Sobre este blog

AlRevésyAlDerecho es un blog sobre derechos humanos. Y son derechos humanos, al menos, todos los de la Declaración Universal. Es un blog colectivo, porque contiene distintas voces que desde distintas perspectivas plantean casos, denuncias, reivindicaciones y argumentos para la defensa de esos bienes, los más preciados que tenemos como sociedad. Colectivo también porque está activamente abierto a la participación y discusión de los lectores.

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De Maidán a Donbass: el zombi ruso y los fantasmas (cinematográficos) de Ucrania

De Maidán a Donbass: el zombi ruso y los fantasmas (cinematográficos) de Ucrania

Estuve en Maidán, la plaza de la Independencia de Kiev, en invierno de 2004 durante la revolución naranja. El personal de la embajada nos había puesto al día de las simpatías de una mayoría del pueblo ucraniano no solo a favor del candidato europeísta Víktor Yushenko (que había padecido al amaño de las elección frente al candidato afín a Moscú Yanukóvich) sino de la modernización de un país cansado de la corrupción y el inmovilismo. Conservo de las distintas ciudades que visité brevemente por motivos laborales como Odessa o Járkov, la ilusionada impresión de una parte de la sociedad (no solo la más joven) alejada de las lógicas heladas de la geopolítica y que básicamente se parecería a la española (la revolución naranja anticipaba parte del descontento generacional del 15M) en el choque entre lo viejo y lo nuevo, lo que no termina de desaparecer y lo que apenas fue capaz de asomarse.

La lectura de la «revolución naranja» en clave europeísta o el «Euromaidán» desencadenó, como resulta sabido, una violenta reacción en una parte de la población ucraniana pro-rusa apoyada material, militar e ideológicamente por el gobierno de Putin, que culminó en 2014 con el estallido de la guerra en la región de Donbass al este de Ucrania. El verano de ese mismo año un misil de fabricación rusa derribaba un avión que sobrevolaba la región de Donetsk matando a sus 298 ocupantes. Los interesados en el estado de los derechos humanos en el mundo leyeron los desgarradores informes de la ONU sobre las torturas y violaciones en las zonas de Donetsk y Luhansk dominadas por grupos armados. Las cifras de víctimas entre civiles y militares se cuentan por millares.

La visión del bello y sobrio documental Maidán (2014Maidán) del director ucraniano, nacido en Bielorrusia, Serguéi Loznitsa, me ha hecho revivir no solo mi recuerdo personal (un tipo de espectro subjetivo) de este episodio de la historia europea más reciente, sino una serie de referencias cinematográficas que ilustran aspectos de la guerra de Ucrania. No es, pues, mi intención, ni tengo suficiente competencia, para un análisis político y mucho menos para un examen de las relaciones internacionales en clave realista (soy de los ingenuos que defienden la necesidad de un orden jurídico internacional kantiano o kelseniano al margen de los intereses egoístas de los estados y la idea cultural de que los conflictos deben resolverse por los cauces legales y democráticos), y lo único que quería apuntar en este blog son algunas cuestiones del tipo de las que nos interesan en el proyecto «La norma y la imagen», en particular, el reflejo en el reciente cine ucraniano de los conflictos humanos a los que estamos haciendo referencia.

Desde esa perspectiva, uno de los argumentos de incredulidad ante lo que está sucediendo tiene que ver ora con las imágenes relativas a la inagotable capacidad de sufrimiento de la gente, ora con la desasosegante escalada de las amenazas que incluyen el desastre nuclear. Ambas –conocidas e históricamente intermitentes– han sido objeto del cine como arte atento a su tiempo, ¿hay algo novedoso?

Creo que la novedad de la representación del sinsentido, la abyección y la crueldad en los conflictos contemporáneos –del que el de Ucrania es solo un ejemplo– tiene que ver, en el apartado de las ideas con la vitalidad de las reacciones anti-ilustradas (al estilo del populismo empresarial y demagógico de la era Trump) y en el apartado de la imagen con una categoría estética que ha evolucionado desde lo sublime a lo grotesco y de ahí hacia una representación de la crueldad perfecta en la última fase de la postmodernidad que apunta a lo póstumo, a la hauntología en los términos del desaparecido crítico cultural Marc Fisher: la desaparición del futuro, el final del horizonte de mejora de lo humano en favor, bien del cul de sac de la nostalgia, bien de peligrosas pulsiones identitaristas básicamente premodernas. Se trata de una crueldad fanstasmática, marcadamente extemporánea (de ahí nuestro estupor), con rasgos medievales y carnavalescos, un mérito basado en la fuerza y la sangre que al desintegrar en virtud de su misma potencia la idea de verdad, despoja a las víctimas de su condición.

