¿Puede sobrevivir la comunidad en una sociedad edadista?

Paradójicamente, en tiempos de incertidumbre parece que lo que más se resiente es la comunidad, como si los unos no fuésemos imprescindibles para los otros. Olvidamos que la fragilidad que más nos pone en riesgo no es la física, sino la de los vínculos.

Por mucho que queramos idealizar nuestra independencia —y aunque a veces nos cansemos de los otros, no diré yo que no—, necesitamos a los demás. El ser humano es, por naturaleza, un ser social. Nacemos completamente desvalidos y necesitamos cuidados para sobrevivir. Más tarde ampliamos esa necesidad al grupo; en aislamiento, no conseguimos avanzar. Hay una frase que dice que juntos iremos más lentos que cuando vamos solos, pero también que juntos podremos llegar más lejos. Se nos olvida.

Ser seres sociales significa (entre otras muchas cosas) que nuestra identidad, nuestras emociones y nuestras decisiones se construyen siempre en relación con los demás. Somos en grupo, en conjunto. Dependemos del contacto con los otros, del lenguaje compartido, del reconocimiento que nos permite pertenecer. Vivir —y también envejecer— cobra sentido dentro de una red de vínculos: familiares, comunitarios, simbólicos.

Por eso me sorprenden tanto las formas continuadas de discriminación que rechazan al otro. Entre las manifestaciones más recientes destaca el edadismo, que es el rechazo o desprecio al otro por su edad. En su enorme simplificación, plantea la vejez (y a quienes la habitan) como si fuese un grupo homogéneo, borrando la diversidad de quienes la componen. En ocasiones, la discriminación es tan burda que culpabiliza de los problemas de hoy a quienes nacieron ayer; aquí puede haber cambiado el blanco, pero no el hilo narrativo. Nos resultaría absurdo que se culpase de la subida del pan a todos los que se llaman de determinada manera (¡malditos juanes!) y no a quienes se apoderan del trigo, pero los dedos que señalan parecen no necesitar mayor argumento. Sin embargo, como no podemos elegir el lugar, tampoco podemos elegir cuándo nacemos; pertenecer a una generación o a otra es puramente circunstancial. Así, cuando asumimos que todos los viejos —y defiendo la palabra viejo como contrario a nuevo, sinónimo de experiencia y de vida transcurrida— son “ricos” o que su vida fue fácil, pecamos de edadismo, de simplificación, de desconocimiento. Pero dividir siempre fue una forma fácil de vencer.

El edadismo amenaza con romper lo común, lo social, porque convierte la diferencia generacional en frontera y los años cumplidos (por los otros) en una especie de amenaza. Hay manifestaciones menos conflictivas, más diluidas en lo cotidiano, que se cuelan en pequeños gestos, en lo que se dice y en lo que no, en la forma de diseñar los espacios, en las voces que no se escuchan y en todas las creencias que nos llevan a asumir que las personas de determinada edad (los otros eternamente enfrentados a nosotros) son todas iguales. En gustos, en experiencias, en necesidades.

El edadismo amenaza con romper lo común, lo social, porque convierte la diferencia generacional en frontera y los años cumplidos (por los otros) en una especie de amenaza.

También contamos con configuraciones edadistas más blanqueadas que contaminan el lenguaje con expresiones como “nuestros mayores” (¿nuestros? ¿De quiénes? ¿No bastará con ser propiedad de uno mismo, de una misma?) como si para que se mire por nuestros derechos tuviéramos que quedar bajo tutela simbólica. Esa protección disfrazada de afecto borra la voz de las personas mayores, las convierte en objeto de compasión y niega su capacidad de actuar, de influir sobre su propia vida y la vida social.

Para discriminar a una persona mayor basta con suponer que “ya no puede”, que “no se entera”, que su opinión no importa o que, en definitiva, ya no tiene ni qué ni por qué aportar, puesto que el futuro no le compete. El edadismo también contamina la organización de la vida colectiva. Lo vemos en los espacios de decisión, en los entornos comunitarios, en los proyectos que se diseñan sin contar con las generaciones que ya sostienen buena parte de la convivencia y que han sido la génesis de dichos espacios colectivos. Una sociedad democrática y exitosa debiera ser capaz de tener en cuenta las voces de todas las edades, pero nos encontramos que las personas mayores quedan fuera de las conversaciones que les afectan, precisamente por asumir que el tema no les compete. Se las nombra, pero no se las escucha. Se las incluye en los diagnósticos —en muchas ocasiones como parte del problema—, pero rara vez en las soluciones. En esa lógica, la participación se convierte en privilegio de unos pocos y deja de ser un derecho inherente a toda ciudadanía. Y ahí perdemos todos. Los que son viejos y los que envejeceremos.

Una comunidad que no escucha a todas sus edades se vuelve una comunidad fallida. Reforzar la participación de las personas mayores no significa idealizar la vejez ni romantizar la experiencia. Significa reconocer que una sociedad democrática solo se sostiene cuando todas las edades pueden intervenir en la conversación pública. Y que tu voz no vale más que otra por tu código postal, pero tampoco por tu año de nacimiento.

Irene Lebrusán es profesora de la Universidad Autónoma de Madrid y académica de la Academia Joven de España

Sobre este blog

El barrio es nuestro es un blog colectivo alimentado por la Federación Regional de Asociaciones Vecinales de Madrid (FRAVM). El nombre alude al viejo grito de guerra del movimiento vecinal que sirve para reivindicar el protagonismo de la vecindad en los asuntos que la afectan, a menudo frente a aquellos que solo ven en el territorio un lugar de negocio y amenazan su expulsión.

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24 de octubre de 2025 - 06:00 h
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