El vídeo de la semana

De cárceles y democracia

Es incómodo, desasosegante, ver a los miembros de un Gobierno democráticamente elegido entrar en prisión como hemos visto esta semana. Tan engorroso y turbador como contemplar a la luz de Europa y los taquígrafos del mundo, la enloquecida carrera en busca de un exilio que no llega del que hasta hace nada era su presidente.

Puigdemont fugado y sus consejeros entre rejas son tonalidades distintas de una sola melodía, el réquiem por un sueño imposible, el viaje a un infierno para el que se inventaron tantas mentiras que terminaron ellos creyéndose la más gorda: que podrían violentar el Estado de derecho con impunidad y en nombre de la democracia.

Y en eso siguen. De hecho han convertido el argumento en el eje de la campaña electoral en la que ya se han metido.

Elecciones, conviene no olvidarlo, convocadas por el reino del que el independentismo acaba de separarse. Elecciones que no tuvo valor de convocar Puigdemont entre otras cosas por las presiones de un Junqueras que todavía confía en poder ser candidato el 21D.

Es de agradecer que asuman como válidas las urnas que lo son de verdad, pero a la vista de su papel en todo esto, cabe hoy preguntarse si era posible el diálogo con quienes dicen una cosa y a renglón seguido hacen la contraria –“me voy, pero me quedo a las elecciones”– o limitan su capacidad de hacer política a la imposición de sus puntos de vista y llevan su fundamentalismo hasta la autolesión. Así parece difícil negociar. Al menos hasta ahora.

Con todo, lo que probablemente resulte hoy más sorprendente es la reacción a la decisión de la Audiencia Nacional de encarcelar al Gobierno Puigdemont, tan válida, supongo, como la del Tribunal Supremo de dar un margen de una semana a la Mesa del Parlament.

Resulta embarazoso, puede ser discutible, y hasta considerarse injusto, pero afirmar en público y con amplia difusión que es un ataque a la Democracia o la acción represora de un Gobierno antidemocrático es tomar a la opinión pública por imbécil.

De hecho, la decisión de la jueza Lamela en la Audiencia Nacional es una prueba palpable de que la separación de poderes del Estado democrático funciona. No podría haberse adoptado una decisión más lesiva políticamente para los intereses de los constitucionalistas en general y el Gobierno en particular. La cárcel para el último Govern a dos meses de unas elecciones autonómicas es una baza política impagable para el independentismo. Eso se le ocurre al que asó la manteca. De aquí al 21 de diciembre, los que quisieron separarse y ahora acuden al redil de ese Estado que dicen no democrático van a explotar hasta el agotamiento el victimismo de altura a que puede jugarse con los líderes en la cárcel. ¿Qué mejor prueba de la maldad del adversario? ¿Qué argumento superará la necesidad de liberar del sufrimiento a los presos políticos? Hasta el más simple de los gobernantes o el más torpe de los políticos hubiera preferido evitarse el espectáculo de la cárcel en este momento.

Pero la Audiencia Nacional ha ido por otro lado. Podrá ponerse en cuestión la decisión de la jueza, podrán considerarse excesivamente rigurosos sus fundamentos, podrá –al compararse con la del Supremo– tildarse de desproporcionadamente temerosa su argumentación sobre la posibilidad de repetir delitos o el riesgo de fuga. Podrá. Pero lo que ha hecho es aplicar la ley en el ejercicio de su responsabilidad judicial.

Ni los consejeros, ni los miembros de la Mesa juzgados por el Supremo ignoraban a qué se arriesgaban. Ya fueron advertidos por los propios letrados del Parlamento y del Gobierno catalán.

Hay algo más:  la crítica política a la decisión jurídica, no hace sino demostrar el escaso respeto o conocimiento de lo que es la separación de poderes, entre algunos de la legión independentista y corifeos. Ejecutivo, legislativo y judicial están para compensar y equilibrar la acción de cada uno de los otros, en particular el poder judicial para marcar al ejecutivo. Si el poder judicial no salta cuando alguno de los otros dos se pasa la ley por el forro es que algo falla en el sistema democrático. Estamos, por tanto, ante una prueba clara de que funciona en España. Se puede criticar la decisión en sí, poner el acento en que en otras ocasiones se ha tardado más en actuar –lo del “gataflorismo” es muy español: si las cosas van mal, malo, y si van bien, peor, porque es sospechoso– y hasta se puede pedir al ejecutivo o al legislativo que templen ánimos con las herramientas a su alcance, pero es un error utilizar esta situación para cuestionar el sistema democrático. Un error por desconocimiento de la realidad y por falta de respeto a la mayoría de los ciudadanos que tiene las ideas más claras o que no se deja manipular. Por mucho que se empeñe Pablo Iglesias en tuitear frases para seguirse lapidando, en España no hay presos políticos, sino representantes de la ciudadanía que utilizaron su poder para violar las leyes.

No conviene confundir la salud democrática con la enfermedad propia. Ni errar el tiro.

Porque mientras estábamos en el procés hoy despeñado, Cataluña se olvidó de la corrupción del tres por ciento o del enriquecimiento del Gran Líder, o de la situación de la Sanidad o de los problemas de la emigración. Y ahora que la torpeza independentista y la ceguera de la izquierda desnortada, encabezada en Cataluña por la señora Colau o el Fachín purgado, le han dado una victoria política a Rajoy, estamos pasando por alto que se recorta el gasto en Sanidad y Educación para los próximos presupuestos, o que se sigan acumulando desheredados en la frontera de Melilla o el Mediterráneo se sigue tragando seres humanos.

A ver si para Navidades empieza a cambiar algo el paisaje, a ver si las urnas democráticas ponen de verdad las cosas en su sitio y nos podemos dedicar a contar lo importante, a explicar qué hacen con nuestro dinero, a escuchar qué tienen que contarnos para que el país mejore. Y empiece a trabajarse en Cataluña para curar las heridas provocadas por esta aventura insensata.

Y si de las urnas vuelve a salir una mayoría independentista, ojalá tenga el criterio suficiente como para ponerse a hacer política,  pensar en el futuro sin querer convertirse en héroes y trabajar por lo que quieren ofreciendo alternativas posibles aunque sean a largo plazo. Nada anima al optimismo sobre este particular, pero parece claro que es lo que ahora se necesita. Utilizar eso tan escaso en política, tan grato, como la imaginación y el respeto, como la creación y el diálogo. Y no tratar a los ciudadanos, tan respetables como ellos, tal que si fuéramos gilipollas.

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