento especialmente ilustrado. No pasa nada, tiene que ser así. Puedo protestar contra que pongan una central nuclear al lado de mi casa y no tendría sentido que la administración me pidiera a mí concretamente un plan alternativo para suministrar energía a la población. Pero si nos quedamos en ese momento nada más, estamos traicionando la naturaleza de la democracia, que no es solo un ejercicio de soberanía negativa (bloquear, paralizar, criticar), sino también de soberanía positiva (construir, configurar alternativas, llegar a acuerdos). Ese segundo momento no se ha dado. No ha llegado un movimiento que tuviera capacidad transformadora real, y la indignación se quedó en un gesto improductivo.

P. Si el sistema democrático exige a la ciudadanía una cierta formación e implicación pero a la vez no genera las condiciones para que esto se produzca, ¿cómo se sale de ese bucle?

R. Hay varias salidas falsas y una verdadera. Todas las salidas falsas implican una desdemocratización: o recurramos a los expertos; o es tan complicada la política que tenemos que personalizarla, fijándonos en las características de un candidato en vez de en las grandes construcciones ideológicas; o hagamos lo que dice el partido (que, por cierto, ya es una referencia tan aglutinante como antes). ¿Cómo se sale democráticamente de esto? Generando inteligencia cooperativa. La mejor manera de combatir esa incertidumbre es ponerla en común y tratar de establecer formas colectivas para generar ese saber que nos falta. Esto nos llevaría a una mejor institucionalización de nuestras relaciones, en lugar de a una delegación de nuestra responsabilidad.

P. ¿Hablamos de activismo?

R. En parte. Pero en parte también se trata de repensar cómo articulamos acuerdos y desacuerdos en nuestra sociedad. Tendemos a creer que la política es un lugar donde compiten partidos y gentes que saben perfectamente lo que quieren y simplemente negocian buscando un punto intermedio. Frente a esto, están las teorías deliberativas de la democracia, que nos dicen: partamos del supuesto contrario, que somos personas que no sabemos bien lo que nos conviene ni tenemos una idea exacta sobre cómo debe ser la vida común, y más que negociar con la idea de rebajar las expectativas de nuestros propios intereses, hablamos con otros para identificar lo común. Un común que desconocemos antes de haber configurado un espacio democrático. Para combatir la incertidumbre, más democracia, más conversación, más diálogo.

P. A lo largo del libro hace referencia a "la muerte de los grandes relatos", a la posmodernidad, a la "modernidad líquida"… Si hablamos de un proceso de décadas en el que se reflexiona sobre por qué ciertas ideas políticas parecen no servir, ¿qué ocurre ahora para que eso se agudice?

R. Fundamentalmente, una aceleración social, cultural y económica que ha volatilizado el espacio público y frente a la cual las instituciones clásicas de mediación (partidos, sindicatos, iglesias, expertos, profesores…) han sido incapaces de seguir ese ritmo, y se han desestructurado. Esto tiene que ver con que todas las instituciones que mediaban entre el individuo y el interés general están en crisis. Esas instituciones de alguna manera articulaban a la sociedad en clases, en grupos, en ideologías claras. Establecían una cierta coherencia. Sin estas instituciones no podría ocurrir otra cosa que generalizarse la perplejidad.

P. Uno de los capítulos se titula “La ansiedad colectiva”. ¿Qué efecto tiene un estado de ánimo íntimo, o incluso medicalizado, sobre el campo político, y viceversa?

R. Igual que hablamos de desregulación de los espacios económicos, hemos sufrido una desregulación de la emotividad. Si el campo del mercado antes estaba limitado por gremios, por naciones, algo análogo sucede con el mundo de la afectividad: estaba gobernada por instituciones familiares, próximas, una relación de subordinación con la razón… Hoy, las instituciones encargadas de gestionar nuestra afectividad se han vuelto muy difusas, muy variadas. Lo que en cierta medida es un gran avance. Pero, como todo avance civilizatorio, tiene un efecto, aunque solo sea en el corto plazo, que es generar desconcierto. Cuando una sociedad se democratiza quiere decir que pone más asuntos que antaño estaban en el ámbito de lo natural, el destino y lo inevitable, en manos de nuestra voluntad y nuestra libre decisión. Esto es fantástico, y si no que se lo pregunten a las mujeres, que antes no decidían nada o casi nada y ahora pueden elegir cada vez más su rol en la sociedad. Pero eso puede generar una sobrecarga: tenemos que tomar más decisiones de las que podemos adoptar informadamente, con plazos escasos para deliberar y poca capacidad para prestar atención en un mundo en el que estamos bombardeados de información. Una de las manifestaciones de esto es la ansiedad, y otra, secundaria, es la de la búsqueda de las soluciones fáciles: que alguien me diga, para superar esta angustia, qué es lo correcto. Cuando hablamos de regresión democrática o la vuelta de ciertos populismos y extremismos, responde a la ambivalencia de este fenómeno.

P. Trump le sirve como un ejemplo significativo de esto último: explica que era alguien a quien sus votantes eligieron para que resolviera todo fácilmente. Sin embargo, genera un nivel elevado de alerta informativa y de ansiedad en ciertos grupos de la población.

