Verso Libre

Muera la inteligencia y cuidado con la cultura

Luis García Montero

El poeta Luis Cernuda fue una persona difícil. Le costaba trabajo salir de su encendida soledad para mantener relaciones cordiales con su familia, sus amigos y sus vecinos. Más allá de los momentos de plenitud amorosa, condenados casi siempre a hundirse en la melancolía de un adiós difícil, sólo recuerdo una situación en la que el autor de La realidad y el deseo confesara que se sentía integrado en un sueño colectivo. Miembro de las Misiones Pedagógicas del Gobierno republicano, este maravilloso poeta solitario recorrió España y formó parte de un esfuerzo común por transformar su sociedad a través de la cultura. Fue también el sueño roto de Fernando de los Ríos y Federico García Lorca al poner en marcha La Barraca. El teatro, el cine, la música, la literatura y el arte contaban la historia de un país que abría escuelas y dignificaba a los maestros para unir en un compromiso decidido las palabras democracia, justicia, cultura y educación.

Ya en el exilio, Cernuda declaró en su Díptico español que no podía añorar a un país intolerante e inculto. Recordó el grito de Millán Astray contra Unamuno, "muera la inteligencia", y aprovechó la chistosa declaración constitucional que se atribuye a Cánovas: "Será español todo aquel que no pueda ser otra cosa". Pero la verdad es que Cernuda estaba unido a España por su idioma y por una tradición íntima que él encarnó en el patriotismo cívico de Benito Pérez Galdós.

La victoria del nazismo y el fascismo en 1939 consagró durante 40 años el desprecio gubernamental por la cultura. La democracia supuso un tímido cambio. Se han hechos esfuerzos por defender la cultura, pero si se comparan las inversiones con países cercanos (Francia, Alemania, Italia, Reino Unido…) comprobamos diferencias abismales. Y no hace falta aclarar que no se comparan cifras entre economías de diverso poder, sino tantos por ciento del PIB.

La cultura ha tenido una histórica mala suerte en España. Después de la sequedad franquista, la democracia nos llegó cuando la ideología neoliberal se extendía y transformaba el concepto de cultura (educación, conciencia crítica, imaginación moral…) y lo convertía en sinónimo de entretenimiento y consumo ocioso. Resulta difícil justificar una inversión digna o ayudas fiscales para la cultura cuando se identifican sus apuestas con la zafiedad de la telebasura. La derecha española demostró una vez más el Millán Astray que lleva todavía en su corazón cuando los actores, los músicos y escritores se movilizaron para protestar contra la Guerra del Golfo. La protesta ante una acción miserable, basada en mentiras comprobadas y origen de conflictos posteriores muy graves, se solventó acusando a la cultura de estar al servicio de un pesebre lleno de subvenciones.

Y la campaña para denunciar la inversión cultural como pesebrismo caló en un pueblo de educación degradada, sobre el que hace años llueven la peor telebasura, la bajeza comunicativa y la ignorancia frente a cualquier misión pedagógica. En esto se diferencia poco España de otros países occidentales. Lo que ocurre es que esos otros países tienen el contrapeso de una inversión cultural y educativa de la que aquí hemos carecido. Por decirlo todo, la desaparición de las cajas de ahorros en manos del negocio bancario fue otra catástrofe. Obligadas por ley a invertir en la cultura de su ámbito territorial, las cajas habían supuesto durante año un respirador artificial en la sala de urgencias del espíritu nacional.

¡Un papa en el Gobierno socialcomunista!

¡Un papa en el Gobierno socialcomunista!

Conseguir entre todos que la cultura sea concebida como un valor esencial es una de las tareas más importantes de la democracia española. Sin cultura no puede haber un fortalecimiento de la autoridad del Estado y de los espacios públicos que sea compatible con la libertad individual y los derechos civiles. Tampoco olvidemos que la cultura es un valor económico decisivo, porque España es el origen del segundo idioma del mundo en hablantes nativos y porque sucesivas reconversiones industriales nos condenaron a depender de un turismo que no puede sostenerse sólo con playas y borracheras nocturnas.

En una situación de crisis grave, me parece mala receta que todo el mundo se ponga a exigir de manera sectorial sin una meditación colectiva sobre las necesidades comunes. Pero la cultura es algo más que una reivindicación sectorial. Es una deuda constitucional de nuestro país, un pernicioso vacío histórico. Y, además, no creo que se trate ahora de ayudar a determinados empresarios, nombres sonoros o proyectos llamativos. Considero más importante empezar por el principio: un pacto nacional para aumentar los débiles presupuestos culturales de los ayuntamientos, las comunidades autónomas y el Ministerio. Esa es la forma de reconocer la importancia pública de la cultura, una apuesta imprescindible para salvarnos de la degradación interior y para aprovechar la mejor estrategia que tiene España a la hora de ganar imagen y crédito internacional con sus mejores relatos sociales.

Una inversión cultural que no genere clientelismo, sino educación, sentido de pertenencia y libertad crítica, supone el compromiso más profundo con la memoria, el presente y el porvenir de nuestra sociedad. La cultura es un lugar en el que podemos estar juntos sin ponernos en riesgo.

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