Plaza Pública

Los tiempos están cambiando

Julián Casanova

Hay muchas formas de ver la concesión de los premios Nobel de literatura (ya sabemos que hay decenas de escritores que se lo merecen, para gustos y disputas, pero sólo se lo dan a uno cada año). Como historiador, les propongo ésta: ver la evolución de los premios vinculada al esplendor y declive de los imperios; dicho de otra forma, a las pompas de reyes y nobles, a las guerras y conquistas, y a la consolidación, tras el fin de la Guerra Fría, de un mundo multicultural de muchas lenguas y formas de comunicación.

Desde 1901, año del inicio del premio, hasta 1930, que se le concedió al estadounidense Sinclair Lewis, todos los premiados fueron europeos, con la excepción de Rabindranath Tagore, en 1913, poeta bengalí nacido en la India, la colonia más importante del imperio británico, el que dominaba el mundo en ese momento. Los premiados en esas tres primeras décadas del siglo podían ser escritores más o menos conocidos, para la elite o para los lectores de las clases medias, pero todos ellos simbolizaban el triunfo de Europa y de la división del mundo entre imperios que lo dominaban –incluida la literatura– y las colonias.

Estados Unidos, la gran potencia del mundo después de la Segunda Guerra Mundial, comenzó a ver cómo premiaban a sus escritores unas cuantas veces en los años del combate anticomunista, mientras que los soviéticos entraban en la lista con más problemas, y con polémica (como fue el caso de Borís Pasternak en 1958). A todos nos parece que la literatura rusa del siglo XX dio grandes escritores, pero con todas las turbulencias de la Primera Guerra Mundial, la caída de los Romanov y el triunfo bolchevique, sólo Iván Bunin, que había huido a Francia tras la revolución, recibió el galardón, en 1933, durante la primera mitad de esa centuria.

Desde los años ochenta, con la erosión y desintegración del sistema internacional de bloques políticos y militares, comenzó a verse el mundo con ojos muy diferentes, a percibir y apreciar la diversidad de las creencias y culturas. Y eso también se notó en la concesión de los premios Nobel, con el nigeriano Wole Soyinka en 1986, el egipcio Naguib Mahfuz en 1988 –la primera vez que se premiaba a un escritor de lengua árabe, mientras que el hebreo ya había estado representado con Shmuel Yosef Agnón en 1966– y, desde entonces, ya aparecieron premiados de Sudáfrica, Japón, Polonia, Portugal –el portugués estuvo ausente hasta José Saramago en 1998–, Trinidad y Tobago, Hungría, Turquía o Bielorrusia.

La democratización y la aparición de voces marginadas por el triunfo del hombre blanco y del capitalismo –que había ignorado en todo momento las divisiones sociales, lingüísticas, religiosas y de género– cambió el mundo y también la concesión de los Nobel. No parece casualidad carente de significado que de las catorce mujeres que han ganado ese premio –catorce en 116 años–, ocho lo hayan recibido desde 1991.

Bob Dylan representa todo lo contrario de aquel mundo que triunfó en la Guerra Fría y las letras de sus canciones fueron himnos de los movimientos sociales contra la guerra de Vietnam y a favor de los derechos civiles, exploraciones profundas sobre el poder político, el desorden –incluido el de las drogas– y las tensiones entre las creencias individuales y colectivas.

Los tiempos están cambiando. La historia proporciona ventanas para ver cómo esas transformaciones afectan a las acciones, pasiones y creencias de los hombres y mujeres, pero también a las relaciones de dominio y subordinación en el escenario internacional. Hay pocas cosas inocentes en la vida, no sujetas a consideraciones políticas o de poder. Tampoco los premios, incluidos los más grandes.

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea

en la Universidad de Zaragoza y visiting professor

en la Central European University de Budapest.

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