R. Trump es una persona que maneja muy bien la comunicación en espacios desestructurados, como puede ser Twitter. ¿Quiénes son sus grandes enemigos? Las instituciones que median y que establecen una cierta coherencia, una cierta verificación de los hechos: el Washington Post, el New York Times, pero también el Partido Republicano. Es una persona, dentro de su incoherencia puntual, que tiene una coherencia general en su pensamiento (si es que a eso se le puede llamar pensamiento). Su modo de entender la vida económica y los negocios es algo que funciona en espacios desregularizados, sin referencias éticas, y en un mercado que cuantas menos normas tenga, mejor. Lo mismo vale para la política y para la afectividad. Si actúa como actúa con las mujeres, es porque así actúa como agente económico y como agente político. Es una persona que choca continuamente con cualquier procedimiento de racionalización de las decisiones públicas: la Cámara de representantes, el Senado, el FBI…

Todas esas cosas que hace 30 o 40 años detectábamos como el complejo militar industrial, como algo profundamente conservador, en estos momentos en los cuales hay un presidente de los Estados Unidos que tiene tanta capacidad de destrozo sobre las mínimas reglas de convivencia en lo político, lo económico o incluso lo sexual, ese complejo sea quizás la única fuente de racionalidad en la América desestructurada. Una América donde no hay igualdad de oportunidades, donde hay un racismo cada vez más evidente y donde hay gente que quizás no pueda seguir viviendo allí. Cuando yo me formé filosóficamente, teníamos a las reglas como algo represor, y a la vista de estos personajes grotescos quizás podamos decir que esos personajes regresivos quieren un mundo sin reglas. La causa de la libertad, de la emancipación y de la justicia requiere un mundo con reglas.

P. En España se anunció el final del bipartidismo y de la política tal y como la conocíamos, pero las elecciones las ganó el partido que estaba en el poder y los ciudadanos que esperaban algún cambio real se vieron decepcionados. ¿Cómo casa eso con la incertidumbre y la perplejidad?

R. El momento de indignación, como decíamos, tenía que haberse continuado en la construcción de una voluntad popular diferente. Y ahí ha habido una mezcla de ingenuidad, incapacidad y falta de generosidad para hacerlo posible. Esto nos introduce en una decepción de segundo orden: una decepción sobre la indignación generada por una primera decepción. Esto, si no lo corregimos pronto, puede sumirnos en un letargo continuado. Y puede suceder que sigan ganando los de antes con la pequeña diferencia de que ninguna alternativa a medio plazo sea posible.

P. Señala que gran parte del programa de la izquierda son conservadoras, en el sentido de que pretenden regresar a lo que había antes de la crisis, a nivel presupuestario, por ejemplo…

R. Es cierto que todo el lenguaje de la izquierda se ha convertido en conservador, sin que esto sea peyorativo por mi parte. Que nos quedemos como estamos, asegurar las conquistas. La concepción de la izquierda de que el cambio es irreversible se ve cuestionada por el hecho de que la regresión histórica es una posibilidad abierta. Al mismo tiempo, el lenguaje de la derecha es un lenguaje de innovación, de creación, que era el lenguaje tradicional de la izquierda.

Desde hace tiempo tengo una obsesión con que la reacción de la derecha y de la izquierda ante los fracasos es asimétrica: cuando la izquierda fracasa y se da cuenta de que sus métodos tradicionales no sirven, inicia un largo recorrido que pasa por un período de melancolía, exige una reflexión de todos los argumentos teóricos, y al cabo de un tiempo, cuando probablemente el problema ha mutado, se presenta con una solución y todos los demás se ríen de ella. La derecha, que viene en general del mundo del derecho o el mundo económico, tiene una mayor capacidad de aprendizaje ante la decepción. Frente a la melancolía de la izquierda, siempre he dicho que el vicio de la derecha es más bien el cinismo. Pero claro, el cínico tiene más ventajas competitivas en un mundo cambiante, porque no le cuesta modificar sus principios o su estrategia. No es la única, pero es una de las asimetrías del combate político actual.

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P. ¿Diría que es el principal problema?

R. El gran problema que tenemos en las democracias actuales es cómo conciliar crecimiento, justicia redistributiva y equilibrio ecológico. La derecha aparece, a ojos de la opinión pública, como quien impulsa el crecimiento, y considera que los costes de ese crecimiento en términos humanos o ecológicos son un precio que hay que pagar. El argumentario de a izquierda tiene que ver con la protección de los más débiles o la protección medioambiental, pero el precio que paga es una falta de dinamismo económico. En estos momentos, el comportamiento electoral de la gente va en función de a qué se le tiene más miedo: a la modernización irreflexiva de la derecha o al estancamiento económico de la izquierda. Es el drama que tenemos. Pero conviene reconocer que ni la derecha ni la izquierda tienen una fórmula para ambas cosas. La derecha tiene una soluciones que permiten la creación de puestos de trabajo para los que están fuera del sistema, que se paga con una precarización brutal y la destrucción del medio ambiente; y la izquierda tiene un modelo para garantizar los derechos de los que están dentro del sistema, y tiene pocas ofertas creíbles para hacer entrar a gente nueva en él. Las conquistas salariales son presentadas como un mecanismo que dificulta el dinamismo de la vida económica, sin el cual no habría crecimiento ni creación de puestos de trabajo. Y estamos en ese bucle.

 

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