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Equivocarse: por libre o por mayoría

Manuel Cruz, número dos del PSC

Manuel Cruz

Hay cosas que siempre son los demás, pero nunca uno mismo. Por ejemplo, fascista. O sectario, o fanático, o intolerante, o cruel o, en general, mala persona. Debe ser por eso por lo que abundan los que se atreven a hacer con extraordinaria ligereza descalificaciones tan globales como “la gente es tonta” o similares: dan por descontado que en ese universo tan tontuno ellos no están incluidos. En contrapartida, hay cosas que los sujetos se suelen atribuir a sí mismos con gusto, pero que tienden a predicarlas de los demás con cuentagotas. Tal vez uno de los ejemplos paradigmáticos sea el de considerarse especial, único e irrepetible.

Ahora bien, de la misma manera que, en el plano más general, pocas cosas constituyen más claramente un elemento de persistencia en la historia que la pretensión de romper el continuo del pasado empezando desde cero (hasta el punto de que dicha pretensión rupturista termina por constituir una continuidad paralela, la de los que pretendían hacer tabla rasa de todo lo anterior), así también, en el plano más particular de los individuos, pocas cosas más comunes que la pretensión de ser especial. Probablemente se trate en ambos casos, así como en otros que fácilmente se podrían señalar, de delirios adolescentes que acreditan que el llamamiento kantiano a que la humanidad acceda a su mayoría de edad sigue vigente. Intento explicarme.

Esa pretensión del individuo no solo por separarse del grupo, sino por afirmar sus propias cualidades en la contraposición con este parece característico de quien, en el fondo, anda buscando, como ocurre en una temprana etapa de la vida, la reafirmación de su identidad. El problema aparece cuando la contraposición proporciona demasiadas satisfacciones, se reitera en exceso y acaba quedándose a vivir con el individuo de manera permanente. De la misma forma que, en el plano más general, el problema surge cuando la contraposición se generaliza de tal modo que acaba convirtiendo en lugar común la idea de que lo colectivo, en cualquiera de sus escalas, constituye una rémora, cuando no directamente un obstáculo para el desarrollo individual.

Precisamente porque la contraposición se puede producir en muchos ámbitos, no cuesta encontrar ejemplos de variado tipo. En el ámbito de la política también, por descontado. Así, la sumaria descalificación que con tanta frecuencia suele hacerse de los partidos con el argumento de que la obligada disciplina con la que funcionan sofoca por completo la libertad individual y no hace más que potenciar el gregarismo obedece sin duda a esta lógica, que suele ser esgrimida de manera recurrente sobre todo por quienes en un momento dado no ven cumplidas sus expectativas particulares o satisfecha su ambición.

Pero resulta evidente que el compromiso con la formación política que intenta representar una determinada visión de la sociedad y que propone un conjunto de transformaciones para mejorarla en dicho sentido supone, de manera ineludible, renuncias. Y, a fin de cuentas, si en el seno de una determinada fuerza acaba imponiéndose por mayoría una determinada iniciativa, el hecho de aceptarla no solo no violenta ningún sagrado ámbito de libertad individual sino que es el único procedimiento aceptable democráticamente, al igual que ocurre en la sociedad en su conjunto o en cualquiera de sus ámbitos particulares (pongamos por caso, en un tribunal). Da algo de apuro tener que recordar estas cosas, pero tal vez no haya otro remedio en una época en la que empieza a ser cada vez más frecuente que los ciudadanos salgan a la calle la noche electoral a manifestarse en señal de protesta si el resultado les ha sido adverso.

La otra cara del recordatorio ineludible es que en modo alguno se está dando por descontado con él que la mayoría siempre tenga la razón. Es evidente que no, y con total seguridad cualquier lector podría poner sus propios ejemplos, ilustrativos de que los pueblos pueden equivocarse, y severamente por cierto, a la hora de decidir su futuro. Pero si la mayoría no tiene razón por el simple hecho de ser el mayor número (el famoso "abuso de la estadística", del que hablaba Borges), el individuo que presume de su radical independencia de criterio, de no seguir gregariamente las opiniones del grupo o de no dejarse someter a disciplina alguna en materia de pensamiento, tampoco tiene garantizado el acierto por estos solos hechos.

Ya están aquí. El 5G

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Resulta significativo el olvido generalizado de algo tan obvio como que el tener razón se acredita aportando las mejores razones, y no aplicando mecánicamente ninguna especie de criterio general. En tiempos de relativismo generalizado y ausencia de razones concluyentes susceptibles de ser compartidas, se diría que pensar por cuenta propia (o alardear de ello) ha terminado por parecer una virtud insuperable. Pero tener ideas propias no es lo mismo que tener buenas ideas. La independencia de criterio es una virtud formal, no material. O, si prefieren, díganlo de esta otra manera: se pueden pensar disparates por cuenta propia.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y senador por el PSC-PSOE en las Cortes Generales. Su último libro se titula Transeúnte de la política (Taurus).

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