El cuento de todos

La mudanza

La escritora Ioana Gruia.

Ramón Cote Ioana Gruia

Quién iba a creerlo, pero al fin sucedió lo que nadie pensó que pasara: el fantasma se fue con ellos a su nueva casa.

Carlos y Lucía estaban cansados de vivir en su apartamento. No sólo porque cada vez era más difícil llegar al centro de la ciudad, porque últimamente habían abierto un par de discotecas que no dejaban dormir al vecindario, porque la señal de Internet siempre se caía a los cinco minutos sino además porque ya no podían seguir viviendo con un fantasma. –Creo que es mujer, le dijo Lucía a Carlos cuando descubrió que estaban en desorden sus cepillos y le empezaron a faltar los delineadores de los ojos. –No lo creo, fíjate que le encanta jugar con mi colección de carritos en miniatura, pues cada vez que los voy a organizar los encuentro en un orden distinto al que los había dejado.

Al principio los pasos a medianoche por los lados de la cocina y las extrañas caídas de los cubiertos los asustaron, pero poco a poco se fueron acostumbrando a su presencia. –Si al final no nos hace daño, y en el peor de los casos hasta puede asustar a los ladrones, le dijo a Lucía cuando ella le señaló alarmada a Carlos el cambio en la nevera de las frutas a la sección de la carne y de la carne a de las frutas. Míralo de este modo: tenemos un vigilante que no se entromete en nuestros asuntos. Pero ya Lucía tenía tomada la determinación.

Y Carlos nada tuvo que hacer cuando ella le dijo que estaba embarazada. El día que llegó el camión que llevaría todas las cosas a su nuevo apartamento dividió en dos sus vidas. –Aquí empezó todo y aquí terminó todo, dijo Lucía cuando miró por última vez esos sesenta metros cuadrados donde vivieron cinco años-. Es cierto, dijo Carlos, me da tristeza dejarlo, aunque si te confieso ya estaba cansado de vivir en esta zona. Y aquí el único parque para pasear al bebé queda a treinta minutos andando. Así fue que, de común acuerdo antes de cerrar la puerta, dijeron al tiempo: ¡Adiós, fantasma!

(Continúa Ioana Gruia.)Ioana Gruia

La casa, en un edificio rehabilitado del casco antiguo, tenía un salón luminoso y tres habitaciones que daban a patios interiores amplios y arbolados. Las paredes estaban recién pintadas y se habían hecho reformas completas en el baño y la cocina. El pasillo que unía las estancias se abría a la vista con una claridad reconfortante. Nada de grietas, de pliegues umbríos, de recovecos donde el fantasma, en el improbable caso de que intentara seguirlos, pudiera cobijarse. Calefacción y agua caliente central unidas al encanto de vivir en una zona llena de bares, librerías y cines. Una auténtica joya, exclamó el agente inmobiliario, subrayando cada letra, al enseñarles por primera vez el piso. Lucía salió al balcón y el paisaje de terrazas coquetas y venerables fachadas restauradas acabó por decidirla.

–¿Y quién va a pagar el alquiler? –le susurró Carlos al oído–. ¿El fantasma abandonado?

Su mujer frunció los labios e hizo un gesto ligero y apresurado con la mano. Él sabía que era su manera de quitarle importancia a algo y se resignó. Además, ya estaba embarazada y a una mujer embarazada, le había dicho solemnemente su padre, no se le lleva la contraria. Para lo que os haga falta, añadió, contad con nosotros.

El alquiler costaba más de un tercio de sus sueldos, pero ahora, mientras contemplaban el suave repiqueteo de la lluvia en los cristales Climalit y las luces melancólicas de la ciudad, un paisaje mucho más hospitalario que el enjambre de gasolineras y centros comerciales que asomaba a sus antiguas ventanas, para colmo desvencijadas, pensaban que merecía con creces la pena. A veces se sorprendían recordando al fantasma con algo vagamente parecido a la nostalgia. Si viviera con nosotros, se decía Lucía, podría echar una mano con el bebé. Hacer recados, la comida, ir al supermercado, comprar pañales, para eso la antigua presencia inquietante y sin embargo siempre amigable y discreta habría venido muy bien. Compartió sus pensamientos con Carlos y él le dio la razón, reprochándole además que había sido ella quien había resuelto apartar al fantasma de sus vidas. A partir de entonces un ligero malhumor ensombreció su plácida y expectante rutina de futuros padres. Hasta aquella tarde en la que Lucía se levantó de la siesta casi a la hora de cenar y fue a instalarse con un libro en el sofá, mientras esperaba a que Carlos llegara del trabajo.

Allí estaba él. Las facciones algo trémulas, los brazos quizá demasiado etéreos y las piernas, cruzadas con despreocupación, moviendo las puntas en un grácil gesto de bailarina. Las manos, lo más llamativo de la presencia a la que Lucía, a pesar de las dudas iniciales, no tardó más de unos segundos en asignar del lado de la masculinidad, parecían pertenecer a un pianista. Estilizadas pero rotundas y desprendiendo fuerza. La mirada invitadora. La sonrisa magnánima y benigna.

–Siéntate, por favor –dijo–. No debes cansarte.

La voz envolvente. Un poco ronca y a la vez suave. Lucía obedeció al primer impulso y le pidió disculpas. El fantasma ensanchó la sonrisa e hizo un gesto con la mano. Ligero y apresurado. Idéntico al de ella cuando quería quitar importancia a las cosas, reconoció la chica emocionada.

–¿Quieres tomar algo?

La presencia agradeció con un entusiasta ademán afirmativo. Tenía sed. ¿Una cerveza, una copa de vino, un vermú? No, no, protestó demostrando una exquisita consideración, si ella no podía beber alcohol, él tampoco lo haría. Dijo, con la misma voz que a Lucía le pareció deslizante, como si el fantasma patinara con elegancia a través de sus palabras o interpretara una melodía de jazz opiácea y perturbadora, que tomaría una de las infusiones que la futura madre se servía cada tarde para aplacar la comprensible ansiedad de la espera. Y unas pastitas de té, gracias.

A la invitación que le hizo la chica respondió que por supuesto. Se quedaría a cenar, aunque, se permitió añadir soltando una risita inesperadamente chillona, no era muy exacto decir que se quedaría puesto que después no iría a ninguna otra parte. Aquella era su casa.

–¿Te imaginas? –acabó de contarle la historia Carlos a su mejor amigo, mejicano. –¡Pinche fantasma cabrón!

(Seguirá Luis Bagué Quílez.)Luis Bagué Quílez

*Ramón Cote es escritor. Su último libro, Ramón CoteComo quien dice adiós a lo perdido (Valparaíso, 2014).*Ioana Gruia es escritora y profesora de Literatura. Su último libro, 

Ioana GruiaEl expediente Albertina (Castalia/Edhasa, 2016).

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