Plaza Pública

España, una meditación política: Cataluña

Mikel Aramburu Zudaire

En 1983, José Luis L. Aranguren (1909-96) publicaba un libro con el título que encabeza este artículo. Estimo que puede resultar de interés volver a la reflexión de este pensador, aún en gran medida válida para el tiempo actual, pues se echan en falta voces y plumas de la categoría humana e intelectual de Aranguren para iluminar esta hora de incertidumbres que vivimos. Quisiera centrarme en el capítulo del libro dedicado a "Cataluña y España" por resultar muy oportuno de recordar en este momento histórico.

Lo primero que Aranguren señala, desde la comprensión y admiración por la cultura y forma de vida catalanas, es el "desencanto de Cataluña" que hoy resulta casi irreconciliable desencuentro. Para resolverlo, a su parecer, había que partir y era necesaria la "autocrítica" por ambas partes. Una parte para entender y asumir que históricamente España nunca ha sido una nación sino una monarquía asentada sobre nacionalidades diversas, ni tampoco un estado sino más bien un imperio. Y la otra parte para aceptar que su ser nacional y sobre todo su lengua, que además se hallaba entonces, según él, en un cierto estancamiento literario y creativo coloquial, no eran compartidas por un sector importante de la población catalana, particularmente la originaria de la masiva inmigración de toda la península acaecida a lo largo del siglo XX.

La primera autocrítica, creo, sigue siendo muy razonable pues, tras décadas de Estado de las autonomías, la "multinacionalidad" de España (ahora decimos "plurinacionalidad") debería estar asumida por gran parte de la ciudadanía y por la mayoría de los partidos políticos estatales. La segunda autocrítica resulta más difícil de valorar actualmente ya que, si nos atenemos a la lengua, es evidente su uso extendido y normalizado en la población y en todos los ámbitos de la vida social y cultural. Y en cuanto al ser nacional, existe una suficiente —para muchos no la suficiente— mayoría política partidaria de, al menos, celebrar un referéndum sobre la independencia de Cataluña y en ello no hay diferencias por el origen o nacimiento.

Volviendo al idioma, Aranguren hace un alegato a favor de toda lengua, por minoritaria que sea, como "genuina e irreductible perspectiva sobre la realidad y, todavía más, creadora de realidad. La lengua tiene que ser defendida y liberada, sí, pero lejos de todo proteccionismo conservacionista, ha de ser también ilustrada creadoramente por los propios catalanohablantes". No obvia el problema político de disponer de un Estado o no para defender mejor un idioma, pero el papel que él quiere encarnar es el de intelectual y lograr la organización de un Estado que promueva la cultura, lo cual es tarea de todos, españoles y catalanes, "interculturalmente", en diálogo. El objetivo sería alcanzar una síntesis entre el reconocimiento pleno de la cultura catalana y las formulaciones correspondientes en el plano político.

En cualquier caso, Aranguren apuesta por bases más culturales que políticas para repensar la nacionalidad catalana, para inventar culturalmente una nueva forma de existencia colectiva, la cual podría cerrarse sobre sí misma o bien abrirse a España y a Europa. Fiel a su pensamiento, también anima a la "heterodoxia" en el catalanismo y, con todo ello, formula su propuesta de una "nueva catalanidad" que envuelva en su proyecto futuro a "unos y otros catalanes". Esta llamada al entendimiento mutuo puede sonar casi profético desde el presente aunque no sé si ahora mismo es posible llegar a él y en qué términos pero opino, como Aranguren, que sería lo más conveniente para la convivencia. Como obstáculo —aunque sea sobre el caso vasco pero igualmente aplicable al catalán— denuncia el "juridicismo" o "interpretación" interesada y particular de la Constitución que sirve de parapeto para ocultar la tendencia a no hacer nada o "noluntad" de algunos dirigentes, a dejar que la situación degenere y se "pudra" hasta el "abandonismo", tal como, en los conflictos internacionales, "no-hacía y terminaba por hacer, demasiado tarde y de la peor manera posible, Franco" o "tendía a no-hacer el Gobierno de UCD, heredero legítimo, sin ruptura, de aquél".

Por último, su reflexión va más allá de la coyuntura y propone emprender una tarea de desmitificación cultural del viejo concepto de "nacionalismo". Por un lado, los nacionalistas, en este caso catalanes (él se refería a los vascos), habrían de renunciar o posponer su "sueño de una independencia imposible" y por otro, los nacionalistas españoles, en una Estado cada vez más sometido y colonizado económicamente, no deberían aferrarse a esa ficción de la "unidad nacional", en realidad plurinacional. Aunque afirme sin dudar que "la época de los nacionalismos toca a su fin", no sabía bien si sería en favor de grandes "comunidades" concretas, autónomas, democráticas y supranacionales, que en su opinión sería lo deseable, o bien de grandes "imperialismos", como era de temer. Considero que hoy todo es más complejo y si, por un lado, existe una legítima reivindicación nacional, que nunca ha desaparecido, como seña de identidad de los pueblos, por otro se han exacerbado nacionalismos de nuevo cuño fanáticos, totalitarios e imperialistas como el yihadismo, además de renacer ideologías populistas diversas, que están dominando a veces peligrosamente el escenario internacional.

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Para él, la organización probable del mundo, si era realmente democrática, habría de ser supranacional pero de "naciones" en un sentido pre-nacionalista de la palabra. Así, frente a la "obsolescencia" del "nacionalismo político" que él auguraba, su fórmula es la "nación" arraigada en una cultura y lengua propias, no estancadas sino en continua renovación. Se refería así a una "revolución cultural" mediante las estructuras elementales de la vida cotidiana de esa "nación" con minúscula.

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  *Mikel Aramburu Zudaire es profesor de Filosofía y autor del libro sobre Aranguren, 'Un creyente entre los éxtasis del tiempo'

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