Desde la tramoya

El barco y la verja

¿Qué haces con 600 seres humanos que huyen del hambre y de la guerra y llaman a tu puerta para que les dejes pasar?

Si están en un barco rechazado por otro país, los recoges, los acompañas y les das refugio. El mundo entero te aplaude.

Si están detrás de una alambrada, se dejan los brazos y las piernas al saltarla y logran pasar, te lías a porrazos, los detienes y los devuelves a su país en caliente o en frío. El mundo entero calla.

Nuestros dilemas morales están contaminados por el escenario en que se producen. De siempre, los activistas y los políticos saben muy bien cómo la escenografía de los conflictos sociales incide en la percepción que la gente tiene sobre ellos. Greenpeace sabe que un solo evento, con un enemigo único y bien identificado, una tensión dramática a corto plazo, buenas imágenes y en un escenario nuevo para el público, permiten activar a la gente mucho mejor que mil causas difusas, repetitivas o demasiado prolongadas. Las ONGs que luchan contra la pobreza saben que un donante es más proclive a dar 25 euros en Navidad para “apadrinar a un niño peruano” que dar dos euros al mes durante un año para “luchar contra el hambre en el mundo”. Una sola chica violada por cinco energúmenos que se pavonean a diario ante las cámaras moviliza a todo un país. Pero cada día hay cuatro violaciones registradas en España que no salen en la tele. En Estados Unidos se ha llamado el “Síndrome de la Mujer Blanca Desaparecida”: la gente, y los medios de comunicación, tienen más interés en el caso de la desaparición de una joven rica y guapa que en la de un señor mayor. Los animalistas de PACMA saben que su causa tiene siempre su gran momento en el pequeño escenario y en el instante del lanceo del Toro de la Vega. Millones de vacas sufriendo cada día en establos son una realidad más difícil de narrar y de evitar y por tanto menos movilizadora.

El mar es más romántico que la seca tierra de Ceuta y Melilla. En el Aquarius había niños y mujeres embarazadas, que elevan siempre nuestra compasión más que los fornidos hombres que saltan la valla con sus pinchos y cuchillas.

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En el barco se instaló un auténtico centro de prensa, en el que las reporteras y los reporteros podían dar cuenta de la vida a bordo, cantos y juegos infantiles incluidos. En Marruecos, del otro lado de la valla, no hay habitualmente periodistas. Y si los hay, describen las argucias de los migrantes, algunas veces violentas, para “asaltar” la valla.

El barco había sido ostentosamente rechazado por el ministro neofascista italiano; una oportunidad para que el Gobierno progresista español recién llegado simbolizara su distinta catadura moral, con la felicitación de las autoridades europeas. Como no hay ningún Gobierno tan progresista o más que el nuestro que se haya ofrecido a recoger a los cientos que ayer entraron por la fuerza en España, nadie hace del deber moral de acogerlos una bandera política. Se les puede devolver en silencio y sin escándalo.

Los propagandistas como yo entendemos el juego, porque entendemos cuáles son los elementos que hacen atractivo el espectáculo. Pero no tranquiliza mi conciencia, sino que la incordia, saber que no todas las vidas humanas cotizan igual en el mercado de la opinión pública.

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