Esa abyección –a diferencia del horror de la guerra de otros tiempos– comparte los códigos estéticos no solo de la propaganda bélica sino de la publicidad comercial más efectiva y vacua propia del último estadio del capitalismo. Creo que, en cierta medida, apunta a una desazón (no exenta de contradicciones) que quisieron transmitir artistas como Jonathan Hobin sobre las recreaciones infantiles de Abu-Grahib o los Chapman Brothers en su intervención sobre los desastres de la guerra de Goya (en lo que toca a ese revés cultural que fue el regreso de la tortura tras el 11S) o lo que ocupó (en lo que al declive del socialismo real se refiere) las películas más excesivas del desaparecido director ruso de cine Alekséi Balabánov como la nueva pornografía que despuntaba en De monstruos y hombres, el arribismo empresarial caótico de una generación sin servofrenos morales o el tránsito de la sofisticación de la impunidad desde la opacidad del poder político al descrédito de la verdad en el marco de la información viral y segmentada como anunciaba Cargo 200.

Balabánov puede considerarse como el cineasta que realizó la autopsia de la URSS no solo como colapso de un estado poderoso sino como fracaso de la última gran utopía política. El declive del modelo del «socialismo real» no significó la aparición de una sociedad cohesionada sobre unos nuevos ideales democráticos, cívicos o humanistas sino más bien la aceleradísima aparición de los tics más indeseables del nuevo capitalismo global: una fuerte oligarquía empresarial y política que se movía inquietantemente cómoda en medio de una fuerte corrupción y un gélido vacío moral. Desde esas coordenadas anímicas en Cargo 200 (2007)Cargo 200 la metáfora de la Unión Soviética como cuerpo putrefacto era llevada al límite en la escena en la que el capitán de la policía obligaba a una muchacha a acostarse con un cadáver. El fetichismo y la violencia se alternaban en este film ambientado durante los meses anteriores a la llegada de Gorbachov. Los espacios metafóricos elegidos para la «autopsia» (un garaje convertido en discoteca, la casa de una «madre» trastornada) así como el humor negro y una serie de aciertos en la dirección artística funcionaban magistralmente como imágenes terroríficas del nacimiento de una nueva clase social tan infantilizada como poderosa capaz de hacer de cualquier cosa un negocio rentable y abyecto. Balabanov fue el cineasta de la autopsia de una nación donde todavía no se había levantado, como una suerte de Nosferatu, la tétrica y cerosa figura (más cerca de los delirios de los oligarcas filo-fascistas que de cualquier utopía de la modernidad) de Putin. Pero, si sus películas sobre un imperio que no sabe que ha muerto remitían a la figura simbólica de los zombis, el cine ucraniano, al menos, algunas de la principales películas que pudimos ver durante la última década tras el impacto de The tribe (Miroslav Slaboshpitsky, 2014) con toda su violencia radical apuntaban más bien a la figura del fantasma como sueño social moral y político súbitamente desvanecido.

Y es que en la insistencia de la propaganda de Putin acerca de que Ucrania no es una nación real subyacía otra mentira que podía leerse como una amenaza ontológica: el pueblo de Ucrania tampoco es real, luego se le puede hacer cualquier cosa. A ese declive de lo real y al auge del simulacro ya anticipado por Baudrillard se unía un diagnóstico que tenía ver con lo póstumo (la «condición póstuma» en los términos de Marina Garcés) o con lo que Franco Berardi había anunciado como «lenta cancelación del futuro»: la voladura de la esperanza en la construcción de un mundo más humano, más habitable. No debía extrañar, pues, que algunas de las ficciones del nuevo cine ucraniano elucubraran el peligro del desvanecimiento violento o la propia desaparición. Así sucedía en Atlantis de Valentyn Vasyanovych, un film que intuía un futuro en el que Ucrania habría quedado destruida tras una guerra con Rusia.

Por citar solo otros referentes de ese «nuevo cine ucraniano» plagado de desapariciones fantasmales, El hipnotista (Kamísnki, 2016) apuntaba un mundo premoderno salpicado de espectros de una cosmovisión medieval. En Volcano (2018) de Roman Bondarchuck la opción elegida para retratar las nuevas dinámicas sociales y la pérdida de un horizonte utópico era una suerte de surrealismo vitriólico sobre un escenario ideológico no solo postmoderno, sino poscultural (de acuerdo con una acepción filosófica de la cultura no como Kultur nacionalista y romántica sino como cultivo y formación: Paidea, Bildung y análogas).

Pero es posible que la película más visceral, por encima de documentales sobre los efectos en la población más vulnerable, ancianos y niños, tan sentidos como The Distant Barking of Dogs de Simon Lereng, sobre la experiencia ucraniana de la nueva barbarie sea, por su actualísima y desesperada conciencia de la estupidez y lo irreconciliable Donbass (2018) del citado Loznitsa, 2018.

Mi primera aproximación al cine de Sergei Loznitsa fue a propósito de una investigación sobre la mentira política y su relación con el episodio actual más coyuntural e inquietante de la mentira como posverdad: The trial (Loznitsa, 2018) suponía un documento histórico sobre uno de los primeros juicios-espectáculo del estalinismo en los años 30 que podía leerse como un anticipo de la dramática capacidad de los regímenes totalitarios para entreverar la realidad y el simulacro, la mentira y su representación. Sin perder la vista la teoría de la imagen de lo que se niega a abandonarnos (de W. J. T. Mitchell a Didi-Huberman), el lado inquietante de las vanguardias, la vergüenza o el patetismo (señas de la literatura rusa y del cine rusos como narrativas de un país donde a decir de Emil Cioran «todo está sublimado»), la puesta en escena de un juicio con falsas acusaciones e inverosímiles confesiones pedían ser conectadas inmediatamente, a pesar del tránsito de casi un siglo, con las primeras imágenes (los actores de la guerra de la desinformación) de este fresco en episodios (algunos extraídos de YouTube) que es Donbass:Donbass una serie de segmentos sobre la sinrazón y el fomento del odio en las regiones prorusas cuya visceralidad cae más de lado de los recursos narrativos de la sátira negra que del posible (o probable) sesgo ideológico de su autor.

Donbass se inicia con la salida carnavalesca de una serie de ciudadanos-actores crecientemente aterrorizados que deben interpretar el papel de falsas víctimas, de creíbles testigos de una versión insostenible de los hechos (¿un hecho alternativo?). Como en The Trial el utillaje, el maquillaje, el disfraz y el guion memorizado funcionan como piezas humanas manejadas por títeres sin escrúpulos en un nuevo teatro del mundo salpicado de mentira, absurdo y crueldad. Si el arte ruso fue maestro en mostrar la pérdida de la inocencia (de Dostoievski a Eisenstein), en Donbass la impunidad del abuso y la corrupción es la principal obsesión ficcional: las lógicas mafiosas de los puestos fronterizos, las reacciones animalescas ya a título individual que siguen a la weberiana pérdida del monopolio de la violencia legítima por parte del estado de derecho, la barbarie, el chantaje económico, la vileza como corolarios del perverso tránsito de la víctima al verdugo (descrito perfectamente por Pascal Bruckner en La tentación de la inocencia)

Quizás el más insoportable entre los distintos episodios de Donbass lo constituya el linchamiento del hombre maniatado expuesto como un objeto publicitario ante el pueblo, un ser humano al que es lícito matar, al que se le puede golpear sin sanción, un correlato del «homo sacer» de Giorgo Agamben, un chivo expiatorio ucraniano decorado con un cartel que incita a la creciente y espectacularizada violencia de la multitud. Es ahí donde el director Loznitsa con un plano magistral levemente simbólico permite ligar finalmente la nueva violencia cruda y la vieja mentira del poder con el atavismo del pueblo sencillo: en los bordes abyectos de la calzada se equilibran los autoengaños y la propia bajeza de esa jauría humana que al otro lado del océano ya dibujó magistralmente Arthur Penn en The Chase (con la diferencia de que en EE. UU. quedaban estructuras capaz de sancionarla).

Los novedosos elementos circenses de lo grotesco-cruel adquieren en Donbass una cruda profundidad, una brutal obscuridad de farsa precisamente porque se producen no solo al otro lado del telón de la corrupción y la impunidad veladas (la derogación de la seguridad jurídica en el episodio del ciudadano con problemas comunes que solo quiere recuperar el coche que le ha sido requisado) sino de una lacra actual ante la que todos debemos sentirnos alarmados: la desinformación como principio del caos y ya no solo como recurrente coartada del criminal.

  • Fotos: Escenas de las películas Cargo 200 y Donbass.

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7 de marzo de 2022 - 23:00 h
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